El país se debate entre jugar un papel todavía más hegemónico en la Unión Europea o renunciar al liderazgo político y centrarse en la economía.

The paradox of german power

Hans Kundnani

Oxford University Press, 2014

Un tal Radek Sikorski, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, manifestó a finales de 2011, en plena crisis del euro, que “tenía más miedo a la inactividad alemana que al poder alemán”. A continuación de esta rotunda frase emplazó a Berlín a asumir sin complejos el rol del liderazgo europeo. La nacionalidad del personaje y su reflexión no pueden ser más ilustrativas de aquello que piensan los vecinos de la siempre temida Alemania. Incluso si, como ocurre con los polacos, fueron invadidos en 1939 por las tropas nazis en el último capítulo de las históricas incursiones germanas más allá de la frontera del río Oder. De cualquier modo, aquellas declaraciones de Sikorski revelaban bien a las claras que ha quedado desfasado el tópico de que Alemania era un gigante económico y un enano político.

© Fotolia
© Fotolia

Con el título de The paradox of german power el experto germanista Hans Kundnani repasa el arco histórico que abarca desde 1871, unificación alemana bajo la Prusia de Otto von Bismarck, hasta la actual crisis del euro. Este politólogo británico sostiene, como tesis principal, que la cuestión alemana y la relación de Berlín con el resto de Europa ha pasado de plantear problemas geopolíticos a finales del siglo XIX (una Alemania demasiado grande para enfrentarse a ella, pero no tan importante como para liderar el continente) a encarar un conflicto geoeconómico en el que se plantea una pugna de intereses entre los países acreedores de la UE y los Estados deudores de la periferia. Así, según Kundnani, los viejos fantasmas de varias generaciones de alemanes de verse rodeados por enemigos político-militares, lo que Bismarck llamó “pesadilla de las coaliciones”, se han transfigurado en el pánico de una rebelión de los países deudores, en especial, los del sur de Europa.

Ahora bien, estas brillantes aunque discutibles conclusiones obligan a repasar la historia más reciente de Alemania, aquellas décadas de la guerra fría en las que el país estuvo dividido en dos bloques, con unas capacidades militares absolutamente dependientes de Washington y de Moscú y con una diplomacia de vuelo corto. Mientras se producía el milagro económico en el Oeste y mientras el Este comunista también despegaba con el apoyo soviético, las grandes potencias libraban sus duelos junto al Muro de Berlín, construido en 1961. Así pues, los alemanes, castigados por sus horribles pecados del periodo nazi, tuvieron que conformarse con los éxitos económicos y los triunfos deportivos porque los hilos de la diplomacia y los volantes de los tanques, de la OTAN y del pacto de Varsovia, se dirigían desde Estados Unidos o la Unión Soviética.

Esta manifiesta debilidad germana frente al resto del mundo terminó, pacífica e inesperadamente, con la caída del Muro de Berlín, un acontecimiento que abrió un proceso vertiginoso e imparable de reunificación. Resulta curioso evocar, desde la perspectiva del cuarto de siglo transcurrido, que fueron las fuerzas conservadoras, con el canciller democristiano Helmut Kohl a la cabeza, las que impulsaran con más decisión y perspicacia aquella reunificación tan ansiada. Entretanto, las voces más críticas de la izquierda, desde el escritor Günter Grass a Los Verdes, expresaron muchas reticencias ante un proceso que demostró sin ninguna duda que la inmensa mayoría de la sociedad alemana anhelaba otra vez un país grande y unido.

Durante los años de la guerra fría, como no podía ser de otro modo, el país entero basculó entre Occidente y Oriente, entre las dos almas alemanas, un espíritu vecino de Francia y otro muy cercano al mundo eslavo. De hecho, la prolongación de la división de Alemania llevó al canciller democristiano Konrad Adenauer a fortalecer, en la posguerra, los lazos con el Oeste (la llamada Westbindung) mientras en los 70 el socialdemócrata Willy Brandt impulsó la Ostpolitik para romper el hielo con la RDA y el resto de Estados de la órbita soviética. Es cierto, como refleja Kundnani en su libro, que el desplazamiento de la capital de Bonn a Berlín, a miles de kilómetros de París o Londres, hizo temer a algunos escépticos que la balanza germana se inclinaría más en el futuro hacia el Este que hacia el Oeste. No obstante, siempre fue así en un territorio muy extenso, que alcanza desde la católica Baviera al Sur a la protestante Prusia al Norte, desde la antigua limes romana del Rin hasta las estepas cercanas a Polonia, hasta las costas del Báltico.

La llamada Erfolgsgeschichte (historia de éxito) de la reunificación contribuyó por tanto a una renovada hegemonía de Alemania en Europa y en el mundo. A partir de los 90 el país comienza a desempeñar un rol más relevante en la esfera diplomática y militar que pasa por la intervención política en la antigua Yugoslavia, por el despliegue de cascos azules alemanes en diversas regiones y por la ampliación de la Unión Europea en 2004 hacia Estados de la tradicional área de influencia germana (Polonia, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Hungría…) Al compás del creciente peso Alemania ha alcanzado una posición de semihegemonía, según la definición de Kundnani, donde como ya hemos señalado el país no aparece en absoluto rodeado de enemigos como en otras épocas, sino más bien todo lo contrario al estar arropado en sus fronteras por Estados miembros de la OTAN. Este nuevo mapa de poder europeo, todavía anterior a la crisis del euro en 2010, hizo rebrotar la idea de la Mitteleuropa, tan temida como admirada por muchos países a lo largo del tiempo, una historia llena de fracasos, triunfos, crueldades y avances.

De cualquier manera, los alemanes aparecen hoy envueltos en una red de países pobres integrados en la UE a los que “impone medidas, pero no normas” en una sutil distinción entre ejercer la hegemonía total o sólo imponer las recetas económicas. En medio de estos dilemas surgidos en los terribles años de la crisis, en los que Alemania se ha convertido a ojos de millones de europeos en el chivo expiatorio y en la encarnación del verdugo austericida, algunos intelectuales como el recientemente fallecido sociólogo Ulrich Beck han colocado sobre el tablero la necesidad de impulsar una Alemania europea en contraposición a una Europa alemana. Y todo el mundo en el continente sabe que esta frase no supone un simple juego de palabras, sino que encubre una geopolítica entera. De todos modos, la paradoja alemana a la que hace alusión el título del interesante libro de Hans Kundnani, director de investigación en el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, se asemeja a un crucigrama de difícil resolución, ya que sus vecinos de la UE suelen reprochar a Berlín tanto su intervencionismo como su retraimiento, tanto su prepotencia como su indiferencia, como subrayaban las palabras del ministro polaco citadas al principio de este artículo. Semihegemonía, como sostiene Kundnani, o hegemonía total. Da la impresión de que la divisoria se basa en una línea muy difusa y, todavía más, en estos convulsos tiempos que sacuden a Europa.