El lugar que ocupa cada país en el mundo se ha definido, en parte, en función a su poder energético y el desarrollo de distintos modelos de energía, empezando por el fósil y siguiendo con la transición hacia el renovable.

Gaseoductos cerca de Kiev, Ucrania. Genya Savilov/AFP/Getty Images
Gaseoductos cerca de Kiev, Ucrania. Genya Savilov/AFP/Getty Images

En el siglo XIX, la humanidad descubrió cómo convertir calor en movimiento y movimiento en electricidad, y resolvió cómo transformar esta electricidad en movimiento o calor. A su vez, fue capaz de generar electricidad a partir de cualquier tipo de fuente energética –fósil, orgánica vegetal y no orgánica–, lo que determinó la diferenciación de dos modelos energéticos distintos, uno basado en la energía fósil y otro en las renovables o no orgánico, que definieron la geopolítica.

En el mundo de la energía fósil, los yacimientos de energía primaria están localizados en regiones determinadas de países muy concretos. Lugares sobre los que, además, se pueden establecer derechos de propiedad exclusivos, que son la base del moderno negocio de la energía. Por el contrario, tanto en el mundo orgánico anterior a la Revolución Industrial, como en un mundo basado en la energía renovable –biomasa y no orgánicas, como el movimiento del viento, de los ríos o  de las mareas, y el calor del  sol o de la tierra–, las fuentes energéticas son geográficamente universales, pues todos los países del planeta, en proporciones variables, disponen de viento, sol o agua. Es más, en el caso de las no orgánicas, se trata de fuentes libres y no exclusivas y, por tanto, el hecho de que alguien utilice el movimiento del viento o el calor del sol para obtener energía útil para el uso humano no impide que su vecino haga lo mismo.

La diferente situación geográfica entre un modelo de energía fósil y otro de energía renovable hace que, en caso de producirse la transición energética desde el primer modelo hacia el segundo, las relaciones internacionales y la geopolítica se vean  alteradas. Una pequeña referencia histórica servirá para ilustrar esta cuestión.

En 1865, William Stanley Jevons, uno de los grandes economistas británicos del siglo XIX, en el momento cumbre de la Revolución Industrial, escribió un libro titulado El problema del carbón. En él se recogen los cimientos sobre los que se construyó la geopolítica contemporánea de la energía.

Para Jevons el carbón con el que se alimentaba a las máquinas de vapor que movían la maquinaría fabril y los ferrocarriles en Inglaterra, “es la causa de la moderna civilización material […], casi la única base necesaria de nuestro poder material, y en consecuencia lo que da eficiencia a nuestras capacidades morales e intelectuales”. De esta frase se deduce que el autor atribuye la superioridad de Inglaterra frente al resto del mundo al hecho de tener en su territorio algo que el resto de países o imperios no tenía: el carbón. Con ello, de facto, establece un principio básico de la geopolítica de la energía fósil que durará hasta nuestros días: existe un orden jerárquico en el mundo, en cuya cima se encuentran aquellos países ricos en energía fósil (carbón para el caso del Reino Unido decimonónico o posteriormente petróleo para Estados Unidos o la Unión Soviética) o con capacidad de controlar sus flujos mundiales.

Esta idea de orden jerárquico o de superioridad debida a la propiedad o el control de las fuentes energéticas conduce al “problema” del carbón o la cuestión sobre la que se fundamenta la geopolítica energética contemporánea. Tal como Jevons lo define en su obra, el problema no es el fin del carbón (o del petróleo), sino el hecho de perder la situación de superioridad económica, política y moral que te da el carbón, debido a “que tenemos que presenciar que el producto carbonífero de otros países se aproxima al nuestro, y al final lo supera”. De ahí, y especialmente después con el crudo, que exista una geopolítica intrínseca de la energía encaminada a evitar –de forma pacífica o violenta– que otros tengan más energía, mejor y más barata que la que tiene uno mismo, salvo para el caso de los países aliados. Esto es lo que a lo largo del siglo XX, y especialmente desde el fin de la Primera Guerra Mundial, ha motivado toda una geopolítica de control de los flujos –y los precios– de la energía.

En el contexto de este discurso, en el que el “problema” del carbón se define como una cuestión de pérdida de hegemonía y de poder relativo de Reino Unido, Jevons escribe unas pocas frases que resumen a la perfección el gran reto al que se enfrenta la transición energética que el mundo ya ha iniciado: el del cambio de las relaciones de poder. En este libro de 1865, se lee “Naturalmente no niego que podríamos encontrar en el viento, el agua o los molinos maremotrices un provechoso sustituto del carbón […] es justamente posible que algún día puedan capturarse los rayos del sol […], pero un descubrimiento tal, sencillamente destruiría nuestra supremacía […] Tenemos, es verdad, nuestros vientos y corrientes y mareas, y tenemos el sol, pero estos son comunes a todo el mundo”.

Estas frases de Jevons son una pequeña joya para los analistas de la transición energética, pues en pocas palabras nos dicen dos cosas. Se reconoce que técnicamente sería posible pasar de un modelo fósil a uno de renovables, pero se afirma también que esto no es deseable porque altera un orden mundial jerárquico y las relaciones de poder vigentes asociadas a él.

Para quienes, en Occidente, han disfrutado de ese poder, esta postura sería muy comprensible, pero para quienes piensen que otro mundo es posible, la frase de Jevons abre la puerta a pensar que si se produjera la transición hacia un modelo de renovables existiría la posibilidad de que no se dieran más diferencias en el orden internacional por cuestiones energéticas, más allá de las derivadas exclusivamente  por la climatología; y de que no se generaran relaciones internacionales, bilaterales o transnacionales, motivadas por la voluntad de control de los flujos –y el precio– de la energía.

Evidentemente, ello es sólo una posibilidad, pero como sociedad, está en nuestras manos decidir si queremos una transición que replique el modelo fósil, por ejemplo, construyendo inmensas plantas solares en el Sáhara para traer la electricidad a Europa, o bien si queremos un nuevo modelo más democrático, inclusivo y descentralizado como el energiewende alemán.

 

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Este proyecto ha contado con el apoyo de la Comisión Europea