Una mujer iraní pasea por las calles de Teherán. (Atta Kenare/AFP/Getty Images)
Una mujer iraní pasea por las calles de Teherán. (Atta Kenare/AFP/Getty Images)

Los sempiternos enemigos de Oriente Medio comparten virtudes y defectos que les convierten en teocracias igual de reprobables para quienes defienden sociedades de derechos, pero a las que durante años no se ha tratado igual.

La historia de Oriente Medio cambió en 1979. En el invierno de aquel crucial año, el último sha de Persia, Mohamad Reza Pahlevi, abandonó furtivamente Irán, derrotado y acompañado por un puñado de fieles, y aterrizó el exiliado Ruholá Jomeiní, recibido en el aeropuerto de Mehrabab en loor de multitudes. El alzamiento de toda una sociedad hastiada, tanto laica como religiosa, contra un rey corrupto y narcisista había triunfado y en el júbilo de la huída pocos atisbaban la zaína sombra que enseguida se prolongaría sobre sus ilusiones y vidas. Más audaz y con una estrategia definida, el ladino ayatolá se apropió de la revolución y con ayuda de sus milicias, más determinadas y mejor armadas, estableció una teocracia basada en una interpretación interesada y herética del islam. Había nacido la República Islámica de Irán, primer –y hasta la fecha único- estado chií de la historia contemporánea. “Nos engañaron”, acostumbraba a lamentarse Hamid, un taxista con el que solía trabajar en Teherán. “Nos engañaron y nos hundieron. Nos convirtieron en parias encarcelados”, insistía cuando pasábamos frente a la sede de la antigua Embajada de Estados Unidos. El 4 de noviembre de 1979, un grupo de futuros basij asaltó la legación diplomática en la capital y mantuvo retenidas a 52 personas durante 444 días con el expreso beneplácito de Jomeiní, quien vinculó el allanamiento con la lucha de los pueblos oprimidos frente al imperialismo. Washington había perdido definitivamente a su principal aliado musulmán en Oriente Medio, ese que durante cuatro décadas había salvaguardado sus intereses petroleros y políticos en la región, e incluso protegido los de su principal socio, Israel.

Apenas tres semanas después, el 29 de noviembre de 1979, un segundo suceso –que ha pasado quizá más desapercibido- contribuyó al diseño definitivo del Oriente Medio que hemos conocido –y padecido- en este agitado tránsito entre centurias. Secundado por cerca de 400 hombres armados, el mesiánico Juhaiman al Otaibi penetró en la Gran Mezquita de La Meca, corazón del islam, y retó a la familia real saudí, a la que acusó de inmoral, corrupta y hereje. El resultado fue una de las batallas más impactantes de la historia del islam actual. Pese a la inviolabilidad que El Corán concede a los recintos sagrados, tropas de asalto saudíes –apoyadas por fuerzas de elite francesas y comandos pakistaníes- penetraron a sangre y fuego en los blancos patios que circunvalan la venerada Kaaba. Sobre el frío mármol quedaron cerca de 250 cadáveres –periodistas como Yaroslav Trofimov elevan la cifra a un millar-, entre ellos el de Mohamad Abdula al Qahtani, al que los rebeldes puritanistas consideraban el mesías (Mahdi). Al Otaibi fue ejecutado junto a 67 compañeros y el rey Jaled, aconsejado por el influyente Muftí de la ciudad sagrada –el jeque Bin Baz-, tomaría una decisión que marcaría el destino del reino y del mundo: ayudado por la CIA y los servicios secretos de Pakistán autorizaría la creación de un diabólico corredor para expulsar a aquellos radicales que retaban su autocracia y osaban contestar la supremacía que la casa de Al Saud se había arrogado sobre el islam suní. Había nacido “el puente de los muyahidin” –uno de los orígenes del yihadismo que hoy amenaza al mundo-, un pasillo hacia Afganistán vía Islamabad que contribuiría a estrechar aún más una vieja amistad: la que todavía une al país que se jacta de venerar la democracia –necesitado entonces de un nuevo guardián islámico en la región- y a una dictadura cruel, anacrónica e inmovilista, anclada en el ayer.

Desde entonces, la pugna entre las dos teocracias que reclaman el liderazgo del islam ha definido la historia de Oriente Medio. Un enfrentamiento eminentemente político cuyas raíces religiosas han sido manipuladas por todas las partes implicadas –incluida la comunidad internacional- hasta presentarlo como un mero conflicto entre las dos principales ramas del islam y ocultar así, bajo este manto, lo que realmente representa: la lucha por el dominio y los recursos regionales. Durante las últimas cuatro décadas, Arabia Saudí ha sido el amigo de Occidente e Irán el enemigo más peligroso y enconado. A este último Estado se le ha criticado todo: incluido en el eje del mal, se le ha acusado de fomentar el terrorismo internacional y violar sistemáticamente los derechos humanos. Y se le ha intentado quebrar con pétreo embargo mundial. Sobre Arabia Saudí ha reinado siempre el silencio cómplice, aunque organizaciones yihadistas como Al Qaeda hayan salido de sus entrañas y reciban financiación de asociaciones caritativas wahabíes vinculadas al régimen saudí. Pese a que el reino viole con la misma contumacia y brutalidad los derechos humanos. Y es que más allá del combate crematístico y geoestratégico, ambos púgiles comparten virtudes y defectos que les convierten en teocracias igual de reprobables para quienes defienden sociedades de derechos.

 

Ricos en energía

Bendecidos por la geografía prehistórica, Irán y Arabia Saudí son dos de los mayores productores de petróleo y gas del mundo. Según datos de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), uno de los escasos foros en los que comparten silla con regularidad, el reino wahabí es el principal exportador de crudo del mundo y compite con Venezuela por el primer puesto en reservas probadas de crudo convencional, con cerca del 18% del oro negro de esta naturaleza descubierto en el planeta. Dueño de una industria moderna y vibrante –que supone el 50% de su PIB- es también el principal productor del mundo: el pasado mayo elevó su capacidad hasta los 10,2 millones de barriles diarios, una cifra récord con la que busca atajar la abrupta caída que han experimentado los precios en los últimos meses, arrastrados por la desaceleración china, la autosuficiencia energética de Estados Unidos y la reticencia de los fondos de inversión de riesgo, que buscan otras carteras. Un agudo descenso que amenaza, a medio plazo, la vulnerable economía de un reino con escasos recursos naturales –existen también explotaciones de oro, hierro y cobre-, industria endeble y una población opulenta, acostumbrada a la vida muelle y a la tutela del Estado, que en tres décadas casi se ha triplicado (28 millones de habitantes frente a los 10 millones que había en el albor de la pasada década de los 80). Consciente de esta situación, el reino ha comenzado una tenue reforma que le permita atajar el descontento popular y los graves problemas de desigualdad que se avizoran en una sociedad que bajo el oropel de sus quince mil despilfarradores príncipes y princesas esconde amplias bolsas de pobreza y palmarias injusticias sociales.

Irán también flota en petróleo. Sin embargo su producción –cerca de 3,2 millones de barriles día- y sus reservas –157.500 millones frente a los 266.500 millones saudíes- distan mucho de las de su antagonista. La razón es esencialmente política: los treinta años de embargo internacional al que las potencias mundiales han sometido al régimen de los ayatolá ha hundido su sector petrolero, oneroso y obsoleto. La escasa inversión y las dificultades de acceso al mercado de I+D y a las redes comerciales de repuestos han multiplicado los costes de extracción –afectando incluso a las reservas de agua subterránea- y complicado las labores de búsqueda de nuevos yacimientos en un país que debe alimentar a 80 millones de personas. Irán se disputa con Rusia, no obstante, el liderazgo mundial en reservas probadas de gas. Los expertos creen que el yacimiento “Pars”, hallado bajo el lecho marino y compartido con Qatar, supone el 36% de las reservas probadas de gas en poder de Teherán, y el 5,6% de las reservas probadas totales de gas que existen en el planeta. Una riqueza que puede convertir a la República Islámica en uno de los países más ricos del mundo. Y en uno de los mercados más atractivos.

 

Midiendo sus Ejércitos

La balanza militar es igualmente favorable al reino wahabí. De acuerdo con diferentes revistas especializadas en Defensa, Irán tiene el 22 Ejército más poderoso del orbe, ligeramente por delante de su rival. Cuenta con unos 2.500 tanques y carros de combate; unos 500 aviones de combate y 31 submarinos. Además de su mayor poderío marítimo, tiene una capacidad de movilización tres veces superior a la de su enemigo. Al contrario que Arabia Saudí, la mayor parte de ese material de guerra es de fabricación propia. Cuando en 1980 la Casa Blanca impuso un embargo de armas a la recién estrenada teocracia persa, Jomeiní respondió con una apuesta por la industria militar nacional. Al frente de la misma colocó a quien después sería el presidente de la República y sucesor: el actual líder supremo Alí Jameneí. El ayatolá aprovechó los ocho años de guerra con Irak (1980-1988) para comprar material ruso y copiar los modelos estadounidenses que durante un tiempo recibió el después defenestrado Sadam Husein. Una vez al frente del régimen, en 1989, favoreció la expansión y la fuerza de la Guardia Revolucionaria, cuerpo de élite a su servicio que ha sustituido al Ejército en la cúpula del poder. Es ella la que acumula las mejores armas y dirige las principales operaciones y la que posee la más poderosa de las amenazas: el conocimiento científico para construir una bomba atómica. Desde hace años, desarrolla también un aterrador programa balístico, oculto en el programa civil de desarrollo espacial. Su objetivo, afinar la precisión de sus misiles de corto y medio alcance –capaces de impactar en Israel-, y ensamblar cabezas nucleares.

Arabia Saudí es, por su parte, el cuarto país del mundo en gasto militar, solo por detrás de potencias como Estados Unidos, China y Rusia, y por delante de otras como Francia, Reino Unido y Japón. En sus hangares hay unos 320 aviones de combate, desde F-15 estadounidenses a Eurofighter Thyfoon de la OTAN, y en su cuarteles cerca de 1.300 tanques y blindados ligeros. Además de helicópteros artillados clase “Cobra” y un escudo con baterías antiaéreas “Patriot”, “Shahin”, “Hawk” y “Crotale”. Sus 67.000 millones de euros en gastos de defensa son, junto al petróleo, la otra gran razón de sus excelentes relaciones con Occidente. Las empresas armamentísticas mundiales ponen sus alfombras rojas más mullidas a los pies de la monarquía saudí. Especialmente las estadounidenses, pero también francesas, españolas o británicas, que desde hace años luchan a brazo partido por los jugosos contratos militares. En Arabia Saudí existe, además, presencia militar extranjera. Llegada a la tierra del islam durante la guerra del Golfo de 1991, es una de las causas del brote del yihadismo en la propia Península.

 

¿Y las diferencias políticas?

Aislada por Estados Unidos, la República Islámica de Irán centró su política internacional en la defensa de causas adscritas al Movimiento de los Países No Alineados, como la lucha palestina, obviada en tiempos de la satrapía del sha. En 1987, exhausta por la cruenta y larga guerra con Irak y derrotada su milicia afín en Líbano (Hezbulá), Teherán optó por estrechar su relación de conveniencia con el régimen sirio de Hafez al Assad y construir un eje transversal chií cuyo colofón fue la creación, dos años después, del movimiento de Resistencia palestino Hamás, pese a su esencia suní. Una política que también buscó ofrecer apoyo –con mayor o menor éxito- a otras comunidades chiíes, rama que supone en torno a un 20% de los musulmanes que existen en el mundo y que se concentra en países de la Península Arábiga como la propia Arabia Saudí, Bahréin, Kuwait y Yemen, y vecinos como Pakistán. La Casa de Saud, por su parte, se sumó a los políticas imperialistas de Washington en la región. Aliada a Egipto –el otro gran socio árabe de Estados Unidos- se ha enfrentado de manera sistemática al bloque liderado por Siria en el seno de la Liga Árabe, y en el que también participaban países como Líbano o Yemen. Asimismo se alineó en el frente dirigido por Israel contra el desarrollo nuclear iraní. Según la teoría egipcio-saudí, la adquisición por parte de Teherán de tecnología bélica atómica dispararía una carrera en todo Oriente Medio.

La última gran diferencia reposa en la forma en la que ambos países han reaccionado a las ahora fracasadas Primaveras Árabes. Mientras que el régimen de los ayatolá las aplaudió enseguida por puro interés geoestratégico, Riad reprimió con extrema contundencia su propio brote y ahora lidera la contrarrevolución respaldando nuevas dictaduras –como la de Al Sisi en Egipto-, y a todo movimiento o gobierno contrarios al islam político, como ocurre en la actualidad en Libia. Su obsesión porque el brazo sirio de los Hermanos Musulmanes no triunfara en el seno de la oposición a Bachar al Assad es uno de los factores por la que se prolonga la guerra civil en este país. Solo un enemigo les une, aunque por razones bien distintas: la aparición del Estado Islámico. A Irán por la amenaza que supone para el Gobierno títere que maneja en Bagdad. A Arabia Saudí porque el califa reclama el liderazgo de la comunidad suní mundial, frente a “la corrupción que representa la Casa de Saud”.

 

Derechos humanos, mujeres y minorías

En lo que ambos Estados son iguales es en su decidida y reincidente violación de los derechos humanos. Irán y Arabia Saudí restringen con el mismo ardor la libertad de expresión, de reunión o de asociación. Decenas de periodistas y activistas pueblan sus cárceles, cerradas al escrutinio de las organizaciones internacionales. En temas de justicia, la diferencia doctrinal entre chiíes y suníes se disipa: en ambos países se realizan juicios sin garantías y se aceptan confesiones arrancadas bajo tortura. La crítica al régimen se equipara penalmente con el terrorismo. Delitos como el asesinato, el robo a mano armada, la violación, la apostasía o el adulterio son penadas con la muerte. Aunque no existen cifras exactas, se calcula que tanto Irán como Arabia Saudí están entre los siete países del mundo que más penas capitales ejecutan en el mundo. Los ajusticiamientos se suelen hacer en público, al igual que las amputaciones de miembros o castigos medievales como la flagelación. Consumir alcohol en Irán o Arabia Saudí conlleva pena de latigazos. En el reino saudí, uno de los más proxelitistas del mundo, no hay libertad religiosa. No se puede, por ejemplo, practicar el cristianismo y la bandera de Suiza, con su cruz en el medio, no está autorizada a flamear. Sin embargo, las mezquitas wahabíes y salafistas proliferan por el mundo, financiadas con dinero procedente del reino: desde Túnez a Marruecos, Francia, España y el propio Reino Unido, sin apenas restricción. De algunas de ellas han salido yihadistas que han atentado en Europa y Estados Unidos, y voluntarios que se suman al combate del Estado Islámico.

En Irán, los judíos tienen representación en el Parlamento y religiones como los antiguos zoroastras conservan sus tradiciones y lugares de culto. Aunque ambos son una teocracia dictatorial, el sistema político es diferente: en Irán, un consejo de sabios elige al líder supremo; el presidente es designado en las urnas, cada cuatro años, al igual que el Parlamento y los alcaldes. Y el sufragio es universal: las mujeres tienen derecho de voto. En Arabia Saudí, el rey elige a su sucesor previa consulta a un gabinete formado por representantes de las principales ramas familiares. El monarca reparte después las carteras entre sus familiares y escucha los consejos no vinculantes de un consejo de asesores elegido a dedo. Solo hay elecciones municipales y hasta la fecha, la mujer carece de derecho a sufragio.

En Arabia Saudí las mujeres tampoco pueden conducir; tienen prohibido salir de casa solas, sin compañía de un varón, y viajar sin autorización previa de su padre, tutor o marido. Se practica la segregación por sexo en las aulas y en los lugares de trabajo. Incluido el propio Consejo que asesora al rey. Policía moral vigila que hombres y mujeres no unidos por lazos familiares interactúen en espacios públicos. En Irán, la marginación de la mujer es similar. Al igual que en Arabia Saudí, están obligadas a cubrirse el cuerpo de la cabeza a los pies, con túnicas y velos, incluidas las extranjeras. Sin embargo, pueden conducir, salir solas, viajar sin permiso expreso e incluso trabajar en espacios compartidos con los hombres. La policía moral también vigila los espacios públicos y la libertad, en su conjunto, es también una quimera. Unas condiciones que hacen que ambos Estados compartan una última característica: los dos se sitúan a igual distancia, en años luz, de las sociedades de derechos.