Netanyahu está contra las cuerdas, los intereses de la seguridad global, de Oriente Medio e incluso de Israel, le exigen una política contundente y decisiva.

 

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Muchas cosas han cambiado en los 18 meses que han pasado desde el que el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, visitara al presidente estadounidense, Barack Obama, en la Casa Blanca. En este tiempo ambos líderes han sido reelegidos, Obama ha realizado su primera visita como presidente a Israel, se han relanzado las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos, y ese tipo que suena bastante pragmático, Hasan Rohaní, ha sido elegido presidente de Irán.

En lo que podría considerarse un discurso anti giro asiático, Obama anunció a la Asamblea General de la ONU que Estados Unidos se encuentra implicado en Oriente Medio "a largo plazo" y que "en el corto plazo, los esfuerzos diplomáticos de Estados Unidos se centrarán en dos temas concretos: el intento de conseguir armas nucleares por parte de Irán y el conflicto árabe-israelí".

Ese mensaje será recibido de forma dispar en Jerusalén, que tiene ganas de una mayor huella estadounidense en la región, pero es menos entusiasta en lo que respecta a la idea de que hacer las paces con los palestinos y el establecimiento de tratos con los iraníes pasen a ocupar un lugar prioritario. Por esa razón, es probable que con esta visita ambos líderes se encuentren de nuevo en un terreno que les es familiar, más centrados en comprobar las intenciones ocultas del contrario que en trabajar juntos como estrechos aliados.

El presidente de Estados Unidos es, en cierto modo, un libro abierto, pero el enfoque de Netanyahu exige un poco más de interpretación y de contexto. Hay demasiados de estos análisis que han sido sistemáticamente erróneos, por suerte. Si los más destacados observadores de Netanyahu hubieran tenido razón, estaríamos cumpliendo el segundo o tercer aniversario de alguna campaña de bombardeos israelíes contra Irán.

De hecho, Netanyahu se ha puesto una vez más en modo amenaza. Su última floritura retórica ha sido citar la antigua máxima de Hillel "Si yo no estoy para mí mismo, ¿quién estará para mí? ", una actualización de su anterior estribillo sobre el derecho de Israel a "defenderse a sí mismo por sí mismo". Ese lenguaje es interpretado de forma generalizada por los comentaristas israelíes como una reafirmación de la disposición de Israel a atacar Irán por sí solo si se considera que las líneas rojas de Netanyahu respecto al programa nuclear iraní se han cruzado.

Este debate ha adquirido una nueva urgencia, dada la apertura diplomática aparentemente producida por la elección de Rohaní. No es ningún secreto que Netanyahu ha sido arrastrado a una situación que le es incómoda por la posibilidad de un acercamiento entre Estados Unidos e Irán. El comportamiento agresivo e insultante del expresidente Mahmud Ahmadineyad le convirtió en un adversario conveniente para Israel; el nuevo líder iraní y su equipo diplomático, incluyendo al notablemente refinado ministro de Exteriores, Javad Zarif, presenta un desafío de un orden de magnitud muy diferente.

Bajo estas nuevas circunstancias, la pregunta recurrente para los políticos de Washington es si la línea dura de Netanyahu al afrontar la nueva realidad de Irán es el enfoque racional de un líder israelí comprensiblemente prudente y preocupado, o si este retroceso es una indicación de una postura más intransigente. Este paso atrás ha sido además implacable: Netanyahu ha hecho un llamamiento a una intensificación de las sanciones y las amenazas militares, ha pintado al nuevo presidente de Irán como un "lobo con piel de cordero" y ha ridiculizado las felicitaciones de Rosh Hashanah enviadas al mundo judío desde las cuentas de Twitter de los líderes iraníes. La Embajada de Israel en Washington ha creado, incluso, una cuenta de LinkedIn falsa para Rohaní que presentaba sus habilidades como "armas de destrucción masiva " e "ilusión".

Lamentablemente, la acumulación de evidencias indica que esto no es solo cuestión de que el líder israelí esté asumiendo una postura dura pero realista. Si la principal preocupación de Netanyahu es realmente la cuestión nuclear, debería ser capaz de asumir el hecho de que un resultado negociado ofrece la mejor protección a largo plazo contra la posibilidad de que Irán desarrolle un arma nuclear. Lo máximo que los ataques militares podrían lograr sería un retraso a corto plazo de la capacidad iraní para militarizar su programa nuclear —una decisión que en cualquier caso Teherán todavía no ha tomado, según el consenso existente entre las agencias de inteligencia occidentales—. Un ataque también crearía un incentivo mayor para que el régimen de los ayatolás militarice su programa nuclear.

Por el momento, sin embargo, Netanyahu está enviando señales de que no existe un acuerdo realista que pudiera ser aceptable para Israel. Por ejemplo, hay un consenso entre los expertos y funcionarios occidentales respecto a que el derecho de Irán a enriquecer uranio —de forma limitada y bajo supervisión internacional— para su programa civil de energía nuclear será una parte necesaria de cualquier acuerdo. Netanyahu lo rechaza.

Si Irán está dispuesto a hacer un trato que en la práctica proporciona una garantía contra la militarización de su programa nuclear, y ese acuerdo es aceptable para el presidente de Estados Unidos, ¿por qué Netanyahu no aceptaría un sí por respuesta?

La razón está en la visión más amplia que tiene Netanyahu del lugar que ocupa Israel en la región. El primer ministro israelí simplemente no quiere una República Islámica de Irán que sea un actor relativamente independiente y poderoso. El Estado israelí se ha acostumbrado a un grado de hegemonía regional y de libertad de acción —en especial de acción militar— que prácticamente no tiene precedentes en la esfera global, en especial para una potencia que, después de todo, es bastante pequeña. Los israelíes se muestran comprensiblemente reacios a renunciar a todo eso.

Los líderes de Israel buscan mantener la conveniente realidad de una región vecina habitada por sólo dos tipos de regímenes. El primer tipo son los que tienen un cierto grado de dependencia de Estados Unidos, lo que les impone serias limitaciones a la hora de desafiar a Israel (incluyendo desde el punto de vista diplomático). El segundo tipo son los considerados más allá de lo tolerable tanto por Washington como por tantos otros actores internacionales como sea posible y, por lo tanto, incapaces de ocasionar graves daños a los intereses israelíes.

Los dirigentes israelíes considerarían la aparición de un tercer tipo de actor regional —que quizá no sea demasiado respetuoso con Washington, pero que tampoco se vea sometido a un boicot y que, incluso, cuente con una cierta importancia económica, política y militar— un suceso enormemente indeseable. Además esto amenaza con convertirse en una característica no tan infrecuente en Oriente Medio. Basta con pensar en la Turquía del primer ministro Recep Tayyip Erdoğan, en Egipto antes del golpe del 3 de julio o en un Irán que supere sus disputas nucleares y comience a normalizar su las relaciones con Occidente.

Hay otras razones para que Netanyahu se oponga a cualquier avance que permita a Irán liberarse de su aislamiento y ganar aceptación como un actor regional importante con el que Occidente pueda tratar. El actual punto muerto es un modo extremadamente útil de distraer la atención de la cuestión palestina y un gran avance diplomático con Teherán. Probablemente pondría, aún más, el foco en la propia capacidad de armas nucleares de Israel. Pero el punto clave que hay que entender para interpretar la política de Netanyahu es este: mientras que Obama ha dejado a un lado su intento por cambiar la naturaleza del sistema político de la República Islámica, el líder israelí está volcado en conseguir un compromiso que lleve a un cambio de régimen —o en su defecto, para el aislamiento del mismo— en Irán. Y perseguirá ese objetivo, incluso a costa de un acuerdo viable sobre el tema nuclear.

El maximalismo de Netanyahu no representa un consenso unánime dentro del establishment israelí. Hay otra línea de pensamiento en Israel —sobre todo entre los miembros ya jubilados de las élites de seguridad, como los antiguos responsables del Mossad, Meir Dagan y Efraim Halevy, y el ex jefe del Shin Bet, Yuval Diskin— que sostiene que los desafíos planteados por Teherán pueden ser manejados de manera diferente en momentos diferentes. Otros dentro del establishment de Israel reconocen que el actual periodo de hegemonía no cuestionada es insostenible y que se tendrán que realizar ajustes. Algunos entienden la utilidad de contar con un Irán más ligado al sistema internacional en vez de aislado de él: un acuerdo sobre el programa nuclear iraní, por ejemplo, podría tener también su utilidad a la hora de limitar el margen de maniobra de grupos como Hezbolá y Hamás.

Pero Netanyahu ha rechazado estas posiciones. Si algo es el primer ministro es coherente: se mostró igualmente intratable cuando la cúpula dirigente palestina y la Liga Árabe presentaron propuestas pragmáticas. Aunque los líderes de la OLP aceptan la existencia de Israel, las fronteras de 1967 y un arreglo respecto a los asentamientos israelíes (incluyendo Jerusalén Este) logrado por medio de intercambios de tierras, Netanyahu ha ido desplazando los postes que marcan la línea de meta, rechazando las fronteras de 1967 y negándose a aceptar un sí por respuesta. Con la "Iniciativa de Paz Árabe" de la Liga Árabe que ofrece el reconocimiento de Israel y una paz global a cambio de la retirada de los territorios ocupados, el líder isralí está, nuevamente, siguiendo este patrón de rechazo.

Netanyahu es un dirigente profundamente ideológico con una fe inquebrantable en un Gran Israel y en la hegemonía regional. Si esta interpretación del líder israelí es exacta, no augura nada bueno sobre la reacción de Israel a la naciente relación diplomática entre Estados Unidos e Irán. En las próximas semanas y meses, el primer ministro, probablemente, intentará hacer descarrilar cualquier posibilidad de grandes avances diplomáticos.

En esa misión, por supuesto, no está solo. Estará acompañado por los halcones y los neoconservadores estadounidenses, los republicanos que se oponen a Obama en cualquier cosa y algunos demócratas con una inclinación más pro israelí. Sus esfuerzos se concentrarán en intensificar las amenazas contra Irán, en el aumento de las sanciones y en elevar el listón hasta un lugar imposiblemente alto en los términos

de un acuerdo nuclear. Todo esto servirá —hay que asumir que de forma intencionada— para reforzar a los partidarios de la línea dura en Teherán, que se oponen igualmente a un acuerdo. Por supuesto, las fuerzas iraníes alineadas contra el pragmatismo de Rohaní no necesitan estímulos desde EE UU. Pero en ausencia de este, no están en una posición dominante —y lo más importante, el presidente de Irán parece tener el respaldo del líder supremo, Alí Jamenei, para su iniciativa diplomática—. En la actualidad, la diferencia entre Washington, Teherán y Jerusalén consiste en que sólo en la última es un representante de la facción de la línea dura, en lugar de uno del bando pragmático, el que ocupa el cargo político más alto.

Si la diplomacia sobrevive a esta arremetida inicial y se concretan los contornos de un acuerdo, Netanyahu se enfrentará a la disyuntiva que más ha querido evitar a lo largo de todos sus años en el cargo: consentir un acercamiento de Occidente a Irán o quedarse solo en su postura de desafío diplomático y, presumiblemente, militar. El ideólogo que hay en él le aconsejará el desafío, mientras que su lado de político con aversión al riesgo le recomendará dar marcha atrás.

Si Netanyahu quiere una salida a bombardear Irán, podría simplemente declarar la victoria. Sería un discurso fácil de escribir: Bibi declararía que sólo la presión israelí a favor de las sanciones y una amenaza militar creíble han creado las condiciones para un acuerdo nuclear con Irán. Incluso si el líder israelí está equivocado en los detalles que se refieren a las sanciones y las amenazas —que a menudo han impedido, no impulsado, el avance en el camino hacia un acuerdo— se habrá logrado el resultado deseado.

Netanyahu no está bajo la presión de la opinión pública israelí para atacar militarmente o rechazar un acuerdo. Su cúpula de seguridad está dividida, pero se muestra recelosa a actuar en solitario, e incluso en su Gobierno no hay consenso sobre el tema. Y es por eso que su visita a Washington es tan importante: aunque Obama se retiró de la cuestión palestina cuando Netanyahu le miró fijamente —primero en el tema de los asentamientos y luego en el tema de la utilización de las fronteras de 1967 como base para un acuerdo— en el caso de Irán hasta ahora han aplazado sus desacuerdos. Sin embargo, esta opción puede estar llegando a su fecha de caducidad. El tema iraní es ahora más urgente y si se quiere avanzar en cualquiera de las prioridades que Obama destacó en Naciones Unidas —Irán y la paz entre Israel y Palestina— el presidente tiene que superar en habilidad de maniobra al líder israelí.

Los cálculos de Netanyahu y sus acciones están afectados por las señales claras que se envíen de Washington, Europa y otros países para que se deje de socavar la diplomacia y en defensa de los incomparables beneficios de un acuerdo con Irán. Después de pasar décadas boxeando en Teherán, puede que los intereses de la seguridad global y regional —e incluso del propio Israel— exijan ahora de Bibi un arranque contundente y decidido.

 

Este artículo fue publicado originalmente en Foreign Policy.

 

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