Un manifestante tunecino con la bandera de Al Qaeda (Fethi Belaid/AFP/GettyImages)
Un manifestante tunecino con la bandera de Al Qaeda (Fethi Belaid/AFP/GettyImages)

Los tentáculos del Estado Islámico llegan al Norte de África, pero las políticas miopes y la mano dura empleadas por los países de la región para combatir a los extremistas no hacen sino fomentar la radicalización.

Al tiempo que emerge en el este del Mediterráneo, el Estado Islámico ya ha alcanzado irremediablemente el Norte de África. Varios grupos terroristas han estado pululando por la región desde hace unos años y algunos han declarado su lealtad a Abou Bakr al Baghdadi, siendo el más importante entre ellos el de los "Soldados del califa de Argelia", una escisión de AQMI (Al Qaeda en el Magreb Islámico) liderada ahora por Abdel Malek el Guri. El caos reinante en esta volátil región debido a su presencia en Libia y los países del Sahel se ve además potenciado por la inundación del armamento conseguido por los distintos grupos extremistas. Los partidarios del Estado Islámico en el Norte de África podrían apoderarse de numerosas armas para llevar a cabo ataques terroristas en la región. Ya han ejecutado a un ciudadano francés en Argelia. Un comprensible sentimiento de inseguridad se ha apoderado de algunos de estos países, puesto que alrededor de 8.000 ciudadanos del Magreb se han desplazado a Siria e Irak para combatir junto a los grupos terroristas. Estas cifras, llamativamente altas, dan claro testimonio del afianzamiento del extremismo islamista en la región. El regreso de estos combatientes a sus países de origen y la presencia de células terroristas clandestinas durmientes vinculadas al Estado Islámico representan una amenaza a la seguridad nacional de los Estados del Norte de África.

Hasta el momento, la represión ha sido la única estrategia empleada por los regímenes autoritarios de la región para doblegar al extremismo. Estos gobiernos prefieren la difamación, el maltrato, la marginación o la prohibición de los partidos islamistas en sus países, a la opción de trabajar para conseguir un diálogo político significativo con las facciones extremistas dentro de sus fronteras. Los intereses particulares de estos Estados crean un círculo vicioso en el que las propias estrategias antiterroristas sustentan el terrorismo, que resurge de manera regular, en vez de acabar con él. Sin embargo, una vez más, los gobiernos del Norte de África recurren a los mismos viejos métodos probadamente improductivos para frenar el extremismo: aumentar su gasto militar y reforzar sus leyes de seguridad. De hecho, Marruecos adoptó una nueva legislación antiterrorista e introdujo penas aún más severas (hasta 15 años de prisión) como castigo a los terroristas y sus reclutadores. Los servicios secretos marroquíes han desmantelado más de 18 células yihadistas entre 2011 y 2013.

Túnez,un país donde todavía hay una tenue luz de esperanza para una posible transición democrática exitosa, ha sido el escenario de muchos casos de abusos policiales contra las libertades civiles.Las fuerzas de seguridad ahora se aprovechan de la amenaza del terrorismo para actuar con total impunidad. Ponen así en peligro los avances que el país está llevando a cabo en favor de la democracia y los derechos humanos, lo que, en última instancia, conduce al resurgimiento de un Estado policial.

Mientras tanto, en Egipto, el presidente Abdel Fatah al Sisi planeó un sangriento ataque contra los islamistas que condujo a la muerte de más de 1.000 personas y el encarcelamiento de alrededor de 20.000.

Sin embargo, cualquier ley antiterrorista que implique el quebrantamiento de los derechos humanos y el imperio de la ley solo servirá para avivar el extremismo violento. Las consecuencias de tales acciones conducen a fomentar los puntos de vista extremistas de los presuntos terroristas. Muchos de los que han sido detenidos reanudan sus actividades inmediatamente después de salir de prisión. Y es que, por desgracia, esto es un déjà vu en la región.

Cambiar las leyes para combatir a los grupos radicales podría ser una parte de la solución, pero es necesario implementar otras medidas complementarias. Hay una necesidad crucial de conseguir un enfoque basado en el diálogo y de realizar acciones preventivas que aborden la radicalización de la juventud. Los remedios miopes y cosméticos contra el extremismo religioso están condenados a perpetuar el mismo problema si no se llega a sus raíces. El analfabetismo rampante, la pobreza, las desigualdades y el desempleo son el caldo de cultivo de la radicalización. En países donde la mayor parte de la población son jóvenes, buscar soluciones para mejorar el mal funcionamiento de la economía es necesario: una justicia social más equitativa, una mayor obligación de rendir cuentas por parte de los políticos y una menor represión serían opciones realmente viables para eludir el terrorismo. De hecho, es el vacío que ha dejado la inadecuada aplicación por parte de los gobiernos de estas medidas –que no cubren estas necesidades– lo que fomenta el surgimiento de grupos religiosos conservadores. Al arrinconar a estas facciones de sus sociedades, los mandatarios están, en realidad, dándoles demasiada libertad de acción.

Hay una razón por la que estos regímenes son todavía reacios a hacer frente al terrorismo en su origen, y es que esta vía estaría supeditada a su capacidad para otorgar algunas concesiones para las que no están preparados. No obstante, seguirán pagando un alto precio por ello. Además, el aumento del terrorismo en la zona también está permitiendo convenientemente que los gobiernos del Norte de África consoliden su poder, ya que lo fundamental para estos regímenes es garantizar su supervivencia en tiempos en que su popularidad se tambalea. La amenaza terrorista que se cierne insta a las poblaciones a exigir Estados más fuertes, lo que permite a estos regímenes recuperar energías, y tal vez conduce a un statu quo parecido al que precedió a la primavera árabe. No hace falta decir que el comportamiento paternalista de estos gobiernos va de la mano de la erosión gradual de las libertades civiles de la población, generando, en última instancia, insatisfacción y radicalización. Unas respuestas más adecuadas a largo plazo para evitar caer una vez más en el mismo círculo vicioso serían vitales.