Por qué el cortoplacismo es la mayor amenaza contra la economía mundial.

 

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El mayor problema que amenaza a la economía global no es el cambio climático, ni los desequilibrios comerciales, ni la regulación financiera, ni la eurozona. Es el pensamiento a corto plazo. El planeta sufre desde hace varias décadas una epidemia de miopía que está poniendo en peligro nuestra calidad de vida más que ninguna otra cosa.

Es una epidemia con varias causas, y no todas de ellas son siniestras a primera vista. Parte del problema es la creciente complejidad de la economía mundial. La vida es cada vez más difícil de administrar con la capacidad intelectual a nuestro alcance.

Para comprenderlo, imaginémonos a un maestro de
ajedrez. Quizá puede pensar en unos ocho movimientos por adelantado. Ahora añadan
más casillas al tablero, y tal vez unas cuantas piezas más. ¿Cuántos
movimientos será capaz de planear de antemano? Ocho no, desde luego; quizá ni
siquiera cinco. Pues de la misma forma, como la economía mundial está cada vez
más interconectada, nuestras vidas se están volviendo cada vez más complejas,
llenas de muchas más piezas, y ya no podemos limitarnos a pensar solo en las
más cercanas. Como consecuencia, nos es más difícil hacer planes a largo plazo.
Cada rincón de la economía global es como un tablero de ajedrez con un número
infinito de casillas; existe demasiada incertidumbre.

Los aspectos estructurales de la economía mundial están
agravando el problema. Por ejemplo, la cultura de ingresos trimestrales de los
-mercados financieros -la obsesión por cumplir las expectativas de beneficios
empresariales de los analistas cada tres meses, por muchas acrobacias
financieras que ello implique- debe su existencia, en parte, a unas decisiones
arbitrarias sobre la frecuencia con las que las empresas tienen que informar
sobre sus resultados.  Además, el dinero invertido en campañas políticas
ha permitido que se prolonguen de forma considerable -hasta 22 meses en el caso
de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2008-, mientras que los
ciclos legislativos siguen siendo más o menos los mismos. Por ejemplo, en
Estados Unidos, con solo dos años entre una legislatura y otra, apenas queda
tiempo para prestar atención a nada que no sea la reelección.

Junto a estos obstáculos, existe otro factor verdaderamente
odioso que fomenta el pensamiento a corto plazo: el narcisismo. Este rasgo de
personalidad ha sufrido unos cambios perceptibles. En los sondeos realizados
por psicólogos entre las sucesivas promociones de estudiantes universitarios,
el nivel de narcisismo -muchas veces definido como una falta de empatía- ha ido
aumentando sin cesar desde finales de los 70.
Está claro que el movimiento del “potencial humano” de los 60 se transformó en
la necesidad de realizarse de los 70, el egoísmo de los 80, la autoafirmación
de los 90 y, por último, el ensimismamiento de la era de Internet. Los
narcisistas no solo se identifican menos con los demás en el momento actual;
también sienten menos empatía hacia los demás en el futuro, incluidos ellos
mismos.

Las consecuencias de estos cambios se observan en
todos los ámbitos de la economía global. Las personas no hacen los planes
necesarios para su jubilación; no les preocupa como debiera lo que va a ser de
ellos en el futuro. También están dispuestos a aplazar sus deudas, en
modalidades que van desde las tarjetas de crédito hasta los bonos del tesoro.
Lo que están haciendo es robar a las generaciones futuras para sostener su
forma de vida actual. Sin embargo, a largo plazo, sus acciones pueden tener
efectos catastróficos: una oleada de crisis de la deuda, tal vez, o unos tipos
fiscales tan altos que asfixiarían incluso a las economías que más crecen.

El sector empresarial también está sufriendo. Los
gestores obsesionados por cumplir sus objetivos trimestrales pueden ignorar
inversiones rentables a largo plazo si el coste inicial es demasiado grande.
Ocurre sobre todo con las llamadas inversiones sociales, cuyos beneficios pueden no materializarse hasta
varios años después. Por ejemplo, ¿qué directivo va a gastarse más dinero en
contribuir a la calidad de la educación en el entorno de su empresa si los
beneficios, es decir, los trabajadores más cualificados y los consumidores más
ricos, quizá no se vean hasta después de que él se haya jubilado?

Los gobiernos también están pasando por alto valiosas
oportunidades de ayudar a crecer a sus economías. Las infraestructuras, la
investigación científica y la educación son muy caras a corto plazo, y sus
beneficios pueden tardar varios años o incluso una generación en hacerse
realidad. Pero esos beneficios, consistentes en salarios
más altos
, mayor competitividad y crecimiento económico, son enormes. La
cuestión es: ¿Cómo conseguir que un político se centre en esas inversiones si,
para cuando rindan beneficios, es posible que haya dejado su cargo hace mucho?
Y ya que hablamos de ello, ¿cómo hacer que gaste hoy dinero para defendernos
contra el calentamiento global o alguna otra calamidad aparentemente remota?

La respuesta en los dos casos, por supuesto, es
que los votantes -y, en el sector privado, los accionistas- deben transmitir un
firme mensaje de castigo del cortoplacismo. Para que eso sea posible, tenemos
que cambiar nuestras preferencias. Debemos asumir la responsabilidad de
nuestros propios excesos. Debemos enseñar a nuestros hijos a que no busquen la
gratificación inmediata, a que trabajen duro aunque los resultados no se vean
enseguida y a que empleen todas las herramientas a su alcance para comprender
las numerosas complicaciones de un mundo lleno de incertidumbre.

Si no lo hacemos, corremos el riesgo de ver
defraudadas nuestras expectativas y sufrir una decepción que será catastrófica
para la economía y desde el punto de vista psicológico. Ya hoy, el nivel de
vida de la generación joven en las economías más ricas está empezando a empeorar respecto al de sus
padres. La reacción de los jóvenes ha sido pedir prestado más y desde más
pronto, y las montañas de dinero barato suministradas por los bancos centrales
de todo el mundo se lo han permitido.

Esa no es más que una forma de acelerar el desastre.
Ha llegado el momento de ampliar nuestros horizontes en casa, en la oficina y
en el gobierno, antes de que nuestro futuro desaparezca por completo.