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Ante los graves desafíos a los que se enfrenta en el extranjero y frente a un Congreso aún más dividido y hostil, Barack Obama tendrá que rendirse, a corto plazo, a las presiones políticas o inventar una nueva forma de diplomacia pública, dirigida a los propios estadounidenses.

Su situación es muy diferente de la del presidente Harry Truman después de las elecciones de mitad de mandato de 1946 que diezmaron a los demócratas. De hecho, los mayores logros de Truman, como el Plan Marshall, llegaron durante los dos años siguientes. En aquel Congreso republicano, en los albores de la Guerra Fría, la política se quedó al margen. Hoy no. Todas las cuestiones, desde los derechos constitucionales básicos hasta la lucha contra el terrorismo, se han convertido en piezas de la máquina apisonadora de los partidos.

Y eso era antes de las elecciones de mitad de mandato. Imagine cómo será el resto del mandato de Obama. Estados Unidos no puede permitirse dos años de estancamiento en política exterior. Pero tampoco puede, por ejemplo, abandonar Afganistán sin pensar en las consecuencias, sólo para lograr mantener el apoyo de su propio partido, ni quedarse para siempre para evitar las acusaciones de la oposición de ser “flojo” respecto a la seguridad. Esos ataques se producirán haga lo que haga. Para ser el líder de los intereses nacionales, Obama debe ir más allá de la habitual creación de una coalición bipartita de congresistas “responsables” de ambos lados del pasillo. No encontrará suficientes. Sobre cuestiones fundamentales como Afganistán e Irán, necesitará acercar su causa directamente al pueblo, como hizo de forma tan convincente cuando era candidato. Esto implica entablar una conversación constante en los ayuntamientos y pronunciar discursos que conecten con las emociones y con la lógica de la mayoría de los ciudadanos. La jerga de política exterior no bastará.

Sólo si conmueve a la opinión pública será capaz de conmover al Congreso. De lo contrario, será presa de las maniobras y las divisiones de los partidos. No sólo la mala marcha de la economía podría mandar a Obama de vuelta a Illinois dentro de dos años. También podrían hacerlo una guerra enquistada e impopular o una imagen de debilidad, charlatanería o derrota en cuestiones de gran calado como un Irán nuclear. Debe convertirse en el jefe de la diplomacia, no sólo de cara a los aliados de EE UU en el exterior, sino para sus propios ciudadanos en casa.