Cómo la tierra de Gengis Khan se convirtió en una nueva versión en la estepa de la fiebre del oro.

 

 

Por primera vez desde que se tiene recuerdo se han producido atascos de tráfico en Ulán Bator, un lugar conocido o bien como respuesta a algún juego de preguntas de cultura general (¿Qué capital tiene la temperatura media más fría?), o como una curiosidad histórica: el Tombuctú de Asia, la legendaria patria de Gengis Khan.

Hasta hace poco la capital de Mongolia tenía más caballos que coches. Ya no. El país se encuentra en mitad de una épica fiebre del oro –pensemos en el San Francisco de 1849– pero ahora son el cobre y el carbón los que han atraído a empresarios, banqueros de inversión y mineros desde Londres, Dallas y Toronto que llegan en aviones repletos de personas. Hoy, Ulán Bator es un hervidero de conversaciones sobre opciones, porcentajes, rendimientos y ofertas públicas iniciales de acciones. Desde el siglo XIII, cuando Gengis Khan unió a las tribus nómadas de estas remotas estepas y estableció un imperio que con el tiempo llegó a extenderse desde Europa Oriental a Vietnam, no había visto Mongolia tanta acción. La Bolsa del país (aunque todavía sigue siendo la más pequeña del mundo) subió un 125% en los últimos doce meses y el Fondo Monetario Internacional pronostica tasas de crecimiento del PIB de dos cifras para los próximos años. Otros no son ni mucho menos tan pesimistas: Renaissance Capital –un banco de inversión que se especializa en mercados emergentes y de los muchos que hace poco han abierto .negocio en el país– señala que la producción general de la economía podría cuadruplicarse para 2013.

“Mongolia está a punto de vivir un boom. De eso no hay ya la menor duda”, afirma John Finigan, el consejero delegado irlandés de uno de los mayores bancos del país asiático. Finigan, un veterano de los mercados en desarrollo, dice que sólo ha visto un potencial de crecimiento comparable en los Estados petrolíferos del Golfo Pérsico.

La razón del éxito puede ser resumida en una palabra: China. Mongolia tiene algunos de los mayores yacimientos de carbón sin explotar del mundo, algo vital para las hambrientas acerías y centrales eléctricas de su vecino del sur. Es además rica en cobre, imprescindible en las líneas de transmisión eléctrica que se están fabricando a una velocidad record en las ciudades chinas, que crecen también con gran rapidez, y en la producción de baterías, especialmente las destinadas al floreciente mercado de  los coches eléctricos. El gigante asiático consume casi 7 millones de toneladas al año (aproximadamente un 40 % de la demanda global), pero está camino de triplicar sus necesidades de cobre en un plazo de 25 años, según CRU Strategies, una consultora de minería y metales con sede en Londres.

Hace veinte años, cuando visité Mongolia por primera vez, acababa de emerger de siete décadas bajo el paraguas soviético. Ulán Bator tenía una especie de etéreo halo de conmoción postbélica. Había unos pocos hoteles mugrientos que daban a la Plaza Sukhbaatar, nombrada como el líder de la revolución de 1921 que transformó el país en el segundo Estado socialista del mundo. Tras décadas de declive, la ciudad parecía como el plató de una película apocalíptica, especialmente en lo más crudo del invierno, cuando el cielo era de un perpetuo gris marengo.

Hoy en día, Ulán Bator se parece cada vez más a una de esas ciudades chinas que han florecido al calor de un boom económico, y con los mismos aderezos: explosión de los precios de las propiedades inmobiliarias, enormes entradas de capital, creciente preocupación sobre la corrupción, una brecha cada vez mayor en la desigualdad de los ingresos y una inundación de vistosos automóviles en las carreteras. Hace un año, una boutique de Luis Vuitton abrió sus puertas en el elegante edificio Central Tower, cercano a la Plaza Sukhbaatar.

Una vitrina de cristal guarda una silla de montar a caballo incrustada de gemas. “Es una pieza única fabricada expresamente para Mongolia”, dice el encargado. En la planta de abajo la oferta es más convencional. Un bolso de cocodrilo se vende por 20.000 dólares (unos 15.000 euros); los relojes rondan los 17.000. Las cifras son asombrosas en un país que está todavía entre los más pobres del mundo. El PIB per cápita en 2008 era de unos 3.100 dólares, situando a Mongolia en el lugar 166 entre las naciones más pobres –justo por delante de Cisjordania. Sin embargo eso no ha impedido que Ermenegildo Zegna, Hugo Boss y Burberry inauguren sus tiendas. “Aquí hay un montón de dinero nuevo”, dice Zoljargal, director de márketing de Shangri-La Ulaanbaatar, que se está apresurando a acabar un nuevo centro comercial, además del primer hotel de lujo de Mongolia.

La razón del éxito puede ser resumida en una palabra: China

El glamour desaparece tan pronto como se abandona la capital. En las afueras de la ciudad se sitúan los campamentos de ger, las tiendas de comunidades nómadas donde decenas de miles de personas viven en la pobreza. Más allá hay pocos signos de civilización, sólo la inmensidad del desierto del Gobi. Las duras condiciones y la falta de infraestructura han obstaculizado su habitabilidad y desarrollo durante siglos.

Pero este inhóspito terreno es también la clave del futuro auge. Porque aquí se encuentra Ovoot Tolgoi, una mina de carbón a algo menos de 50 kilómetros de la frontera china gestionada por una empresa canadiense llamada SouthGobi. La empresa ha invertido 200 millones de dólares en unas instalaciones de vanguardia que llevan un ritmo encaminado a vender 4 millones de toneladas de carbón al gigante asiático al año, con planes para doblar la producción para 2012. “Mongolia: la Arabia Saudí del carbón”, dice el eslogan de la web de la compañía.

El optimismo se vuelve comprensible cuando visito el sitio, donde un océano de carbón cubre la superficie de la arenosa tierra. La veta tiene de media más de 50 metros de ancho –una de las más gruesas del mundo– y 250 metros de profundidad, aunque algunas partes bajan hasta al menos 600 metros. Ovoot Tolgoi tiene unas reservas iniciales probadas de 114 millones de toneladas, cantidad suficiente para durar hasta 16 años, pero se trata de un cálculo conservador y sólo sobre la única mina que hay actualmente en producción. SouthGobi también tiene licencias para otros dos yacimientos. Layton Croft, uno de los vicepresidentes de la compañía, compara esta fiebre con los excitantes días de la era de las puntocom. “Es un poco como Minegolia.com”, dice. “La diferencia es que este boom es real, y va a durar mucho, mucho tiempo”.

No obstante, hay obstáculos en el camino, en especial un Gobierno que es propenso a la corrupción y que está más acostumbrado a sufrir las consecuencias de la habitual escasez de combustible y alimentos que a gestionar una repentina afluencia de riqueza. “Por supuesto, la preocupación es que estos ingresos conduzcan a malas decisiones políticas”, dice S. Oyun, miembro del Parlamento y responsable de la Fundación Zorigm, un grupo que vigila la gestión del Ejecutivo. Pero el presidente Tsakhia Elbegdorj rechaza las preocupaciones de que la zona pudiera acabar como la próxima imagen emblemática de la maldición de los recursos. “Somos del todo conscientes del caso de Nigeria, del fenómeno de la enfermedad holandesa, etc.”, me cuenta Elbegdorj. “Mongolia es un país democrático de gente con educación. Nuestro pueblo y la democracia son las garantías de que éste no se convertirá en otra Nigeria”.

Es difícil no simpatizar con una región que durante tanto tiempo tuvo tan poco y está por fin consiguiendo llevarse su parte del pastel. Pero en esta inhóspita tierra de guerreros legendarios, algo se perderá inevitablemente si Mongolia se convierte en la Arabia Saudí del Norte. A Gengis Khan ni muerto lo pillarían vistiendo de Prada.

 

Foto: Getty Images

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