¿Existe algo más global que el fútbol? Las
grandes estrellas del balón y los clubes no conocen fronteras, los equipos
míticos ingresan dinero en sus arcas en cualquier moneda y millones de
aficionados aclaman a sus ídolos en tantas lenguas que sería imposible
enumerarlas. Pero este deporte refleja mejor los límites de la globalización
que sus posibilidades.

Nos encontramos ante dos acontecimientos que profetizan el Apocalipsis o que
presagian, tal vez, la salvación mundial? Durante el Mundial de 2002,
el centrocampista inglés David Beckham llevaba un corte de pelo al estilo
mohicano. Casi de manera instantánea, los adolescentes japoneses invadieron
las calles con una especie de cresta y la cabeza rapada, y, según la
revista japonesa Shukan Jitsuwa, las ejecutivas llegaron incluso a recortarse
el vello púbico de la misma manera como homenaje. En Bangkok (Tailandia),
los monjes budistas de Pariwas colocaron una escultura de Beckham en un lugar
reservado para representaciones de deidades menores.

Ilustración de futbolista golpeando pelota de fútbol

No debería sorprender a nadie que este londinense de familia obrera
haya destronado a Michael Jordan, icono del baloncesto, como celebridad mundial
del deporte. En definitiva, el fútbol es la institución más
globalizada del planeta, más que el baloncesto e incluso más que
el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.

Tras la Segunda Guerra Mundial, las fronteras nacionales se habían quedado
estrechas para el fútbol. Mientras el estadista Robert Schuman soñaba
con un mercado y un gobierno comunes en Europa, los clubes europeos ya estaban
forjando esa unión. Los mejores equipos empezaron a competir entre ellos
en campeonatos transnacionales que se celebraban con regularidad y que se convirtieron
en el embrión
de acontecimientos tan conocidos hoy como la Liga de Campeones y la Copa de
la UEFA (Unión Europea
de Federaciones de Fútbol). Esos torneos eran el sueño de cualquier
aficionado: brindaban la oportunidad de ver cómo la Juventus de Turín
se enfrentaba al Bayern de Múnich una semana, y al Barça la siguiente.

Además, y esto es lo más importante, esas competiciones eran el
sueño de cualquier propietario: éxitos de taquilla que suponían
unos ingresos sin precedentes y una cuantiosa inyección económica
por la venta de los derechos televisivos. Esta idea transnacional fue tan buena
que América Latina, África y Asia no tardaron en crear sus propias
versiones de esas competiciones.

Una vez globalizada la competición, la caza de jugadores no se hizo esperar.
Los propietarios de los clubes peinaron el planeta en busca de superestrellas
que pudieran ficharse a bajo precio. Los equipos españoles compraron
talentos en sus antiguas colonias, como Argentina y Uruguay. Argentina saqueó
las ligas de sus vecinos más pobres como Paraguay. Al principio, estas
estrategias dirigidas a crear un mercado internacional no tuvieron buena acogida.
Los políticos y los periodistas deportivos temían que el influjo
del exterior mermara el desarrollo de los jóvenes talentos locales. En
España, por ejemplo, Franco prohibió importar jugadores extranjeros
hasta 1946, y después de esa fecha en varias ocasiones. El Gobierno brasileño
declaró a Pelé patrimonio nacional en 1961 y vetó su venta
a un equipo extranjero. Estas medidas no pudieron acabar con los seductores
beneficios que suponían los jugadores baratos y cualificados del ex-tranjero,
y al cabo del tiempo, necesitaron a las estrellas foráneas para competir
en la primera división del fútbol europeo. El deporte evolucionó
de tal manera que un club inglés tuvo que alinear a un equipo sin jugadores
ingleses. En los 90, el capital atravesaba las fronteras sin generar tensiones
en la economía mundializada del fútbol. Los clubes europeos enviaron
cazatalentos a los países en vías de desarrollo e incluso llegaron
a comprar equipos en esas naciones. Los equipos más grandes empezaron
a considerarse a sí mismos empresas multinacionales. Por ejemplo, el
Manchester United levantó un vasto emporio que incluye canales de televisión
por cable, restaurantes y grandes almacenes con un público objetivo tan
distante como el de las ciudades de Kuala Lumpur o Shanghai. Incluso con el
estancamiento de los mercados el año pasado, los beneficios brutos del
Manchester United durante 12 meses, hasta el 31 de julio de 2003, superaron
los 55 millones de euros.

Por tanto, no deja de ser irónico que el fútbol, con todas esas
peculiaridades globalizadoras, no muestre el poderío del nuevo orden
de la misma manera que deja al descubierto sus limitaciones. Puede que el Manchester
United y el Real Madrid abracen los valores de la globalización amasando
fortunas y debilitando la soberanía nacional, pero aún existe
esa maraña de intereses económicos, lealtades, identidades, tensiones
y corrupción, muy arraigada localmente en algunos casos, no a pesar de
la globalización, sino como consecuencia de ella.
¿ES INGLATERRA INGLESA A MEDIAS?
En ciudades industriales inglesas como Coventry y Derby, los clubes de fútbol
cohesionaban comunidades que vivían inmersas en una sordidez opresiva.
La cuestión no era sólo que muchos clubes tuvieran profundas raíces
culturales, sino que además cada nación desarrolló su propio
y particular estilo de juego: la táctica italiana del catenaccio (fútbol
ultradefensivo), el fútbol samba brasileño, y así sucesivamente.

Hace tres años, Inglaterra, cuna de este sensacional deporte, confió
su equipo nacional a un seleccionador sueco, Sven Goran Eriksson. Resulta difícil
hacerse una idea de la tremenda indignación que sintieron los aficionados
ingleses. Durante la mayor parte de su historia, la dirección de equipo
había estado en manos de personajes genuinamente ingleses, adorados por
la afición. Tipos que, en general, eran ex jugadores y que solían
hacer la vista gorda cuando los miembros de su equipo bebían cerveza
la víspera de un partido importante, o que disculpaban a sus jugadores
si no entrenaban, siempre que se dejaran el pellejo en el campo.


Un icono global
José
Ángel Sánchez

En una anécdota recurrente, al tomar un taxi en el país
de destino, el conductor suele preguntar de dónde procede el viajero.
Si, por ejemplo, uno contesta “I come from Spain”, el taxista
siente entonces la necesidad de demostrar su conocimiento de la realidad
remota del viajero, y a menudo devuelve tan sólo dos palabras:
“Real Madrid”.
Podría este breve ritual ser en el fondo una prueba del nueve que sanciona el fútbol como fenómeno global, toda vez que la
conversación se produce igual en Múnich que en Moscú
o Johannesburgo, lo que no dice nada especial de la imaginación
de muchos taxistas extranjeros, pero cuenta algo importante sobre el Real
Madrid. Hablamos, probablemente, de la marca española con mayor
penetración internacional, y de uno de los grandes iconos de la
sociedad globalizada, dotado de un perfil que excede el ámbito
del fútbol para convertirse en exponente de la multiculturalidad
imparable del mundo que se acerca.
La vocación internacional de esta institución única
ha estado presente desde sus orígenes: ya en 1904 el entonces Madrid
Football Club intervino en la creación de la FIFA, y años
más tarde, Santiago Bernabéu impulsó la
creación de la Copa de Europa. Los últimos tiempos han reafirmado
esa estrategia en un terreno donde las comunicaciones convierten al instante
en planetario cualquier fenómeno relevante, suceda donde suceda.
Definitivamente, ahora sí, el terreno de juego es el mundo.
A la vez que ha conservado las raíces del juego y su indiscutible
arraigo deportivo y social, el fútbol ha devenido también
una industria de entretenimiento basada en comercialización de
contenidos y en la puesta en valor de las marcas. En ese terreno, la batalla
tiene que ver con las cuotas de mercado como garantía de una estabilidad
económica necesaria para seguir compitiendo.
La marca del Real Madrid remite, como todas, a un territorio emocional,
pero con 102 años de historia y, por tanto, heredera de su trayectoria
deportiva y social: el mito, el liderazgo, la universalidad, el éxito
y el prestigio. Las competiciones sólo entienden de resultados,
pero el juego alberga una finalidad en sí mismo. La comprensión
de la naturaleza espectacular de este deporte/juego/contenido/industria
está en la idiosincrasia del Real Madrid y ha conseguido instalar
su marca en la iconografía colectiva hasta el punto que millones
de viajeros la encuentran de sopetón en el taxi de una ciudad cualquiera.

J. A. Sánchez es director general de márketing
del Real Madrid.

 

A pesar de su poder de motivación, los seleccionadores ingleses acusaban
ciertas deficiencias de visión táctica. Reutilizaban tediosas
alineaciones, fomentando más de lo mismo, es decir, sistemas de ataque
ineficaces: lanzamientos de balones largos al centro del campo a un delantero
solo, estilo que refleja a la perfección los estereotipos sobre la inconmovible
decisión de los ingleses. Su falta de creatividad era evidente en los
torneos nacionales. Pese a que Inglaterra ha ocupado un lugar relevante en la
historia de este deporte, lo cierto es que ha conquistado tan sólo una
Copa del Mundo (en 1966, cuando fue el equipo anfitrión) y no ha ganado
ni un campeonato europeo. La Federación Inglesa de Fútbol contrató
a Eriksson para poner remedio a esta lamentable situación, porque el
sueco, cosmopolita y refinado, parecía el hombre indicado. A pesar de
todo, la era Eriksson ha tomado una dirección inesperada: el nuevo seleccionador
ha aplicado un sistema de juego que caricaturiza el trasnochado y duro fútbol
inglés. Su sistema consiste en jugadas torpes a cargo de centrocampistas
con labores defensivas sin apenas renombre. Los goles son el resultado de pases
largos al veloz delantero Michael Owen. Siempre que se prescinde de la fórmula
inglesa vienen los problemas.

¿Por qué Eriksson no ha sido capaz de reinventar el fútbol
inglés con su sofisticada imagen continental? La respuesta tiene que
ver con el profundo arraigo de la cultura futbolística. Desde una edad
muy temprana, los jugadores ingleses aprenden cómo hacer duras entradas
o ganar balones muy reñidos de forma temeraria, pero no aprenden cómo
hacer regates vistosos o pases cortos. Es imposible reinventar estos instintos
en unas pocas temporadas, y mucho menos en unas cuantas sesiones de entrenamiento
a cargo del seleccionador sueco.

Ilustración de caravela en la que la cabeza de dicha calavera está transformado en un balón de fútbol con llamaradas de fuego.

El caso de Eriksson es arquetípico. Cuando sucumbió a la idiosincrasia
inglesa, derribó uno de los clichés más importantes del
movimiento antiglobalización: que una consecuencia de la economía
de mercado es que Hollywood, Nike y Kentucky Fried Chicken (KFC) se imponen
a los valores propios de cada país. Resulta irónico que los defensores
de las culturas locales subestimen tan a menudo su formidable capacidad para
resistir las embestidas del mercado. Pero ahí está el caso de
Brasil, por ejemplo. ¿Cómo es posible que un país con tantos
recursos naturales sea tan pobre? ¿Cómo es posible que un país
con tantas inversiones extranjeras continúe tan estancado?

Si se repasa la lista del equipo nacional brasileño se repite el mismo
patrón. A pesar de la apariencia de cohesión, descubrimos que
el lugar donde Edmilson realiza sus proezas es un club de Lyón (Francia).
Ronaldo, con 27 años, que juega ahora en el Real Madrid, no ha competido
como profesional en Brasil desde que tenía 17 años. De los 23
jugadores que vistieron la camiseta amarilla de la selección brasileña
en el Mundial de 2002, sólo 12 juegan en su país natal. Cerca
de 5.000 futbolistas brasileños tienen contrato con equipos extranjeros.
Mientras Brasil envía fuera de sus fronteras a los mejores jugadores
del mundo, el fútbol nacional atraviesa una situación lamentable.
Sólo un puñado de clubes logran no tener pérdidas. Los
aficionados que asisten a los partidos en algunos de los estadios del país
con más historia y compran las entradas más caras se encuentran
con astillas y clavos herrumbrosos en los bancos de madera podridos.

Con las ventas de las camisetas de Beckham
y de Ronaldo, el Real Madrid se embolsa en un mes lo que muchos otros clubes
ganan en un año. No es sorprendente que el club blanco arrase en
la Liga

Se suponía que el capital global iba a ser una solución fácil
al problema. Los inversores extranjeros prometieron, al menos implícitamente,
erradicar las prácticas de las élites corruptas que controlaban
el fútbol en Brasil y sustituirlas por la ética de la profesionalidad,
la ciencia del márketing moderno y la transparencia financiera. En 1999,
una sociedad de inversiones de Dallas llamada Hicks, Muse, Tate & Furst
invirtió decenas de millones de euros en el club Corin-thians, de São
Paulo, y en el Cruzeiro, de Belo Horizonte. ISL, una empresa de márketing
suiza, adquirió acciones del famoso club de fútbol Flamengo, de
Río de Janeiro. Unos años antes, el gigante italiano de la industria
alimenticia Parmalat, ahora en quiebra técnica, había comprado
el Palmeiras, de São Paulo. “El capitalismo está triunfando
frente a las actitudes feudales que han prevalecido en el fútbol durante
tanto tiempo”, cacareaba Juca Kfouri exaltando la grandeza de la entrada
de capitales foráneos. Kfouri predijo que el fútbol generaría
el 4% del producto interior bruto de Brasil en sólo unos años.

Los inversores extranjeros que habían desembarcado de manera triunfal
en Brasil tuvieron que marcharse arruinados en menos de tres años. En
el caso del Corinthians, los aficionados organizaron manifestaciones de protesta
contra Hicks Muse, que había incumplido su promesa de construir un estadio
moderno. En el caso del Flamengo, ISL entró en quiebra. El capital extranjero
no ha convertido al fútbol en Brasil en una potente industria como la
Asociación Nacional de Baloncesto. De hecho, este deporte se encuentra
hoy en peor forma que hace cinco años.

¿Por qué la era de las inversiones extranjeras supuso una catástrofe
de tales dimensiones? La respuesta tiene que ver con las personas que controlaban
el fútbol en Brasil, auténticos representantes del populismo latinoamericano,
hombres corruptos, carismáticos y muy astutos. Cuando los inversores
extranjeros llegaron a Brasil, no tenían otra alternativa que negociar
con estos cartolas o “sombreros de copa”. Pero fue entonces cuando
ocurrió algo que ya se veía venir: los cartolas desviaron fondos
a cuentas en las Bahamas y se construyeron enormes mansiones en Florida, según
una investigación del Congreso. Después de apoderarse del dinero
de los inversores extranjeros, los cartolas la emprendieron con sus socios.

La cultura de la corrupción, tal y como se presenta, no es más
fácil de erradicar en el fútbol que en cualquier otro sector de
la economía global. El apego que tiene la gente a sus líderes
y políticos populistas no se debe al culto a la personalidad ni a su
capacidad para cumplir sus promesas. Sienten ese apego porque los populistas
se presentan como defensores de la comunidad frente a la irrefrenable invasión
de los forasteros.

La violencia, incluido el racismo declarado, debería ser el legado más
fácil de eliminar para el fútbol global. Cuando los intereses
personales rigen la vida de los seres humanos, se supone que son capaces de
olvidar sus viejas rencillas y ponerse a hacer negocios. Pero existe una importante
excepción para esta regla: Glasgow, en Escocia, que tiene un importante
porcentaje de población de origen irlandés. La ciudad tiene dos
equipos, o mejor dicho, dos enemigos eternos. El Celtic representa a los católicos
irlandeses. Sus canciones culpan a los británicos de la potato famine
(la hambruna que asoló Irlanda a mediados de 1840 por las malas cosechas
de patata), y sus partidos han sido históricamente un estupendo filón
para que el IRA (Ejército Republicano Irlandés) reclutase adeptos.
Al otro lado de la ciudad están los Rangers, un club que simboliza el
unionismo tory. Las pancartas en el estadio contienen mensajes a favor de las
Fuerzas de Defensa del Ulster y de otros paramilitares protestantes de Irlanda
del Norte. Antes de los partidos, los aficionados cantan a voz en grito una
canción con una letra que dice: “La sangre de los fenianos nos
llega hasta las rodillas”. La canción hace referencia a Guillermo
de Orange, el rey Billy, artífice de la victoria protestante en la Batalla
del río Boyne. Hasta 1989, los Rangers prohibieron la contratación
de jugadores católicos. Por supuesto, la competencia entre los equipos
de una misma ciudad es un ingrediente fundamental en el deporte, pero la rivalidad
entre el Celtic y los Rangers simboliza algo más que esa enemistad derivada
de la condición de vecinos: es la batalla inacabada por la Reforma Protestante.

Con las ventas de las camisetas de Beckham
y de Ronaldo, el Real Madrid se embolsa en un mes lo que muchos otros clubes
ganan en un año. No es sorprendente que el club blanco arrase en
la Liga

Ambos clubes desean abrazar los valores de la globalización y convertirse
en grandes empresas de espectáculos de masas. Han hecho lo imposible
para traspasar las barreras del pequeño mercado escocés, enviando
catálogos de ropa a los inmigrantes escoceses e irlandeses de Estados
Unidos y haciendo campaña para unirse a la liga inglesa, que es más
grande y mejor, y cuenta con más recursos económicos. Pero el
Celtic y los Rangers no hacen un verdadero esfuerzo por eliminar la intolerancia.
Los Rangers, por ejemplo, siguen vendiendo camisetas de la protestante Orden
de Orange y ponen música que se escucha a través de los altavoces
del estadio, a sabiendas de que provocará eslóganes anticatólicos.
El club ruge con la canción de Tina Turner Simply the Best, que suele
terminar con 40.000 aficionados al grito de “¡A la mierda el Papa!”.
GANAR LA PAZ
Por su parte, el Celtic enarbola la bandera tricolor de Irlanda en su estadio.
En el Ibrox Park de Glasgow, he visto a los protestantes celebrar un gol incitados
por el ex capitán del equipo, el italiano Lorenzo Amoruso. Éste
los anima para que canten más alto sus canciones anticatólicas.
La ironía es evidente: Amoruso es católico y, desde finales de
los 90, los Rangers han contado entre sus filas con más católicos
que el Celtic.

Los miembros de sus equipos proceden de Georgia, Argentina, Alemania, Noruega,
Portugal y Holanda, porque el dinero no puede comprar mejores jugadores. Pero
parece que el odio étnico contribuye a dar un sentido compartido del
negocio. De hecho, desde que surgiera su rivalidad, el Celtic y los Rangers
se han dado en llamar la Old Firm (la Vieja Firma), porque se considera que
actúan en connivencia para obtener un beneficio de su odio mutuo.

Si existe un lugar donde se puede esperar que este tipo de hostilidad sea aún
más despiadada, ese lugar es Chelsea. Durante los 80, el club era el
equipo más asociado al fenómeno de los hooligans (hinchas violentos).
Sus aficionados formaban parte del xenófobo British National Party (Partido
Nacional Británico) y dieron origen a violentas bandas racistas, como
el temible Combat 18. Son famosas las historias de los aficionados del Chelsea
que iban a visitar Auschwitz, se paseaban por allí haciendo el saludo
nazi a los turistas e intentaban meterse en los hornos crematorios. Como si
fuera una asociación de alumnos universitarios, los hooligans del Chelsea
retirados hacen lo posible por mantenerse unidos. Permanecen en contacto a través
de un tablón de anuncios en Internet, donde intercambian batallitas y
discuten los éxitos de su amado club. El tablón hace el esfuerzo
de declarar: “Se ruega no escribir mensajes racistas y no utilizar este
tablón para generar violencia”. Lo que pretende el aviso es que
no aparezcan términos ofensivos, pero no evita del todo el antisemitismo.
Después de que el magnate del petróleo Roman Abramovich, judío
y segundo hombre más rico de Rusia, comprara el Chelsea, un tipo que
se hacía llamar West Ken Ken se refirió a Abramovich diciendo
que era un yid (término despectivo para designar a los judíos).
Sin embargo, cuando el nuevo propietario se gastó más de 120 millones
de euros en su nuevo equipo, las quejas se hicieron menos patentes. Y después,
cuando el Chelsea saltó a los puestos más altos de la tabla, el
antisemitismo se desvaneció por completo. El Chelsea parece haber descubierto
el único paliativo eficaz contra el localismo: lo que importa no es el
dinero global o el talento global, sino la victoria.

Los aficionados de todas las culturas sostienen que el fútbol solía
ser más justo en otras épocas. Un equipo mediano estimulado por
enérgicos jugadores y aficionados leales podía surgir de la nada
y alzarse con el trofeo del campeonato. Y lo que es más, esos equipos
con menos posibilidades solían proceder de ciudades más pequeñas
sin grandes estadios ni propietarios con dinero a espuertas.

Muchos temen que ese concepto del juego haya desaparecido. Con sus cadenas mundiales
de grandes tiendas y toda una serie de contratos televisivos, los grandes clubes
se han enriquecido, no sólo en términos absolutos, sino también
respecto a otros con menos recursos. Con las ventas de las réplicas de
las camisetas de Beckham y Ronaldo, el Real Madrid se embolsa en un mes lo que
muchos clubes ganan en un año, así que no es sorprendente que
el club blanco vapulee en la liga española a sus contrincantes con más
dificultades financieras. Y la verdad es que los resultados de la liga se conocen
de antemano.

El Manchester United o el Arsenal de Londres han ganado 10 de los 11 últimos
títulos de la Premier League. El aficionado de un equipo italiano que
no sea la Juventus o el AC Milán se levantará todas las mañanas
con la deprimente y angustiosa sensación de saber cómo quedará
la tabla definitiva de la liga. Es muy difícil no caer en esas lamentaciones,
que recuerdan a las críticas de la izquierda a la liberalización
del mercado global. Esas quejas tienen un halo de romanticismo, pero no resisten
un examen riguroso. Los clubes más ricos siempre han dominado las ligas
de sus países, aunque no hayan sido los mismos nombres. Ni el Liverpool
ni el Atlético de Madrid ni el Borussia Moenchengladbach ocupan ahora
el lugar preponderante que un día tuvieron. Aun así, la élite
del fútbol europeo y latinoamericano ha sido constante con el paso del
tiempo. Ciertamente, la globalización ha introducido una cierta movilidad
en el sistema. Los inversores extranjeros han creado nuevos equipos punteros
de la noche a la mañana. El Chelsea, financiado con el dinero del petróleo
ruso, parece dispuesto a quebrar el monopolio del fútbol inglés.
La multinacional Parmalat utilizó el dinero de las ventas internacionales
de sus productos para llevar a clubes de Italia y Brasil al éxito, aunque
ahora su futuro está en entredicho. Por supuesto, es posible sobrestimar
el esplendor del nuevo orden en el fútbol. Hace años, un parlamentario
sueco, Lars Gustafson, propuso la nominación de este deporte para el
Nobel de la Paz, desatando una serie de furiosas críticas que tachaban
la propuesta de ridícula. Y tenían razón. El fútbol
no merece el premio de la paz, merece el premio de economía.

Buena parte de la literatura sobre fútbol
oscila a menudo entre lo banal y lo sesudamente académico.
Sin embargo, hay obras muy destacables, incluso para los no aficionados.
El norteamericano Bill Bufford, ex director del prestigioso semanario
británico Granta, es autor de uno de los mejores relatos
periodísticos sobre el tema: Entre los vándalos (Ed.
Anagrama, Barcelona, 1992), un retrato de los hooligans y de su
modo de vida que es ya todo un clásico del periodismo y de
las letras anglosajonas. Manuel Vázquez Montalbán,
gran seguidor del Barça, un tema sobre el que escribió
hasta su muerte en el diario El País, ambientó uno
de los libros de la serie Carvalho en el mundo del balón:
El delantero centro fue asesinado al amanecer (Ed. Planeta, Barcelona,
1998). El escritor uruguayo Eduardo Galeano lleva a cabo una recreación
más poética del asunto en Fútbol a sol y a
sombra (Ed. Siglo XXI de España, Madrid, 1998).Además, existen estudios y ensayos excelentes sobre este
deporte. En España, el periodista y ensayista Vicente Verdú
realiza en El fútbol, mitos, ritos y símbolos (Ed.
Alianza. Madrid, 1981) una investigación exhaustiva sobre
la influencia del mundo del balón en la sociedad española.
Dentro de la producción del prolífico Julián
García Candau, uno de los mayores expertos en nuestro país,
destacan: Épica y lírica del fútbol (Ed. Alianza,
Madrid, 1996) y Madrid Barça: Historia de un desamor (Ed.
El País Aguilar, Madrid, 1996). En otras coordenadas, Offside:
Soccer and American Exceptionalism (Princeton University Press,
Princeton, 2001), de Andrei S. Markovits y Steven L. Hellerman,
explora por qué EE UU ha permanecido al margen de lo que
se ha convertido en el fenómeno más globalizado de
nuestra era. Alex Bellos se sirve del fútbol como vehículo
antropológico para entender las razas, las clases y la corrupción
en Brasil en Futebol: The Brazilian Way of Life (Bloomsbury, Nueva
York, 2002). Y Bill Murray narra la historia de la enemistad entre
los clubes Celtic y los Rangers en The Old Firm: Sectarianism, Sport,
and Society in Scotland (Humanities Press, Atlantic Highlands, 1984).

Periodistas de primera fila analizan en todo el mundo las vertientes
económicas y políticas del fútbol. Un ejemplo
magistral es el del polaco Ryszard Kapuscinski con su libro La guerra
del fútbol y otros relatos (Ed. Anagrama, Barcelona, 1994),
que muestra las imbricaciones entre el fútbol y la política,
ya que el relato que da título a la obra describe el conflicto
que estalló entre Honduras y El Salvador tras un partido.
Gabriele Marcotti escribe la columna Inside World Soccer para Sports
Illustrated y colabora en varias publicaciones europeas. Para obtener
información sobre las perspectivas en el fútbol y
la globalización puede consultarse ‘Gloooooooooo-balism!’,
de Franklin Foer (Slate, 12 de febrero de 2001). Para entrar en
la filosofía del balón, además de los diarios
Marca y As, que analizan a diario la cuestión, destacan las
secciones de deporte de los diarios de información general
con columnistas de renombre.

 

Beckham y la Globalización.

¿Existe algo más global que el fútbol? Las
grandes estrellas del balón y los clubes no conocen fronteras, los equipos
míticos ingresan dinero en sus arcas en cualquier moneda y millones de
aficionados aclaman a sus ídolos en tantas lenguas que sería imposible
enumerarlas. Pero este deporte refleja mejor los límites de la globalización
que sus posibilidades.
Franklin Foer

Nos encontramos ante dos acontecimientos que profetizan el Apocalipsis o que
presagian, tal vez, la salvación mundial? Durante el Mundial de 2002,
el centrocampista inglés David Beckham llevaba un corte de pelo al estilo
mohicano. Casi de manera instantánea, los adolescentes japoneses invadieron
las calles con una especie de cresta y la cabeza rapada, y, según la
revista japonesa Shukan Jitsuwa, las ejecutivas llegaron incluso a recortarse
el vello púbico de la misma manera como homenaje. En Bangkok (Tailandia),
los monjes budistas de Pariwas colocaron una escultura de Beckham en un lugar
reservado para representaciones de deidades menores.

Ilustración de futbolista golpeando pelota de fútbol

No debería sorprender a nadie que este londinense de familia obrera
haya destronado a Michael Jordan, icono del baloncesto, como celebridad mundial
del deporte. En definitiva, el fútbol es la institución más
globalizada del planeta, más que el baloncesto e incluso más que
el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.

Tras la Segunda Guerra Mundial, las fronteras nacionales se habían quedado
estrechas para el fútbol. Mientras el estadista Robert Schuman soñaba
con un mercado y un gobierno comunes en Europa, los clubes europeos ya estaban
forjando esa unión. Los mejores equipos empezaron a competir entre ellos
en campeonatos transnacionales que se celebraban con regularidad y que se convirtieron
en el embrión
de acontecimientos tan conocidos hoy como la Liga de Campeones y la Copa de
la UEFA (Unión Europea
de Federaciones de Fútbol). Esos torneos eran el sueño de cualquier
aficionado: brindaban la oportunidad de ver cómo la Juventus de Turín
se enfrentaba al Bayern de Múnich una semana, y al Barça la siguiente.

Además, y esto es lo más importante, esas competiciones eran el
sueño de cualquier propietario: éxitos de taquilla que suponían
unos ingresos sin precedentes y una cuantiosa inyección económica
por la venta de los derechos televisivos. Esta idea transnacional fue tan buena
que América Latina, África y Asia no tardaron en crear sus propias
versiones de esas competiciones.

Una vez globalizada la competición, la caza de jugadores no se hizo esperar.
Los propietarios de los clubes peinaron el planeta en busca de superestrellas
que pudieran ficharse a bajo precio. Los equipos españoles compraron
talentos en sus antiguas colonias, como Argentina y Uruguay. Argentina saqueó
las ligas de sus vecinos más pobres como Paraguay. Al principio, estas
estrategias dirigidas a crear un mercado internacional no tuvieron buena acogida.
Los políticos y los periodistas deportivos temían que el influjo
del exterior mermara el desarrollo de los jóvenes talentos locales. En
España, por ejemplo, Franco prohibió importar jugadores extranjeros
hasta 1946, y después de esa fecha en varias ocasiones. El Gobierno brasileño
declaró a Pelé patrimonio nacional en 1961 y vetó su venta
a un equipo extranjero. Estas medidas no pudieron acabar con los seductores
beneficios que suponían los jugadores baratos y cualificados del ex-tranjero,
y al cabo del tiempo, necesitaron a las estrellas foráneas para competir
en la primera división del fútbol europeo. El deporte evolucionó
de tal manera que un club inglés tuvo que alinear a un equipo sin jugadores
ingleses. En los 90, el capital atravesaba las fronteras sin generar tensiones
en la economía mundializada del fútbol. Los clubes europeos enviaron
cazatalentos a los países en vías de desarrollo e incluso llegaron
a comprar equipos en esas naciones. Los equipos más grandes empezaron
a considerarse a sí mismos empresas multinacionales. Por ejemplo, el
Manchester United levantó un vasto emporio que incluye canales de televisión
por cable, restaurantes y grandes almacenes con un público objetivo tan
distante como el de las ciudades de Kuala Lumpur o Shanghai. Incluso con el
estancamiento de los mercados el año pasado, los beneficios brutos del
Manchester United durante 12 meses, hasta el 31 de julio de 2003, superaron
los 55 millones de euros.

Por tanto, no deja de ser irónico que el fútbol, con todas esas
peculiaridades globalizadoras, no muestre el poderío del nuevo orden
de la misma manera que deja al descubierto sus limitaciones. Puede que el Manchester
United y el Real Madrid abracen los valores de la globalización amasando
fortunas y debilitando la soberanía nacional, pero aún existe
esa maraña de intereses económicos, lealtades, identidades, tensiones
y corrupción, muy arraigada localmente en algunos casos, no a pesar de
la globalización, sino como consecuencia de ella.

¿Es Inglaterra Inglesa a Medias?
En ciudades industriales inglesas como Coventry y Derby, los clubes de fútbol
cohesionaban comunidades que vivían inmersas en una sordidez opresiva.
La cuestión no era sólo que muchos clubes tuvieran profundas raíces
culturales, sino que además cada nación desarrolló su propio
y particular estilo de juego: la táctica italiana del catenaccio (fútbol
ultradefensivo), el fútbol samba brasileño, y así sucesivamente.

Hace tres años, Inglaterra, cuna de este sensacional deporte, confió
su equipo nacional a un seleccionador sueco, Sven Goran Eriksson. Resulta difícil
hacerse una idea de la tremenda indignación que sintieron los aficionados
ingleses. Durante la mayor parte de su historia, la dirección de equipo
había estado en manos de personajes genuinamente ingleses, adorados por
la afición. Tipos que, en general, eran ex jugadores y que solían
hacer la vista gorda cuando los miembros de su equipo bebían cerveza
la víspera de un partido importante, o que disculpaban a sus jugadores
si no entrenaban, siempre que se dejaran el pellejo en el campo.


Un icono global:
José
Ángel Sánchez

En una anécdota recurrente, al tomar un taxi en el país
de destino, el conductor suele preguntar de dónde procede el viajero.
Si, por ejemplo, uno contesta “I come from Spain”, el taxista
siente entonces la necesidad de demostrar su conocimiento de la realidad
remota del viajero, y a menudo devuelve tan sólo dos palabras:
“Real Madrid”.
Podría este breve ritual ser en el fondo una prueba del nueve que
sanciona el fútbol como fenómeno global, toda vez que la
conversación se produce igual en Múnich que en Moscú
o Johannesburgo, lo que no dice nada especial de la imaginación
de muchos taxistas extranjeros, pero cuenta algo importante sobre el Real
Madrid. Hablamos, probablemente, de la marca española con mayor
penetración internacional, y de uno de los grandes iconos de la
sociedad globalizada, dotado de un perfil que excede el ámbito
del fútbol para convertirse en exponente de la multiculturalidad
imparable del mundo que se acerca.
La vocación internacional de esta institución única
ha estado presente desde sus orígenes: ya en 1904 el entonces Madrid
Football Club intervino en la creación de la FIFA, y años
más tarde, Santiago Bernabéu impulsó la
creación de la Copa de Europa. Los últimos tiempos han reafirmado
esa estrategia en un terreno donde las comunicaciones convierten al instante
en planetario cualquier fenómeno relevante, suceda donde suceda.
Definitivamente, ahora sí, el terreno de juego es el mundo.
A la vez que ha conservado las raíces del juego y su indiscutible
arraigo deportivo y social, el fútbol ha devenido también
una industria de entretenimiento basada en comercialización de
contenidos y en la puesta en valor de las marcas. En ese terreno, la batalla
tiene que ver con las cuotas de mercado como garantía de una estabilidad
económica necesaria para seguir compitiendo.
La marca del Real Madrid remite, como todas, a un territorio emocional,
pero con 102 años de historia y, por tanto, heredera de su trayectoria
deportiva y social: el mito, el liderazgo, la universalidad, el éxito
y el prestigio. Las competiciones sólo entienden de resultados,
pero el juego alberga una finalidad en sí mismo. La comprensión
de la naturaleza espectacular de este deporte/juego/contenido/industria
está en la idiosincrasia del Real Madrid y ha conseguido instalar
su marca en la iconografía colectiva hasta el punto que millones
de viajeros la encuentran de sopetón en el taxi de una ciudad cualquiera.

J. A. Sánchez es director general de márketing
del Real Madrid.

 

A pesar de su poder de motivación, los seleccionadores ingleses acusaban
ciertas deficiencias de visión táctica. Reutilizaban tediosas
alineaciones, fomentando más de lo mismo, es decir, sistemas de ataque
ineficaces: lanzamientos de balones largos al centro del campo a un delantero
solo, estilo que refleja a la perfección los estereotipos sobre la inconmovible
decisión de los ingleses. Su falta de creatividad era evidente en los
torneos nacionales. Pese a que Inglaterra ha ocupado un lugar relevante en la
historia de este deporte, lo cierto es que ha conquistado tan sólo una
Copa del Mundo (en 1966, cuando fue el equipo anfitrión) y no ha ganado
ni un campeonato europeo. La Federación Inglesa de Fútbol contrató
a Eriksson para poner remedio a esta lamentable situación, porque el
sueco, cosmopolita y refinado, parecía el hombre indicado. A pesar de
todo, la era Eriksson ha tomado una dirección inesperada: el nuevo seleccionador
ha aplicado un sistema de juego que caricaturiza el trasnochado y duro fútbol
inglés. Su sistema consiste en jugadas torpes a cargo de centrocampistas
con labores defensivas sin apenas renombre. Los goles son el resultado de pases
largos al veloz delantero Michael Owen. Siempre que se prescinde de la fórmula
inglesa vienen los problemas.

¿Por qué Eriksson no ha sido capaz de reinventar el fútbol
inglés con su sofisticada imagen continental? La respuesta tiene que
ver con el profundo arraigo de la cultura futbolística. Desde una edad
muy temprana, los jugadores ingleses aprenden cómo hacer duras entradas
o ganar balones muy reñidos de forma temeraria, pero no aprenden cómo
hacer regates vistosos o pases cortos. Es imposible reinventar estos instintos
en unas pocas temporadas, y mucho menos en unas cuantas sesiones de entrenamiento
a cargo del seleccionador sueco.

 

Ilustración de caravela en la que la cabeza de dicha calavera está transformado en un balón de fútbol con llamaradas de fuego.

El caso de Eriksson es arquetípico. Cuando sucumbió a la idiosincrasia
inglesa, derribó uno de los clichés más importantes del
movimiento antiglobalización: que una consecuencia de la economía
de mercado es que Hollywood, Nike y Kentucky Fried Chicken (KFC) se imponen
a los valores propios de cada país. Resulta irónico que los defensores
de las culturas locales subestimen tan a menudo su formidable capacidad para
resistir las embestidas del mercado. Pero ahí está el caso de
Brasil, por ejemplo. ¿Cómo es posible que un país con tantos
recursos naturales sea tan pobre? ¿Cómo es posible que un país
con tantas inversiones extranjeras continúe tan estancado?

Si se repasa la lista del equipo nacional brasileño se repite el mismo
patrón. A pesar de la apariencia de cohesión, descubrimos que
el lugar donde Edmilson realiza sus proezas es un club de Lyón (Francia).
Ronaldo, con 27 años, que juega ahora en el Real Madrid, no ha competido
como profesional en Brasil desde que tenía 17 años. De los 23
jugadores que vistieron la camiseta amarilla de la selección brasileña
en el Mundial de 2002, sólo 12 juegan en su país natal. Cerca
de 5.000 futbolistas brasileños tienen contrato con equipos extranjeros.
Mientras Brasil envía fuera de sus fronteras a los mejores jugadores
del mundo, el fútbol nacional atraviesa una situación lamentable.
Sólo un puñado de clubes logran no tener pérdidas. Los
aficionados que asisten a los partidos en algunos de los estadios del país
con más historia y compran las entradas más caras se encuentran
con astillas y clavos herrumbrosos en los bancos de madera podridos.

Con las ventas de las camisetas de Beckham
y de Ronaldo, el Real Madrid se embolsa en un mes lo que muchos otros clubes
ganan en un año. No es sorprendente que el club blanco arrase en
la Liga

Se suponía que el capital global iba a ser una solución fácil
al problema. Los inversores extranjeros prometieron, al menos implícitamente,
erradicar las prácticas de las élites corruptas que controlaban
el fútbol en Brasil y sustituirlas por la ética de la profesionalidad,
la ciencia del márketing moderno y la transparencia financiera. En 1999,
una sociedad de inversiones de Dallas llamada Hicks, Muse, Tate & Furst
invirtió decenas de millones de euros en el club Corin-thians, de São
Paulo, y en el Cruzeiro, de Belo Horizonte. ISL, una empresa de márketing
suiza, adquirió acciones del famoso club de fútbol Flamengo, de
Río de Janeiro. Unos años antes, el gigante italiano de la industria
alimenticia Parmalat, ahora en quiebra técnica, había comprado
el Palmeiras, de São Paulo. “El capitalismo está triunfando
frente a las actitudes feudales que han prevalecido en el fútbol durante
tanto tiempo”, cacareaba Juca Kfouri exaltando la grandeza de la entrada
de capitales foráneos. Kfouri predijo que el fútbol generaría
el 4% del producto interior bruto de Brasil en sólo unos años.

Los inversores extranjeros que habían desembarcado de manera triunfal
en Brasil tuvieron que marcharse arruinados en menos de tres años. En
el caso del Corinthians, los aficionados organizaron manifestaciones de protesta
contra Hicks Muse, que había incumplido su promesa de construir un estadio
moderno. En el caso del Flamengo, ISL entró en quiebra. El capital extranjero
no ha convertido al fútbol en Brasil en una potente industria como la
Asociación Nacional de Baloncesto. De hecho, este deporte se encuentra
hoy en peor forma que hace cinco años.

¿Por qué la era de las inversiones extranjeras supuso una catástrofe
de tales dimensiones? La respuesta tiene que ver con las personas que controlaban
el fútbol en Brasil, auténticos representantes del populismo latinoamericano,
hombres corruptos, carismáticos y muy astutos. Cuando los inversores
extranjeros llegaron a Brasil, no tenían otra alternativa que negociar
con estos cartolas o “sombreros de copa”. Pero fue entonces cuando
ocurrió algo que ya se veía venir: los cartolas desviaron fondos
a cuentas en las Bahamas y se construyeron enormes mansiones en Florida, según
una investigación del Congreso. Después de apoderarse del dinero
de los inversores extranjeros, los cartolas la emprendieron con sus socios.

La cultura de la corrupción, tal y como se presenta, no es más
fácil de erradicar en el fútbol que en cualquier otro sector de
la economía global. El apego que tiene la gente a sus líderes
y políticos populistas no se debe al culto a la personalidad ni a su
capacidad para cumplir sus promesas. Sienten ese apego porque los populistas
se presentan como defensores de la comunidad frente a la irrefrenable invasión
de los forasteros.

La violencia, incluido el racismo declarado, debería ser el legado más
fácil de eliminar para el fútbol global. Cuando los intereses
personales rigen la vida de los seres humanos, se supone que son capaces de
olvidar sus viejas rencillas y ponerse a hacer negocios. Pero existe una importante
excepción para esta regla: Glasgow, en Escocia, que tiene un importante
porcentaje de población de origen irlandés. La ciudad tiene dos
equipos, o mejor dicho, dos enemigos eternos. El Celtic representa a los católicos
irlandeses. Sus canciones culpan a los británicos de la potato famine
(la hambruna que asoló Irlanda a mediados de 1840 por las malas cosechas
de patata), y sus partidos han sido históricamente un estupendo filón
para que el IRA (Ejército Republicano Irlandés) reclutase adeptos.
Al otro lado de la ciudad están los Rangers, un club que simboliza el
unionismo tory. Las pancartas en el estadio contienen mensajes a favor de las
Fuerzas de Defensa del Ulster y de otros paramilitares protestantes de Irlanda
del Norte. Antes de los partidos, los aficionados cantan a voz en grito una
canción con una letra que dice: “La sangre de los fenianos nos
llega hasta las rodillas”. La canción hace referencia a Guillermo
de Orange, el rey Billy, artífice de la victoria protestante en la Batalla
del río Boyne. Hasta 1989, los Rangers prohibieron la contratación
de jugadores católicos. Por supuesto, la competencia entre los equipos
de una misma ciudad es un ingrediente fundamental en el deporte, pero la rivalidad
entre el Celtic y los Rangers simboliza algo más que esa enemistad derivada
de la condición de vecinos: es la batalla inacabada por la Reforma Protestante.

Con las ventas de las camisetas de Beckham
y de Ronaldo, el Real Madrid se embolsa en un mes lo que muchos otros clubes
ganan en un año. No es sorprendente que el club blanco arrase en
la Liga

Ambos clubes desean abrazar los valores de la globalización y convertirse
en grandes empresas de espectáculos de masas. Han hecho lo imposible
para traspasar las barreras del pequeño mercado escocés, enviando
catálogos de ropa a los inmigrantes escoceses e irlandeses de Estados
Unidos y haciendo campaña para unirse a la liga inglesa, que es más
grande y mejor, y cuenta con más recursos económicos. Pero el
Celtic y los Rangers no hacen un verdadero esfuerzo por eliminar la intolerancia.
Los Rangers, por ejemplo, siguen vendiendo camisetas de la protestante Orden
de Orange y ponen música que se escucha a través de los altavoces
del estadio, a sabiendas de que provocará eslóganes anticatólicos.
El club ruge con la canción de Tina Turner Simply the Best, que suele
terminar con 40.000 aficionados al grito de “¡A la mierda el Papa!”.

GANAR LA PAZ
Por su parte, el Celtic enarbola la bandera tricolor de Irlanda en su estadio.
En el Ibrox Park de Glasgow, he visto a los protestantes celebrar un gol incitados
por el ex capitán del equipo, el italiano Lorenzo Amoruso. Éste
los anima para que canten más alto sus canciones anticatólicas.
La ironía es evidente: Amoruso es católico y, desde finales de
los 90, los Rangers han contado entre sus filas con más católicos
que el Celtic.

Los miembros de sus equipos proceden de Georgia, Argentina, Alemania, Noruega,
Portugal y Holanda, porque el dinero no puede comprar mejores jugadores. Pero
parece que el odio étnico contribuye a dar un sentido compartido del
negocio. De hecho, desde que surgiera su rivalidad, el Celtic y los Rangers
se han dado en llamar la Old Firm (la Vieja Firma), porque se considera que
actúan en connivencia para obtener un beneficio de su odio mutuo.

Si existe un lugar donde se puede esperar que este tipo de hostilidad sea aún
más despiadada, ese lugar es Chelsea. Durante los 80, el club era el
equipo más asociado al fenómeno de los hooligans (hinchas violentos).
Sus aficionados formaban parte del xenófobo British National Party (Partido
Nacional Británico) y dieron origen a violentas bandas racistas, como
el temible Combat 18. Son famosas las historias de los aficionados del Chelsea
que iban a visitar Auschwitz, se paseaban por allí haciendo el saludo
nazi a los turistas e intentaban meterse en los hornos crematorios. Como si
fuera una asociación de alumnos universitarios, los hooligans del Chelsea
retirados hacen lo posible por mantenerse unidos. Permanecen en contacto a través
de un tablón de anuncios en Internet, donde intercambian batallitas y
discuten los éxitos de su amado club. El tablón hace el esfuerzo
de declarar: “Se ruega no escribir mensajes racistas y no utilizar este
tablón para generar violencia”. Lo que pretende el aviso es que
no aparezcan términos ofensivos, pero no evita del todo el antisemitismo.
Después de que el magnate del petróleo Roman Abramovich, judío
y segundo hombre más rico de Rusia, comprara el Chelsea, un tipo que
se hacía llamar West Ken Ken se refirió a Abramovich diciendo
que era un yid (término despectivo para designar a los judíos).
Sin embargo, cuando el nuevo propietario se gastó más de 120 millones
de euros en su nuevo equipo, las quejas se hicieron menos patentes. Y después,
cuando el Chelsea saltó a los puestos más altos de la tabla, el
antisemitismo se desvaneció por completo. El Chelsea parece haber descubierto
el único paliativo eficaz contra el localismo: lo que importa no es el
dinero global o el talento global, sino la victoria.

Los aficionados de todas las culturas sostienen que el fútbol solía
ser más justo en otras épocas. Un equipo mediano estimulado por
enérgicos jugadores y aficionados leales podía surgir de la nada
y alzarse con el trofeo del campeonato. Y lo que es más, esos equipos
con menos posibilidades solían proceder de ciudades más pequeñas
sin grandes estadios ni propietarios con dinero a espuertas.

Muchos temen que ese concepto del juego haya desaparecido. Con sus cadenas mundiales
de grandes tiendas y toda una serie de contratos televisivos, los grandes clubes
se han enriquecido, no sólo en términos absolutos, sino también
respecto a otros con menos recursos. Con las ventas de las réplicas de
las camisetas de Beckham y Ronaldo, el Real Madrid se embolsa en un mes lo que
muchos clubes ganan en un año, así que no es sorprendente que
el club blanco vapulee en la liga española a sus contrincantes con más
dificultades financieras. Y la verdad es que los resultados de la liga se conocen
de antemano.

El Manchester United o el Arsenal de Londres han ganado 10 de los 11 últimos
títulos de la Premier League. El aficionado de un equipo italiano que
no sea la Juventus o el AC Milán se levantará todas las mañanas
con la deprimente y angustiosa sensación de saber cómo quedará
la tabla definitiva de la liga. Es muy difícil no caer en esas lamentaciones,
que recuerdan a las críticas de la izquierda a la liberalización
del mercado global. Esas quejas tienen un halo de romanticismo, pero no resisten
un examen riguroso. Los clubes más ricos siempre han dominado las ligas
de sus países, aunque no hayan sido los mismos nombres. Ni el Liverpool
ni el Atlético de Madrid ni el Borussia Moenchengladbach ocupan ahora
el lugar preponderante que un día tuvieron. Aun así, la élite
del fútbol europeo y latinoamericano ha sido constante con el paso del
tiempo. Ciertamente, la globalización ha introducido una cierta movilidad
en el sistema. Los inversores extranjeros han creado nuevos equipos punteros
de la noche a la mañana. El Chelsea, financiado con el dinero del petróleo
ruso, parece dispuesto a quebrar el monopolio del fútbol inglés.
La multinacional Parmalat utilizó el dinero de las ventas internacionales
de sus productos para llevar a clubes de Italia y Brasil al éxito, aunque
ahora su futuro está en entredicho. Por supuesto, es posible sobrestimar
el esplendor del nuevo orden en el fútbol. Hace años, un parlamentario
sueco, Lars Gustafson, propuso la nominación de este deporte para el
Nobel de la Paz, desatando una serie de furiosas críticas que tachaban
la propuesta de ridícula. Y tenían razón. El fútbol
no merece el premio de la paz, merece el premio de economía.

Buena parte de la literatura sobre fútbol
oscila a menudo entre lo banal y lo sesudamente académico.
Sin embargo, hay obras muy destacables, incluso para los no aficionados.
El norteamericano Bill Bufford, ex director del prestigioso semanario
británico Granta, es autor de uno de los mejores relatos
periodísticos sobre el tema: Entre los vándalos (Ed.
Anagrama, Barcelona, 1992), un retrato de los hooligans y de su
modo de vida que es ya todo un clásico del periodismo y de
las letras anglosajonas. Manuel Vázquez Montalbán,
gran seguidor del Barça, un tema sobre el que escribió
hasta su muerte en el diario El País, ambientó uno
de los libros de la serie Carvalho en el mundo del balón:
El delantero centro fue asesinado al amanecer (Ed. Planeta, Barcelona,
1998). El escritor uruguayo Eduardo Galeano lleva a cabo una recreación
más poética del asunto en Fútbol a sol y a
sombra (Ed. Siglo XXI de España, Madrid, 1998).Además, existen estudios y ensayos excelentes sobre este
deporte. En España, el periodista y ensayista Vicente Verdú
realiza en El fútbol, mitos, ritos y símbolos (Ed.
Alianza. Madrid, 1981) una investigación exhaustiva sobre
la influencia del mundo del balón en la sociedad española.
Dentro de la producción del prolífico Julián
García Candau, uno de los mayores expertos en nuestro país,
destacan: Épica y lírica del fútbol (Ed. Alianza,
Madrid, 1996) y Madrid Barça: Historia de un desamor (Ed.
El País Aguilar, Madrid, 1996). En otras coordenadas, Offside:
Soccer and American Exceptionalism (Princeton University Press,
Princeton, 2001), de Andrei S. Markovits y Steven L. Hellerman,
explora por qué EE UU ha permanecido al margen de lo que
se ha convertido en el fenómeno más globalizado de
nuestra era. Alex Bellos se sirve del fútbol como vehículo
antropológico para entender las razas, las clases y la corrupción
en Brasil en Futebol: The Brazilian Way of Life (Bloomsbury, Nueva
York, 2002). Y Bill Murray narra la historia de la enemistad entre
los clubes Celtic y los Rangers en The Old Firm: Sectarianism, Sport,
and Society in Scotland (Humanities Press, Atlantic Highlands, 1984).

Periodistas de primera fila analizan en todo el mundo las vertientes
económicas y políticas del fútbol. Un ejemplo
magistral es el del polaco Ryszard Kapuscinski con su libro La guerra
del fútbol y otros relatos (Ed. Anagrama, Barcelona, 1994),
que muestra las imbricaciones entre el fútbol y la política,
ya que el relato que da título a la obra describe el conflicto
que estalló entre Honduras y El Salvador tras un partido.
Gabriele Marcotti escribe la columna Inside World Soccer para Sports
Illustrated y colabora en varias publicaciones europeas. Para obtener
información sobre las perspectivas en el fútbol y
la globalización puede consultarse ‘Gloooooooooo-balism!’,
de Franklin Foer (Slate, 12 de febrero de 2001). Para entrar en
la filosofía del balón, además de los diarios
Marca y As, que analizan a diario la cuestión, destacan las
secciones de deporte de los diarios de información general
con columnistas de renombre.

 

Franklin Foer es director asociado
de The New Republic. Su libro sobre fútbol y política será
próximamente publicado por la editorial HarperCollins.