Muchas han sido las limitaciones de EE UU para gestionar de forma adecuada la guerra en Afganistán. ¿No han podido o no han querido hacer un buen trabajo en el país centro asiático?

  • Little America. The War within the war for Afghanistan
    Rajiv Chandrasekaran384 páginas

    Bloomsbury, Londres, 2012

afganistan
John Cantlie/ Getty Images

En pocos meses, se cumplirán doce años desde la invasión de Afganistán. Aunque a día de hoy decenas de miles de soldados extranjeros continúan combatiendo en una guerra que parece no tener fin ni, lo que es peor, objetivos realizables, la mayoría de los contingentes militares ocupantes -incluido el español- han comenzado ya una retirada progresiva que podría completarse el próximo año. Estados Unidos ha anunciado también que la casi totalidad de sus militares abandonarán el país en 2014.

El reportero del diario The Washington Post, Rajiv Chandrasekaran realizó numerosos viajes a Afganistán entre los años 2009 y 2011 para informar sobre las acciones militares y diplomáticas de Estados Unidos en el país. Se centró, sobre todo, en conocer la labor estadounidense en dos de las provincias de Afganistán más conflictivas, Helmad y Kandajar: zonas con gran presencia talibán y con muchas hectáreas dedicadas al cultivo extensivo de amapola. Además, ambas provincias comparten frontera con Pakistán –cuyos servicios secretos han sido intrigantes históricos en Pakistán- y están habitadas mayoritariamente por la etnia pastún, presente a ambos lado de la frontera y de la que provienen una gran parte de los talibanes.

En 2009, Estados Unidos, aprovechando los aires de cambio derivados de la toma de posesión de Barack Obama como nuevo presidente y nuevo comandante en jefe, trataba de replantearse su presencia y su compromiso en una guerra que había pasado a un segundo plano en favor de la otra gran guerra estadounidense en Irak. La apuesta de futuro consistió en el envío de un contingente adicional de 30 mil efectivos militares que tratarían de implementar una nueva estrategia contrainsurgente denominada COIN (siglas de counter-insurgency). Se combinaría la fuerte presencia militar con pequeños operativos de fuerzas especiales que aspiraban a dar caza al mayor número posible de comandantes talibanes. Al mismo tiempo, se pretendía que el éxito militar favoreciese la implementación de proyectos de reconstrucción civil destinados a favorecer la prosperidad económica y la democratización del país. Para encabezar este esfuerzo, Obama nombró al general Stanley McChrystal, en cuyo historial figuraba un –supuesto- éxito pacificando Irak, país en el que se estaba alentando una insurgencia más compleja, en teoría, que en Afganistán, y donde se volcaron gran parte de los esfuerzos militares estadounidenses (con escasos resultados por lo que respecta a la pacificación). McCrystal se vanaglorió, por ejemplo, de haber conseguido terminar con la vida del jordano Abu Musab al Zarqawi, relacionado, supuestamente, con Al Qaeda y uno de los comandantes insurgentes más activos en Irak.

La brillante carrera de McChrystal terminó cuando unas declaraciones suyas a Michael Hastings, reportero de la revista Rolling Stone, hicieron enfurecer a Obama. El general, convocado de urgencia en Washington, presentó su dimisión, algo que le evitó ser destituido. Hastings publicaba hace unos meses un libro sobre la cúpula militar estadounidense que ha conducido las guerras en Irak y Afganistán titulado The Operators.

Chandrasekaran, que ya se ocupó de la guerra de Irak en su anterior libro, Vida imperial en la Ciudad Esmeralda: dentro de la Zona Verde de Bagdad (RBA, 2008), se propuso con Little America comprender por qué su país estaba perdiendo en el conflicto. Constató muy pronto que existían fuertes tensiones entre los tres poderes fuertes de Estados Unidos: la Casa Blanca, el Departamento de Estado dirigido por Hillary Clinton y los más condecorados generales del Pentágono. Las distintas facciones dentro de la cúpula de poder dedican buena parte de su tiempo a propiciar el fracaso de las facciones rivales. A ello había que sumar la burocracia estatal y los dogmas políticos que complicaban la toma de decisiones sobre el terreno. En este sentido, resultan desalentadoras las páginas que Chandrasekaran dedica a explicar cómo todos los intentos de la USAID para poner en marcha proyectos que favoreciesen el cultivo del algodón en Helmad –que podría haberse convertido en una alternativa a la plantación de la amapola- se vieron frustrados tanto por una pesada burocracia presupuestaria, como por un dogma político-económico: no se subvencionaría ningún cultivo que pudiese competir con la producción agrícola estadounidense (a su vez, altamente subvencionada). Además, grandes partidas presupuestarias destinadas al desarrollo se gastaron sin canalizarse a través de las autoridades afganas ni de las organizaciones locales, con lo que se impidió su fortalecimiento y que la población asociase beneficios económicos con Estado afgano.

No se puede acusar a Estados Unidos de no haber gastado miles de millones en proyectos de desarrollo en Afganistán. Sin embargo, como se encarga de contarnos Chandrasekaran, sí se puede culpar a sus dirigentes de no haber sabido gastar gran parte de ese dinero en los proyectos más beneficiosos para el país centroasiático, ni del modo más adecuado. Por una parte, las trabas burocráticas y políticas se convirtieron en obstáculos insalvables para que los proyectos se ejecutasen en base a los parámetros técnicos de los expertos más razonables, que no eran todos. Por otra parte, los estadounidenses se encontraron con un serio problema: el Gobierno central de Kabul nunca consiguió extender su autoridad a las provincias. Así que, incluso en los casos en los que el Ejército estadounidense consiguió pacificar amplias zonas rurales, no tuvo un consiguiente respaldo de las autoridades afganas, civiles y militares, nombradas desde la capital. Un error de los ocupantes, recuerda Chandrasekaran, consistió en tratar de erigir un Estado centralista. La autoridad en amplias zonas del país residía en los gobernadores provinciales, que encontraba su legitimidad en lazos de sangre y, sobre todo, en milicias privadas. Los estadounidenses se sirvieron de ellos –y en ocasiones de sus milicias- para controlar amplias zonas del país, por ejemplo en el Sur y en el Sureste. El problema es que, en muchos casos, estos gobernadores –oficiales u oficiosos- eran señores de la guerra, con un amplio historial de crímenes de guerra perpetrados durante el largo, brutal y caótico enfrentamiento civil que siguió a la retirada soviética. ¿Se puede delegar poder en ellos y al mismo tiempo pedir a la población que rechacen a los talibanes y apoyen el fortalecimiento democrático del Gobierno afgano? En Afganistán, al menos, dicha estrategia no está dando resultados positivos.

En las últimas páginas de Little America, Rajiv Chandrasekaran resume en unas pocas líneas sus impresiones sobre lo que está ocurriendo en Afganistán: “No dejaba de escuchar promesas sobre cómo se arreglaría todo. Nuevas estrategias. Nuevos equipos de oficiales y diplomáticos. Nuevas solicitudes de dinero. Un nuevo hombre en la Casa Blanca. Pero nada de ello solucionaba el problema de fondo: nuestro Gobierno era incapaz de estar a la altura del desafío. Nuestros generales y diplomáticos eran demasiado arrogantes y ambiciosos. Nuestras burocracias, la civil y la uniformada, estaban encalladas en rivalidades internas y contaban cada una con su propia agenda. Nuestros expertos en desarrollo eran ineptos. Nuestros líderes estaban distraídos […] Durante años estuvimos obsesionados con las limitaciones de los afganos. Deberíamos habernos centrados en las nuestras”.

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