Dos tipos de leyes para dos pueblos o dos grupos étnicos que viven en la misma tierra.

 

 

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Es esencial que logremos conocer y comprender mejor el sistema de esclavitud creado por Israel en Palestina.

La historia moderna no ofrece ningún caso equivalente, tan dañino y represivo como este sistema de apartheid racista. A lo largo de siete decenios, la política oficial israelí se ha construido sobre los resultados acumulados de tres procesos. El primero fue la limpieza étnica del pueblo palestino, que alcanzó su punto más alto en 1948. El segundo fue la ocupación extranjera más larga de la historia, a punto de cumplir 46 años. El tercero es un sistema de apartheid más brutal que el que existió en Sudáfrica, cosa de la que dan fe los activistas sudafricanos que han visitado Cisjordania, como Desmond Tutu.

No solo Israel ha creado un número de refugiados palestinos que asciende ya a seis millones y a los que se les niega el derecho de retorno, sino que, desde 1948, se ha esforzado por privar de sus tierras a los palestinos que se quedaron en lo que ahora se llama Israel y por convertirlos en una mano de obra barata que estuvo bajo el control militar hasta 1966. Después de la guerra de 1967, el Ejército israelí trasladó su presencia a Cisjordania, Gaza y Jerusalén, donde las autoridades militares pusieron en marcha una campaña para robar sus tierras a los palestinos, expropiar los recursos naturales y arrebatar al pueblo ocupado los medios esenciales de subsistencia.
En la actualidad, Israel controla el 90% del agua en Cisjordania. Permite que los asentamientos ilegales consuman 2.400 metros cúbicos de agua por persona y año, frente a menos de 50 metros cúbicos por persona y año para los palestinos. En otras palabras, en Cisjordania, los colonos israelíes tienen derecho a 48 veces más agua que los palestinos.

Además, Israel obliga a los palestinos a pagar el doble que a los ciudadanos israelíes por el agua y la electricidad que consumen.

Tengamos en cuenta, también, que la renta per cápita en Israel es de 32.000 dólares (24.000 euros aproximadamente), frente a menos de 1.500 dólares para los palestinos. A pesar de ello, gracias a los Acuerdos de Oslo, el Protocolo de París sobre relaciones económicas y el sistema unificado de aduanas, un palestino se ve forzado a pagar por los artículos que compra el mismo precio que un israelí que gana de media 20 veces más que él.

Ni siquiera en los peores momentos de las leyes de segregación racial de Jim Crow en Estados Unidos o el apartheid en Sudáfrica existió algo similar al sistema de carreteras implantado por Israel en Cisjordania, que reserva muchas de las principales vías para uso exclusivo de los israelíes. Los palestinos tienen que utilizar las carreteras secundarias, más largas y en peor estado, mientras que los israelíes corren a sus destinos por las autopistas llanas y bien asfaltadas concebidas para ellos. Además, la vía de Wadi al Nar, que está pensada para los palestinos y que, recientemente, se reasfaltó gracias a la ayuda de la Agencia de EE UU para el Desarrollo Internacional (USAID), padece un atasco crónico debido al control que tienen que atravesar todos los palestinos que se dirigen desde el norte y el centro de Cisjordania hacia el sur, y que el Ejército israelí puede cerrar a su antojo si las autoridades consideran conveniente cortar Cisjordania en dos.

La situación es aún peor para los habitantes de Gaza, que llevan seis años siendo objeto de una inhumana campaña de castigo colectivo. En la Franja, los recursos hídricos están agotándose, están cada vez más contaminados y son, por lo tanto, cada vez menos adecuados para el consumo humano, y los largos y frecuentes cortes de luz agravan los peligros para la salud y aumentan las tensiones causadas por la escasez de medios básicos de subsistencia.

Ahora bien, quizá uno de los ejemplos más significativos del apartheid israelí sea el de Qalquiliya. Esta ciudad de 45.000 habitantes está rodeada por un muro que tiene el doble de la altura que tuvo el Muro de Berlín. Tiene una sola entrada de ocho metros de ancho, controlada por un puesto de vigilancia israelí, que el Ejército puede cerrar igual que un director de una cárcel cierra las puertas con los presos dentro. Y no es la única ciudad palestina convertida en una prisión; existen docenas de capitales y pueblos como ella.

La situación en Susiya, un pueblo en la zona de Yata, en la parte sur de Cisjordania, se ha vuelto especialmente terrible. A los residentes, como los habitantes de otros siete pueblos cercanos, les acaban de informar de que sus hogares, su escuela primaria y su clínica, cuyo funcionamiento corre a cargo del organismo de Auxilio Médico Palestino, han sido designados para su demolición, y ellos ya no tienen derecho a permanecer en esta tierra porque el Ejército israelí tiene previsto emplearla como campo de entrenamiento militar.

Antes de esto, la vida en el pueblo no era fácil. Un lado limita con una carretera solo para israelíes, y, debido a que también hay otras vías prohibidas, los estudiantes tienen que andar durante seis kilómetros por caminos polvorientos, que se convierten en barrizales en invierno, para llegar a su centro de estudios. El pueblo está atravesado por un enorme conducto que transporta agua potable de Cisjordania a un asentamiento israelí ilegal construido en tierras que antes pertenecían al municipio. Los habitantes tienen que comprar su agua en camiones cisterna, a un precio de 27 shekels (cerca de seis euros) por litro, mientras que los colonos solo pagan cinco shekels el litro por un agua que llega por cañerías hasta sus casas.

No hace falta que diga cuántos habitantes de Susiya han sido detenidos o atacados porque han tenido la audacia de querer permanecer en sus hogares.

El apartheid es un sistema que ofrece dos tipos de leyes para dos pueblos o dos grupos étnicos que viven en la misma tierra. El apartheid israelí prohíbe que un palestino de Jerusalén viva con su esposa y su familia porque son de Ramala, a 16 kilómetros de distancia. Ella no tiene derecho a ir a Jerusalén para estar con él y si él se mudara a Ramala perdería sus derechos de ciudadanía y, por lo tanto, no solo el derecho a tener un seguro médico, sino también a vivir en Jerusalén, su ciudad natal. En cambio, de acuerdo con las leyes israelíes, un judío de cualquier parte del mundo tiene derecho a obtener la nacionalidad israelí en cuanto pone un pie en el Aeropuerto de Lod (Tel Aviv) y a vivir donde desee, ya sea en Israel o en las zonas ocupadas de Jerusalén y Cisjordania, que es hacia donde las autoridades suelen disuadirle mediante subvenciones y otras facilidades destinadas a animar a que los colonos se establezcan en tierras expropiadas a los palestinos.

La desgracia es que los palestinos han terminado pagando los costes de la ocupación y las injusticias sistemáticas debidas al apartheid, a través de tasas e impuestos que las autoridades israelíes pueden subir como les parece.

Está claro que el Gobierno israelí ha tomado una decisión. Ha dado al traste con la solución de los dos Estados y ha optado por un amplio sistema de apartheid. Y en el proceso, ha reducido la idea de un Estado palestino a una absurda entidad autónoma entre cuyas obligaciones está encargarse de garantizar la seguridad en los territorios ocupados, unos cantones y bantustanes aislados y separados del 60% de Cisjordania, que, a su vez, está separada de Jerusalén y de Gaza.

Ha llegado la hora de abandonar las ilusiones pasadas, reconocer que Oslo y sus protocolos han fracasado y decidir que el brutal sistema de apartheid no puede continuar. Como dijo el filósofo estadounidense, Henry Thoreau: “La revuelta contra la tiranía es la base de la libertad”.

Los palestinos no serán libres ni tendrán prosperidad económica hasta que se rebelen contra el sistema del apartheid israelí.

 

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