Mientras que el Gobierno armenio zanja las protestas de los seguidores de la oposición, que califican las recientes elecciones presidenciales de fraude, declarando el estado de excepción, la UE sigue apostando más por una frágil estabilidad que por una defensa real de la democracia.

Desde el día después de las elecciones presidenciales, celebradas el 19 de febrero, multitudinarias manifestaciones de partidarios del principal opositor y ex presidente del Gobierno armenio tras la caída de la Unión Soviética, Ter Petrosian, se concentraron en el centro de Everán, la capital del país, apelando a la repetición de unas presidenciales que calificaron como fraudulentas. El Gobierno armenio, aún presidido por Robert Kocharian -que previsiblemente intercambiará puestos con Serge Sarkisián, al pertenecer ambos al Partido Republicano, con mayoría simple en el parlamento- comenzó poco después a arrestar a funcionarios públicos y líderes políticos que protestaban en contra del Ejecutivo. El 1 de marzo estas concentraciones acabaron en drama, después de que ocho personas (siete civiles y un militar, según datos oficiales) murieran en enfrentamientos entre manifestantes y las fuerzas de seguridad armenias. Kocharian declaró el estado de excepción hasta el 21 de marzo y puso bajo arresto domiciliario a Ter Petrosian. Ahora reina en la capital una tensa calma.

 

KAREN MINASYAN/AFP/Getty Images

A las calles: el líder opositor, Levon Ter Petrosian, y sus seguidores se manifiestan en la capital armenia.

 

La diferencia de votos entre el candidato gubernamental, Serge Sarkisián, y Levon Ter Petrosian resultó ser enorme y evitó, por tanto, una segunda vuelta, conforme a los resultados oficiales. Sin embargo, el origen de la actual crisis se debe a que tanto durante la campaña electoral como en la jornada de los comicios, fuertes fallas en el sistema hacían dudar de la credibilidad de los resultados.

La comunidad internacional no se pronunció a tiempo con la severidad que las circunstancias hubieran requerido. La OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) legitimó tras las elecciones el transcurso de las mismas, sólo apelando a que aún eran necesarias algunas mejoras. Tras los altercados, sin embargo, el día 2 de marzo, la presidencia finlandesa de esta organización se vio obligada a mandar a su enviado especial para tratar de mediar en un final dialogado de la crisis. La Unión Europea, finalmente, también envió a su representante especial en el Cáucaso meridional a Everán con el mismo propósito. La estabilidad de la región es vital para la resolución del conflicto congelado de Alto Karabaj (enclave de población mayoritariamente armenia, situado en territorio de Azerbaiyán e independiente de facto desde 1991), cuya resolución abriría las fronteras azeríes y turcas con Armenia, que permanecen cerradas a causa de este contencioso. Esta apertura permitiría una cierta cooperación regional y a su vez convertiría a este Estado en un posible país de tránsito, abaratando el coste del transporte del gas azerí, kazajo y turkmeno hacia Europa. La pregunta es si la resolución de este conflicto antecede la necesidad de democratización real de los países involucrados, o viceversa. Hasta ahora, la UE parece haber estado más preocupada de una estabilidad frágil, que de implicarse más a fondo en una democracia naciente, como es la armenia.

Al final, parece ser que los intereses geoestratégicos en Rusia y en Azerbaiyán suavizan las críticas occidentales a un Gobierno armenio, dependiente de Rusia, que tiene una posición dura, si no intransigente, en el conflicto de Alto Karabaj, y vagamente comprometido en una integración lejana, por no decir inexistente, en la Unión Europea. El apoyo explícito a unas elecciones libres y justas podría cambiar el signo del Ejecutivo en Armenia. La posición más flexible de Ter Petrosian en relación a este enclave implicaría una mayor presión sobre el Gobierno azerí para que aumente su compromiso, que podría resultar negativo a corto plazo para el comercio entre Azerbaiyán y algunos Estados miembros de la Unión Europea y, desde luego, con una Rusia que perdería su feudo en el Cáucaso. Sin embargo, el mayor problema de una geopolítica que sólo retóricamente defiende la democracia es que a menudo no tiene en cuenta las frustraciones y las necesidades reales de la gente, algo que puede derivar en consecuencias contrarias a las pretendidas.