AFP/Getty ImagesLa paz no se alcanzará con calendarios basados en la política doméstica estadounidense. 

Después de varios meses de titubeos, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha anunciado su decisión de mantener 9.800 militares en Afganistán a partir del 1 de enero de 2015. Este anuncio pone fin a las especulaciones sobre la temida posibilidad de completar la retirada internacional, una vez finalice la actual misión que lleva a cabo la OTAN en el país asiático. Según lo planeado, los aproximadamente 12.000 soldados occidentales que permanecerán en territorio afgano –entre estadounidenses y de países aliados– parecen suficientes para llevar a cabo, exclusivamente, las misiones previstas de contraterrorismo y adiestramiento de las Fuerzas de Seguridad afganas. Aunque la futura presencia occidental depende, en última instancia, de la firma de un acuerdo de seguridad entre Kabul y Washington, los dos candidatos que han acudido a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 14 de junio –se espera conocer los resultados definitivos a primeros de julio– han acogido con agrado el anuncio estadounidense y prometido su firma en caso de ser elegidos.

No obstante, el actual inquilino de la Casa Blanca avisó que, cuando abandone su puesto a finales de 2016, también concluirá definitivamente el despliegue militar de su país en Afganistán. La Administración Obama confía en que cuando un nuevo presidente estadounidense tome posesión de su cargo en enero de 2017, sólo permanezca en Kabul el personal de la Embajada, aunque “tenemos que reconocer que Afganistán no será un lugar perfecto, [pero] no es responsabilidad de Estados Unidos convertirlo en uno”.

Este concepto operacional de despliegue limitado en el tiempo es plenamente coherente con la política exterior impuesta por Obama desde su llegada al Despacho Oval: finalizar cuanto antes la guerra global contra el terrory, reorientarse hacia áreas de mayor interés para su nación, ya que “es el momento de pasar página tras una década en la que gran parte de nuestra política exterior se centró en las guerras de Afganistán e Irak”. El pragmático presidente estadounidense es consciente de que incluso una presencia limitada en Afganistán entorpece alcanzar esa meta y que no queda más remedio que dar por aceptables las condiciones en las que se encuentra el país. Se trata entonces de reducir los objetivos que llevaron a EE UU a intervenir en 2001 y ceder la plena responsabilidad a las autoridades afganas, aún a riesgo de involución, ya que “así es como se pone fin a las guerras en el siglo XXI”.

No obstante, la decisión de Obama de fijar arbitrariamente un calendario para la retirada completa de Afganistán, condicionado básicamente por las dinámicas internas estadounidenses, pero que ignora la evolución del entorno, no ha concitado un apoyo unánime. Voces autorizadas han señalado que los planes de retirada proporcionan esperanza a los enemigos y envían un mensaje equivocado a los aliados sobre la ausencia de un auténtico compromiso de EE UU con el país asiático. Casi en la misma línea, algunos senadores republicanos argumentan que delimitar rígidamente una fecha para la salida de las tropas podría exponer a Afganistán a la misma violencia e inestabilidad que sacude a Irak en la actualidad.

Efectivamente, como indica la grave situación que viven algunos países del norte de África y Oriente Medio, la amenaza global que emana de los grupos yihadistas está creciendo de un modo exponencial. El yihadismo ha evolucionado desde tramas directamente conectadas con Al Qaeda central, a redes formadas por grupos o individuos que se han adherido a su narrativa, pero que en la mayoría de las ocasiones no pueden considerarse parte de la organización que, todavía, dirige Ayman al Zawahiri. Los sorpresivos avances del Estado Islámico de Irak y el Levante, un grupo cuyo radicalismo hace palidecer al de Al Qaeda y que ha tomado el control de amplias zonas de Irak y Siria, el aumento de la actividad del grupo islamista nigeriano Boko Haram, sin olvidar las acciones de Al Shabab en Somalia o de Al Qaeda en el Magreb Islámico en el Sahel, invitan a pensar que la doctrina yihadista ha recobrado nuevos ímpetus.

La idea estadounidense es que la retirada de las unidades de combate de suelo afgano permitirá luchar mejor contra esos grupos radicales. Pero, no hay que olvidar que la problemática zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán continua siendo un santuario para los talibanes afganos y paquistaníes, el Movimiento Islámico de Uzbekistán, la Unión de la Yihad Islámica, la Red Haqqani o Harkat ul Jihad al Islami, entre otros. Todas estas organizaciones conservan reconocida capacidad de lucha y han demostrado que la paciencia estratégica –la subversión persistente, junto con el desgaste constante a través del combate directo e indirecto– es una poderosa arma en manos de insurgentes decididos. Además, en los dos años y medio que faltan para cumplir los planes de la Casa Blanca es improbable que desaparezcan la corrupción y el desgobierno, causas profundas que alimentan al radicalismo islamista. Por todo ello, la presencia de EE UU y sus aliados en Afganistán, más allá de 2016 se presenta como ineludible, por mucho que se fijen plazos y calendarios de índole político.

“Los estadounidenses han aprendido que es más difícil acabar con las guerras que comenzarlas”, dijo Obama. Pero la cuestión esencial es que no está solamente en manos de Estados Unidos finalizarlas. Seguro que Abu Bakr al Bagdadi, el líder del Estado Islámico de Irak y el Levante y que algunos denominan “el nuevo Osama bin Laden”, está pensando ahora mismo cómo extender su acción terrorista a todos los confines del mundo que otrora fueron dominados por el islam.

Parece una perogrullada, pero quizá alguien debería advertir a Obama que el mundo no es como él quiere. Es utópico pensar que política y conflicto son opcionales. Las guerras acaban cuando se alcanzan las condiciones para la paz y no cuando la política doméstica lo demanda.