El 11 de noviembre de 1989, alemanes del oeste se amontonan para ver como cae el muro ante la mirada de los soldados de Alemania del Este. (Gerard Malie/AFP/Getty Images).
El 11 de noviembre de 1989, alemanes del oeste se amontonan para ver cómo cae el muro ante la mirada de los soldados de Alemania del Este. (Gerard Malie/AFP/Getty Images).

Se cumple un cuarto de siglo desde la caída del Muro de Berlín y, por tanto, del inicio del colapso de la Unión Soviética y la reunificación de Alemania. Pocas veces en la Historia ha habido un punto de inflexión tan claro, un corte tan definido: al derrumbe le seguirían las reformas de Mijaíl Gorbachov, la separación de 15 repúblicas de la URSS y su disolución, el derrocamiento de los regímenes dictatoriales en Checoslovaquia y Rumanía…. Y todo en cuestión de meses. Desde entonces los cambios han sido vertiginosos, no solo para los actores directamente implicados. Observándolos en perspectiva, algunos han sido realmente inesperados. He aquí algunas de las sorpresas que nos depararía el devenir de los acontecimientos tras la caída del muro de la vergüenza.

Que la NSA actuaría “como la Stasi”

El espía del Ministerio para la Seguridad del Estado lo sabía todo de sus ciudadanos, sobre todo de los más peligrosos: cuándo se acuestan, cuándo se levantan, con quién hablan. Escuchas telefónicas, violación de la correspondencia, dispositivos de vigilancia, videocámaras… Nada se escapaba a la Stasi, que en 1989 había creado uno de los más abyectos archivos de datos personales de la Historia. Los ciudadanos de la República Democrática Alemana, y en especial los intelectuales y disidentes berlineses, estaban en el punto de mira del Gran Hermano controlado a su vez por el Gobierno. Una cuarta parte de los ciudadanos de la Alemania del Este tenían ficha en los archivos de la Stasi en Berlín. Decenas de miles de policías secretas e informantes recopilaban cada detalle. La seguridad del país ante sus enemigos exteriores justificaba el control absoluto.

La caída del muro de Berlín permitió que los alemanes orientales, entre ellos Angela Merkel, que contaba por entonces 35 años, recuperaran sus libertades. Aparejada iba una aversión absoluta al control preventivo y en masa de la vida privada por parte de los gobiernos. Entonces Estados Unidos representaba la libertad ansiada.

Dos décadas después, la misma Merkel se reunía con el presidente estadounidense Barack Obama y le reprochaba el programa de espionaje masivo global implantado por la Agencia Nacional de Seguridad, NSA. Su propio teléfono personal estaba pinchado. Merkel, según las crónicas del diario The New York Times, comparó los métodos de la NSA con los de la Stasi.

La Canciller se desdijo poco después en una entrevista, insistiendo en que para ella no había “absolutamente ningún parecido entre la Stasi y el trabajo de las agencias de inteligencia de los países democráticos”. Pero Merkel no había sido la única en sentir el escalofrío acerca del extremo poder total que tenían unos miles de funcionarios en Estados Unidos sobre la vida privada de millones de personas sobre las que no había sospecha alguna. Entre los mil ángulos del escándalo estaba el del love-intel, la información que estos funcionarios extraían de sus parejas o amantes por propio interés.

La velocidad con la que se desintegró la Unión Soviética

En 1983, el entonces presidente estadounidense Ronald Reagan llamó por primera vez a la Unión Soviética el “Imperio del Mal”. La lucha contra Moscú era un combate entre “el bien y el mal”, decía el político conservador. En el imaginario colectivo de la guerra fría, la URSS era un todopoderoso titán contra el que toda precaución, toda guerra indirecta, toda contención, eran imprescindibles. Su enorme poder y fortaleza justificaban armarse hasta los dientes y hasta la Guerra de las Galaxias.

Sin embargo, ante la sorpresa de la gran mayoría de analistas que creían que el imperio comunista solo podía ser aniquilado por la fuerza, se trataba en realidad de un titán con los pies de barro, un Aquiles cuyo talón era su economía, no la guerra nuclear.

Tras la caída del muro de Berlín, la URSS no tardaría más que unos pocos meses en deshacerse. Lo que había tardado en fraguarse casi un siglo y había costado millones de vidas humanas, terminó con la independencia de 15 repúblicas antes de que finalizara 1991. Con el Tratado de Belavezha, firmado por Ucrania, Bielorrusia y Rusia, se daba por nulo el Tratado de Creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que en 1922 había dado origen a ese “Imperio del Mal” que tanto odió y tanto mentó Ronald Reagan.

Que China seguiría siendo comunista

Unos meses antes de la euforia producida por la apertura del Muro de Berlín, el Partido Comunista Chino había aplastado una revuelta popular en la céntrica plaza pequinesa de Tiananmen que, entre otras cosas, pedía democracia. Centenares de muertos y una condena internacional que le supondrían el aislamiento durante los siguientes años. Ahora se sabe que el Gobierno chino terminaría optando por la mano dura para mantener su régimen oligárquico y que la presión popular se diluiría ante el crecimiento económico sin precedentes. Sin embargo, en aquellos días vertiginosos de finales de los 80 muchos observadores y analistas internacionales contaban los días para que China, un imperio menos poderoso que el soviético (y que de hecho llamaba Da Ge, hermano mayor, a la URSS), empezara a desmoronarse.

No ocurrió. Mientras Mijaíl Gorbachov decidía lanzar la Glasnost, el deshielo, abrir la economía de forma abrupta al capitalismo, los dictadores chinos, con Deng Xiaoping a la cabeza, optaron por el camino del medio: empezaron a permitir pequeños comercios, experimentaron con el capitalismo en sus Zonas Económicas Especiales, cooptaron a los empresarios permitiéndoles la entrada en el Partido Comunista y montaron un sistema de connivencia entre lo político y lo económico. Un particular capitalismo clientelista que desde Pekín siguen insistiendo en llamar socialismo con características chinas y que no parece tener fecha de caducidad.

Que Estados Unidos sería atacado por su propio aliado contra la URSS: Bin Laden

En 1979 Osama Bin Laden era un rico heredero que trabajaba en la empresa familiar como ingeniero en Arabia Saudí. En ese momento, a más de 3.000 kilómetros de distancia, la Unión Soviética entraba en Afganistán para ayudar a las fuerzas armadas de la República Democrática de Afganistán (RDA) en su lucha contra los muyahidines islámicos. Él abandona en ese momento la empresa familiar y se introduce en la yihad contra las tropas invasoras. Al principio, simplemente, recauda dinero; rápidamente evoluciona hacia el reclutamiento de defensores de la causa afgana, contribuyendo a formar un Ejército extranjero de varias decenas de miles de soldados. En la década siguiente los yihadistas contra las tropas soviéticas recibirían miles de millones de dólares de Washington y el propio Bin Laden entrenamiento directo de la Agencia Central de Inteligencia. Afganistán era una guerra proxy en la que Estados Unidos combatía a su principal enemigo: Moscú. En 1988 Bin Laden monta Al Qaeda, La Base, un grupo de lucha contra la RDA y el Ejército soviético.

En 1989, poco antes de la caída del muro de Berlín, los soviéticos se retiran de Afganistán. Bin Laden y los suyos han salido victoriosos y tienen ahora las manos libres para atacar a los demás “enemigos del islam”. La implosión del imperio soviético dejaba libre el camino hacia la persecución de otros infieles. Fue entonces cuando, en 1990, Washington despliega tropas en Arabia Saudí para atacar Irak. Bin Laden considera esta situación una ofensa de los lugares santos y se declara enemigo de Estados Unidos. Años después vendría el primer atentado contra las tropas americanas, el fallido de Yemen y los encadenados de Nairobi y Dar es Salam, con 263 muertos en 1998, o el intento de hundimiento del barco de guerra US-Cole, que provocó 17 fallecidos. Todo, antes de perpetrar los ataques de las Torres Gemelas, el mayor cometido en suelo americano desde Pearl Harbour, con casi 3.000 fallecidos.

Graffiti de Banksy en el muro construido por los israelíes en Cisjordania (Marco Di Lauro/Getty Images).
Graffiti de Banksy en el muro construido por los israelíes en Cisjordania (Marco Di Lauro/Getty Images).

Que surgirían otros muros de la vergüenza

Desde el “Soy un berlinés” de John F. Kennedy hasta el “¡Derribe este muro!” de Ronald Reagan, el Muro de Berlín ha sido testigo de grandes discursos cargados de simbología: los soviéticos dividían y separaban a la gente con fortificaciones de la vergüenza, barreras físicas que impedían a los ciudadanos moverse libremente, que separaban a padres de hijos, tíos de sobrinos, vecinos de vecinos. ¡Derribe este muro!, insistía Reagan, pidiendo que se permitiera a los alemanes ser libres y unificarse.

25 años después, los muros de la vergüenza se multiplican, y muchos de ellos los levantan democracias. Estados Unidos ha construido uno en su frontera con México: varios kilómetros realizados y un plan para extenderlo (Secure Fence act de 2006) hasta más de 600 kilómetros de los más de 3.000 de la frontera. Enrique Peña Nieto ha pedido a Barack Obama en un discurso junto al muro que lo derribe. España ha sido criticada desde Bruselas por poner cuchillas en la parte alta de sus vallas contra la inmigración en sus límites con Marruecos.

Pero el caso más llamativo es el que Israel ha construido en Palestina para reducir los ataques terroristas, según Tel Aviv. Si el de Berlín tenía una altura de 3,5 metros, el israelí alcanza los 7; si aquél tenía unos 40 kilómetros de longitud, este supera los 400 y sigue en construcción. Ambos han servido de lienzo para pintadas políticas. En el de Berlín, la más conocida fue la del beso entre el líder de la Alemania Oriental, Erich Honecker, y su contraparte soviética, Leonid Brezhnev. En el palestino, las del grafitero Banksy, con imágenes cargadas de significado como la de la niña que supera la altura del muro gracias a un racimo de globos.

Hay dos diferencias fundamentales. La primera es que el muro israelí ha conseguido de hecho reducir el número de atentados palestinos en su territorio, algo que no se estaba produciendo en Berlín cuando se levantó. La otra es que el de Berlín se construyó en territorio de la Alemania del Este. El israelí está en su mayoría en territorio ocupado palestino, y solo el 20% se levanta sobre la llamada Línea Verde del armisticio árabe israelí. Ningún presidente estadounidense ha exigido su derribo o, al menos, que se construya en las tierras consideradas israelíes por los acuerdos bilaterales e internacionales. Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia sí han pedido que se detenga su construcción y que se desmantelen las partes dentro de territorio palestino ocupado. Es un “¡Derribe este muro!”, 25 años después.