Un mariposa recolecta polen de una flor en unos jardines de Moscú, Rusia. Yuri Kadobnov/Getty Images
Un mariposa recolecta polen de una flor en unos jardines de Moscú, Rusia. Yuri Kadobnov/Getty Images

La vida del naturalista alemán que predijo el cambio climático a comienzos del siglo XIX, una obra imprescindible para entender el ecologismo moderno.

The Invention of Nature: Alexander von Humboldt’s New World

Andrea Wulf

John Murray, 2015

Muchos coincidirán con la activista canadiense Naomi Klein cuando afirma que el sistema económico y el medio ambiente están en guerra. Pero, del mismo modo que el naturalista alemán Alexander Von Humboldt comprendió que las colonias basadas en la esclavitud, el monocultivo y la explotación creaban un sistema de injusticia y de desastrosa devastación medioambiental, nosotros tenemos que entender que las fuerzas económicas y el cambio climático forman parte de un mismo sistema. En un mundo en el que tendemos a trazar líneas rotundas entre las ciencias y las artes, entre lo subjetivo y lo objetivo, la percepción de Humboldt de que solo podemos comprender verdaderamente la naturaleza usando nuestra imaginación "lo convierte en un visionario".

Andrea Wulf ha escrito una inspirada biografía del último de los grandes polímatas, un hombre a caballo entre la Ilustración y el Romanticismo cuyos viajes y curiosidad resultan asombrosos, un aristócrata prusiano que predijo el cambio climático a comienzos del siglo XIX y cuyo nombre no es hoy muy conocido fuera del mundo germanoparlante y de América Latina porque el fuerte sentimiento antialemán -el legado de dos guerras mundiales- prácticamente lo borró de la memoria colectiva de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Y sin embargo, en 1869, miles de personas desfilaron en Ohio para celebrar su centenario, fue amigo de Goethe, Simón Bolívar, Thomas Jefferson, y de todos los principales científicos de su época en París, Londres, Berlín y más allá, y su fama provocó los celos del mismísimo Napoleón Bonaparte.

Humboldt era un experto en maniobrar para moverse entre las líneas reaccionarias y revolucionarias en París y Berlín sin arriesgar nunca realmente su posición. Se sintió profundamente decepcionado por las revoluciones y los revolucionarios durante toda su vida, ya fueran de América Latina o de Alemania. Podía ser muy sarcástico en privado sobre los gobernantes europeos. Cuando la Reina Victoria le invitó durante una de sus visitas a Alemania, se burló de que le había servido como desayuno “chuletas de cerdo duras y pollo frío" mientras desplegaba una completa "abstinencia filosófica". Pero con los científicos jóvenes se mostraba generoso hasta el exceso y, en palabras de uno de ellos, su forma de alentarles era "una de las más maravillosas joyas de la corona de Humboldt”.

Podía presumir de ser el segundo hombre más famoso del mundo tras el emperador de Francia. Era agasajado en los salones de París, donde vivió durante muchos años; en Londres, que visitaba a menudo; en Berlín, donde hacia el final de su vida se le apodaba "el hombre más importante desde el Diluvio Universal"; y por todo el resto del mundo; y su cumpleaños era celebrado hasta en el lejano Hong Kong. Hacia mediados de la década de 1850 recibía entre 2.500 y 3.000 cartas al año, la mayoría de las cuales contestaba, y daba conferencias ante multitudes que habían tenido que hacer cola para conseguir las entradas días antes. En la Gran Exposición de Londres de 1851 se exhibió su retrato y fue homenajeado por su rey, el emperador de Rusia y el presidente de Estados Unidos. Su funeral en Berlín, en mayo de 1859, fue el más grandioso que los habitantes de la capital prusiana hubieran presenciado nunca para un ciudadano privado, con decenas de miles de personas de todas las clases sociales siguiendo el cortejo fúnebre.

Alexander Von Humboldt mostró una insaciable curiosidad por "el perpetuo empuje" del mundo natural, como si se viera perseguido por "10.000 cerdos" mientras crecía en la propiedad de sus padres en Tegel, al este de Berlín, donde nació en 1769. Cuando era adolescente andaba siempre correteando de un lado para otro, regresando después con los bolsillos repletos de conchas, semillas, plantas e insectos. Unos años más tarde, él y su hermano Wilhelm, que después desarrollaría una brillante carrera como diplomático prusiano, fueron faros en el círculo intelectual de Berlín que incluía a Wolfgang von Goethe, amigo de toda la vida, y a Friedrich Schiller. Soñaba ya con una vida en lugares lejanos y todo estaba preparado para una carrera en el Ministerio de Minas cuando su madre murió dejando a los dos hermanos una generosa herencia. Aunque su madre se mostraba muy fría emocionalmente, le proporcionó una sucesión de magníficos profesores.

Se vio por tanto encantado de escapar del corsé intelectual prusiano y se sintió absolutamente liberado al ir a América Latina porque estaba convencido de que los científicos tenían que dejar sus laboratorios y salir al exterior, a la naturaleza, para comprenderla. La autora cree que probablemente era gay, y que los viajes a los territorios salvajes de América Latina, que le harían famoso, le permitían ser quien era sin que nadie le controlara. Durante una gran parte de su vida, contó con una serie de científicos más jóvenes con los que viajaba o trabajaba y que sentían una total devoción por él. “No tengo muchas necesidades sexuales", bromeaba. En su lugar, escalaba montañas, cruzando los Andes una y otra vez -más de 4.000 kilómetros de uno de los entornos más hostiles que fuera posible imaginar-. En el momento en el que escaló el Chimborazo, en Ecuador, Humboldt era ya uno de los montañeros más experimentados del mundo, un hombre que invertía una gran cantidad de tiempo en preparar sus expediciones, ya que siempre deseaba comprar el mejor instrumental que pudiera encontrar. Cuando cruzó los Andes, llevaba 42 aparatos, que tuvo que arrastrar por las montañas y bajar por el Orinoco.

Poco más de un siglo antes de que Humboldt emprendiera su épico viaje a América Latina con su amigo francés, el joven científico Aimé Bonplan -a quien, en un episodio típico de él, había encontrado cuando coincidieron en el vestíbulo de la casa en la que ambos estaban alojados en París-, René Descartes había decretado que los humanos eran "los dueños y señores de la naturaleza". El siglo XVIII estuvo dominado por las ideas de la perfectibilidad de la naturaleza, la mejoría era el mantra. Humboldt, sin embargo, iba a dar un giro a esta lógica en su cabeza y a advertir de que la humanidad necesitaba entender cómo funcionaban las fuerzas de la naturaleza, como esos diferentes hilos estaban todos conectados y cómo los humanos no podían simplemente cambiar el mundo natural siguiendo su propia voluntad y para su propio beneficio. La humanidad, advirtió, tenía el poder de destruir el medio ambiente y las consecuencias serían catastróficas. Esta visión holística y multidisciplinar pasó a dominar su pensamiento, y es esta combinación de su curiosidad científica, su labor de recogida de, literalmente, miles de muestras de plantas durante todos sus viajes, y su respuesta emocional a la naturaleza lo que le convierte de una manera tan total en un hombre del siglo XXI.

Cuando viajaba estaba continuamente midiendo, haciendo experimentos -a riesgo de su propia vida, como con las anguilas eléctricas en Venezuela- detallando lo dañina que es la actividad humana para el clima, describiendo los devastadores efectos medioambientales de los monocultivos, el riego y la deforestación e inventando isotermas con un curiosidad voraz y el deseo de experimentarlo todo por sí mismo. Humboldt y su compañero corrían de un lado a otro “como locos” en América del Sur, describiendo palmeras con flores rojas, flamencos rosas, cangrejos azules y amarillos y toda una lista sin fin. No resulta muy sorprendente que se haya bautizado con su nombre a ciudades y ríos, así como a cadenas montañosas, bahías, cataratas, 300 plantas y más de 100 animales. Charles Darwin, que se sintió profundamente inspirado por Humboldt, le llamó el "más grande científico viajero que haya existido jamás”. Un título que merecía por completo.

La autora explica, en una prosa magníficamente clara, que los verdaderos logros de Humboldt no recaen tanto en sus descubrimientos geográficos como en las nuevas percepciones que suscitó su viaje a América Latina. Él fue el "primero en explicar las funciones fundamentales que los bosques desempeñan en el ecosistema y el clima: la capacidad de los árboles para almacenar agua y para enriquecer la atmósfera con humedad, su protección del suelo y su efecto refrescante”. Fue el primero en comprender que todo estaba entrelazado como con un millar de hilos. Esta nueva idea de la naturaleza resultaba aún más extraordinaria por haber sido desarrollada en un momento en el que la tecnología se mostraba triunfante, el transporte estaba sufriendo una revolución, el tiempo se encogía y Occidente colonizaba arrogantemente el mundo.

De creencias republicanas desde siempre, Humboldt argumentaba que era la "barbarie europea" la que había creado este mundo injusto. Incluso Albert Gallatin, que fue secretario del Tesoro de Estados Unidos, se sintió tan inspirado por el entusiasmo de Humboldt hacia los pueblos indígenas que se vio impulsado a volcarse en el estudio de los nativos de Estados Unidos y es considerado el fundador de la etnología americana.

Su descripción de cómo escaló el monte Chimborazo en Ecuador es la materia de la que están hechas las leyendas. Después creó una compleja sección transversal del volcán, describiendo con todo detalle los estratos de su vida vegetal, relacionándolo con otras montañas, estratificando fenómenos como las especies animales y la gravedad, la composición química del aire y el azul del cielo. Esta visión de un todo intrincado y sin dios reeducaría a su época y a generaciones venideras. No es de extrañar que fuera recibido con honores por el presidente Jefferson cuando emprendió su viaje de regreso a Europa, donde fue tratado como una celebridad. A pesar de que no se sentía cómodo en el más opresivo Berlín de sus orígenes, recibió el apoyo económico de sucesivos reyes.

Humboldt compartía con Darwin la "rara habilidad de centrarse en los detalles… y después retroceder y retirarse para examinar los patrones globales y comparativos. Esta flexibilidad de perspectiva les permitía a ambos comprender el mundo de una manera totalmente nueva. Era telescópica y microscópica, ampliamente panorámica y focalizada a niveles celulares, y se movía en el tiempo desde el distante pasado geológico al futuro económico de las poblaciones indígenas".

Humboldt no logró cumplir uno de sus grandes sueños: explorar el Himalaya. La Compañía de las Indias Orientales no estaba dispuesta a dar permiso para viajar a la India a un hombre cuyos feroces ataques al colonialismo español no habían pasado desapercibidos en Inglaterra -los “hindúes”, acusó, "llevan mucho tiempo gimiendo bajo el despotismo civil y militar"- por muy bien relacionado que pudiese estar entre la alta sociedad de Londres. Pero, en la última etapa de su vida, sí pudo viajar a Siberia, bajo invitación y con gastos pagados por el zar.

No resulta muy sorprendente que cuando este genio hablaba, las ideas y las palabras brotaran de sus labios a tal velocidad que quienes asistían a sus conferencias o le conocían en fiestas privadas en ocasiones perdían el hilo de lo que iba diciendo. No era bueno escuchando, excepto cuando estaba con sus colegas científicos, que le idolatraban. Sus conversaciones eran rutilantes corrientes de conocimiento y solo en su vejez sus interminables monólogos comenzaron crispar los nervios de sus oyentes.

Andrea Wulf describe muy bien la segunda vida de la que han disfrutado sus ideas. Tiene razón al afirmar que los ecologistas de hoy son humboldtianos de corazón. El enfoque interdisciplinar de este gran hombre es más relevante que nunca en un momento en el que intentamos comprender el inmenso desafío que supone captar las consecuencias del cambio global. Publicado solo unas pocas semanas antes de una gran conferencia dedicada al cambio climático en París, este libro resulta imprescindible. Se lee como un thriller y la historia de este exuberante aristócrata prusiano enormemente encantador y enormemente reservado merece volver a ser contada porque el movimiento por el medio ambiente todavía carece de una base histórica y filosófica sobre la que construir.