Retratos de algunos de los candidatos a las elecciones parlamentarias en una carreta en El Cairo, Egipto. Khaled Desouki/AFP/Getty Images
Retratos de algunos de los candidatos a las elecciones parlamentarias en una carreta en El Cairo, Egipto. Khaled Desouki/AFP/Getty Images

Las próximas elecciones al Parlamento egipcio tendrán – tras innumerables retrasos – lugar en dos rondas los días 18-19 de octubre y 22-23 de noviembre. Representan la culminación de la ‘hoja de ruta’ anunciada cuando Mohamed Morsi fue depuesto en julio de 2013. El régimen egipcio se jacta de un progreso difícil pero constante hacia la democracia y considera que, ya que ha cumplido con su palabra, no puede recibir crítica alguna. Críticas que sin embargo siguen alzándose y apuntan a la naturaleza imperfecta de la transición egipcia. Transición sí, pero no exactamente hacia una democracia ejemplar, sino de vuelta a la casilla de salida. He aquí las siete razones por las que los más de 60 países y organizaciones que se han postulado como observadores deberían pensárselo dos veces antes de bendecir los comicios:

Compiten multitud de candidatos y listas. Sí (5.420 candidatos independientes y 600 candidatos afiliados a partidos rivalizan por 568 escaños), pero eso no garantiza que exista una verdadera oposición. Las elecciones han sido cuidadosamente diseñadas para marginar a los islamistas más influyentes y favorecer a personalidades sin ideología declarada. Los partidos políticos son muy débiles y llevan meses luchando para organizarse y posicionarse antes de las elecciones. En un ambiente político sofocante en el que la sociedad civil vive intimidada, las manifestaciones son duramente restringidas y la mayoría de las organizaciones vigiladas muy de cerca, los pocos partidos que subsisten se ven incapaces de poner en marcha una verdadera oposición y movilizar a sus seguidores potenciales. Serán las formaciones pro régimen y anti revolución las que seguramente logren una mayoría arrolladora, mientras que los partidos que representan el ‘espíritu’ de la Revolución del 25 de enero tendrán suerte si consiguen un puñado de escaños.

La figura de referencia serán los independientes. Ante la limitada libertad de movimiento de los partidos, la mayoría de las campañas tendrá que basarse en las redes clientelares a nivel local o empresarial. La nueva Asamblea se verá así plagada de diputados sin experiencia previa, guiados no por una determinada ideología ni por el interés general, sino por anhelo de prestigio, promesas circunscritas e intereses clientelistas.

El partido más votado en las últimas elecciones, la rama política de los Hermanos Musulmanes, el Partido de la Libertad y la Justicia, está hoy prohibido. Muchos de sus miembros han muerto o languidecen en prisión, otros muchos viven con miedo de salir a la luz y aquellos que lo hacen hablan de venganza y no rechazan por completo la violencia. El segundo partido más votado fue el partido salafista Nour, todavía legal pero incapaz de encontrar su identidad o conservar su atractivo frente al electorado. Caminos similares siguen otros partidos islamistas, cuando todo atisbo de religión se ha convertido en una excusa para la represión. El Parlamento resultante tampoco será inclusivo en lo que a las mujeres respecta, en línea con la evolución histórica. Además, han sido vetados de la competición ciudadanos tan diversos como mujeres con niqabbelly-dancers, hombres de negocios o incluso drogadictos. Por no hablar de los que llaman al boicot, como el Nobel de la Paz y ex vicepresidente Mohammed el Baradei.

El sistema parlamentario que cincelan estos comicios no es sino un símbolo más del autoritarismo egipcio de nuevo cuño. Una toma de decisiones sin estrategia y visión a largo plazo, sino más bien basado en consideraciones ad hoc y necesidades a corto plazo. El general y hoy presidente Abdel Fatah al Sisi arrasó –los resultados fueron, por descontado, cuestionados– en las elecciones de 2014 y es extremadamente popular. No deja por ello de comportarse como un líder autocrático que ha ido dando forma a un sistema cuasi presidencial, y se ha aprovechado del vacío parlamentario para ir cambiando la Ley a su gusto a golpe de decreto (más de 200, aproximadamente, hasta ahora). Esta concentración de poder en manos del presidente, además de perpetrar la injerencia del poder Ejecutivo y la marginación de organismos reguladores e independientes, se ve agravada por la supremacía de los servicios de seguridad e inteligencia sobre otras instituciones públicas.

Sin Parlamento desde julio de 2012. Y el nuevo será cinco veces más grande que su predecesor. Nada hace pensar que el nuevo órgano será efectivo desde el primer día. Y va a ser puesto a prueba. Todos los decretos hasta ahora emitidos deberán ser sometidos al Parlamento; si éste no se pone en marcha, las leyes serán retroactivamente revocadas. La prueba de fuego la marcará la confianza que tiene que otorgar al Gobierno inaugurado recientemente. Todo apunta a que el nuevo Parlamento no será capaz de erigirse en contrapeso a Al Sisi. Y si así fuera, al régimen le quedaría entonces un último as en la manga: el Tribunal Supremo Constitucional que, al igual que ha hecho en el pasado, no tendría problema en declarar inconstitucional la Ley electoral y, por lo tanto, forzar la disolución del Parlamento.

La economía de Egipto no ha dejado de asomarse al borde del precipicio. Pese a cuantiosas ayudas provenientes del extranjero (que los Estados del Golfo van reduciendo), poco ha cambiado la realidad fiscal estos últimos años: subvenciones a combustibles y alimentos insostenibles, turismo e inversión extranjera casi inexistentes, déficit presupuestario y desempleo por los aires… Hasta que deje de funcionar el contrato social autoritario: pan y seguridad a cambio de justicia, ideología y libertad.

Egipto lleva meses siendo testigo de un alarmante deterioro de la situación de derechos humanos, simbolizada por el arresto y encarcelamiento indiscriminados de oposición y activistas políticos, sin siquiera necesidad de aludir a la manida ‘lucha contra el terror’ para justificarlo. Todo rastro de disidencia ha sido silenciado y académicos, sociedad civil y estudiantes universitarios que un día osaron alzar la voz son hoy sistemáticamente intimidados. La libertad de prensa tampoco pasa por uno de sus mejores momentos. Egipto es además hoy en día un ejemplo de lo que podría llamarse ‘justicia selectiva’. No ha existido -ni hay visos de que exista en el corto y medio plazo- reconciliación nacional. ¿Qué se puede pedir en un país donde incluso la palabra ‘reconciliación’ es pronunciada con desconfianza?