El negocio millonario de los centros de detención privados continúa internacionalizándose.

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Desde los primeros atisbos de privatización de las prisiones, en la Inglaterra del siglo XVI, hasta la consolidación del fenómeno en los Estados Unidos de los 80, media un largo hiato. Pero el negocio se ha afianzado firmemente y con la clara intención de quedarse. Dejar los centros de detención en manos privadas ha sido la hipotética solución que las autoridades estadounidenses han encontrado para aliviar el exceso de ocupación carcelaria, para internar en centros de detención a los emigrantes que tratan de rebasar el Río Grande o para reducir la carga fiscal que supone para las agencias públicas mantener a la mayor población reclusa del mundo.

Así, mediante la encarcelación privada, las autoridades han querido encontrar de un plumazo un remedio a cuatro desafíos que condensan algunas de las sensibilidades más genuinas del país: el ingente tamaño de la población reclusa, la presión migratoria (la mitad de los inmigrantes detenidos en el país están en centros privados), los desencuentros fiscales y el mantenimiento del ideal de la libre empresa. ¿La panacea? Para las compañías del sector, indudablemente sí; grandes operadoras privadas de cárceles como Corrections Corporation of America y GEO Group cosechan conjuntamente ingresos de alrededor de 3.000 millones de dólares anuales (unos 2.200 millones de euros). Ese dinero no viene sólo del fértil negocio en Estados Unidos, sino también de la internacionalización de sus servicios.

La lista de críticas a la privatización carcelaria es larga y grave. La búsqueda del lucro lleva a reducir al máximo los costes, a un peor mantenimiento y a plantillas insuficientes y mal pagadas, lo que afecta a la calidad de los centros de detención. A su vez, no está claro que la actividad de estas empresas suponga un verdadero ahorro para las autoridades que contratan sus servicios; incluso se han conocido casos de centros privados que rechazan a internos cuyo mantenimiento les va a salir especialmente caro. A su vez, las operadoras privadas obtienen mayores beneficios cuanto más grande sea la población reclusa, lo que les ha llevado a influir en la legislación estadounidense para que un mayor número de delitos sean castigados con la cárcel.

Ninguno de estos reparos ha detenido la expansión internacional del modelo. Las supuestas ventajas de privatizar las prisiones han convencido a muchos países de la necesidad de poner algunos centros en manos de empresas. Las principales beneficiarias son las compañías estadounidenses que exportan sus servicios a países como Australia, el Reino Unido, Nueva Zelanda o Suráfrica, los otros grandes mercados del sector. Así, hasta el 14% de los ingresos de GEO Group provinieron el año pasado de sus negocios en estos cuatro países, donde cuenta con un total de 7.000 camas a través de sus subsidiarias y de joint ventures con empresas locales.

Australia posee la mayor proporción de reclusos en centros privados (19%), seguida de Escocia (17%), Inglaterra y Gales (13%), Nueva Zelanda (11%), Estados Unidos (8%) y Suráfrica (3%), según un reciente informe. Sin embargo, el modelo no sólo se ha exportado a esos países, sino que está presente, aunque en menor medida, en todos los continentes. Alemania dio luz verde a una prisión privada en 2004, aunque al frente de la misma hay funcionarios. Chile fue el primer país latinoamericano en autorizar, en 2003, prisiones totalmente gestionadas por empresas. Japón cuenta también con un centro de detención privado para delincuentes que no hayan cometido delitos previos.

Más allá de esta expansión geográfica, la pujanza del sector se concentra en países del entorno anglosajón. En ningún lugar ha tenido el modelo mayor éxito que en Australia, donde el número de reclusos en centros privados ha crecido un 95% en los últimos quince años (frente a un crecimiento del 50% de prisioneros en centros públicos). Gran parte del auge del sector radica en los centros privados de detención de inmigrantes, que han sido criticados repetidamente por que se han dado casos de muertes de reclusos, así como rebeliones por parte de los internos. Sin embargo, las reticencias no han impedido a la operadora británica Serco embolsarse hasta 1.500 millones de dólares americanos en contratos gubernamentales, siendo así una de las grandes beneficiarias de la preocupación del Gobierno australiano por el constante flujo de solicitantes de asilo que llegan al territorio nacional.

Junto a las críticas, el modelo privado es también objeto de alabanzas. Expertos australianos consideran que los centros privados tienen un tipo de gestión más transparente y responsable que los públicos, ya que son económicamente penalizados cuando cometen errores. A su vez, los defensores del modelo privado dan por hecho que éste supone una importante reducción del gasto público, ya que la gran competitividad entre las operadoras lleva a ajustar drásticamente los costes y porque además los centros privados no están dominados por los sindicatos. En su opinión, el único problema es que los proveedores principales del servicio son empresas extranjeras y los beneficios que consiguen no se quedan en el país.

En el Reino Unido existe un vivo debate a favor y en contra de este modelo. Entre las tres prisiones peor valoradas del país, dos son privadas, según el propio Gobierno británico, cuyos portavoces han asegurado que esto se debe a la escasa andadura de ambos centros, que requieren más tiempo para funcionar mejor. Pero hay más: el año pasado se le retiró el contrato a una empresa que gestionaba un centro en Inglaterra, debido al elevado consumo de drogas entre sus internos; la prisión de Addiewell, en Escocia, fue considerada la más violenta del país en 2011; y diversos documentos gubernamentales desvelaron hace cuatro años que las cárceles privadas inglesas y galesas registraban casi el doble de quejas por parte de los internos que las públicas.

Por el contrario, un reciente informe del think tank Reform concluye que las prisiones privadas británicas funcionan mejor que las públicas y que, tras el paso por ellas, se dan menos casos de reincidencia delictiva (otras organizaciones han cuestionado la fiabilidad de ese informe y han señalado que dicho think tank recibe fondos de las grandes empresas del sector). Más allá de este debate, el auge de este negocio en el Reino Unido se centra sobre todo en la detención de inmigrantes, ya que más del 70% de los que se encuentran privados de su libertad pasan sus días en centros privados. Al igual que en Australia, la gestión privada de estos centros de internamiento ha sido fuertemente criticada.

La resistencia a dejar la gestión de los centros de detención en manos de empresas es muy común, pero ello no ha impedido la expansión internacional del negocio. El proceso de consolidación de las finanzas públicas en todos estos países facilita la implantación de centros privados y da alas a quienes defienden que es una forma de aunar, por menos dinero que en los públicos, la eficiencia empresarial con la garantía normativa estatal. Al calor de las privatizaciones generales que se están acometiendo en varios países, y ante la ausencia de soluciones humanas y efectivas a la presión migratoria, no es descartable que el modelo traspase nuevas fronteras. Si los presos reportan beneficios, todo país puede ser un suculento mercado.

 

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