Partidarias de la candidata presidencial por el Partido Socialista Brasileño (PSB), Marina Silva, distribuyen pegatinas e información durante la campaña electoral en la favela Rocinha en Río de Janeiro. (Yasuyoshi Chiba/AFP/Getty Images)
Partidarias de la candidata presidencial por el Partido Socialista Brasileño (PSB), Marina Silva, distribuyen pegatinas e información durante la campaña electoral en la favela Rocinha en Río de Janeiro. (Yasuyoshi Chiba/AFP/Getty Images)

Las demandas de una sociedad que quiere más derechos, la resaca del Mundial y la sombra de la corrupción son algunos de los temas que están sobre la mesa.

Después de doce años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), con dos mandatos de Luiz Inácio Lula da Silva y uno de su sucesora, Dilma Rousseff, el próximo 5 de octubre 142 millones de electores brasileños están convocados a las urnas en una primera vuelta para decidir quién dirigirá el país los próximos cuatro años. Todos los sondeos apuntan a que habrá balotaje y que a esa segunda vuelta, convocada para el 2 de noviembre, pasarán la actual mandataria y la ambientalista Marina Silva, que ha subido como la espuma en las encuestas en detrimento del conservador Aécio Neves, candidato del principal partido de la oposición, el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB). Conocido también como el partido tucano. Con este panorama, ¿qué asuntos son los que están pautando la campaña?

La muerte de Eduardo Campos y la ascensión de Marina

El pasado 13 de agosto, la campaña presidencial dio un vuelco trágico e inesperado: el candidato del Partido Socialista Brasileño (PSB), tercero en la disputa electoral, murió en un accidente aéreo y su candidata a la vicepresidencia, Marina Silva, lo sustituyó en la contienda. Silva, que fuera ministra de Medio Ambiente durante el primer mandato de Lula, ya se enfrentó a Rousseff en 2010. En esa ocasión lo hizo bajo las siglas del Partido Verde (PV) y obtuvo un resultado inédito para esa formación: 20 millones de votos, el 20% de los sufragios. Se había demostrado el tirón electoral de una candidata que se presenta como verde y que muchos ven como una alternativa a la alternancia entre PT y PSDB.

La candidatura de Silva hizo que el PSB subiera como la espuma: en unos días, pasó del 9% al 29% de la intención de voto, muchos sondeos la dan ya como ganadora en segunda vuelta. El secreto de su éxito ha sido su capacidad de captar los votos del descontento político y social, ese mismo que se encarnó en las masivas manifestaciones de junio de 2013 y en las protestas previas al Mundial de Fútbol. En el debate televisivo que reunió el pasado 28 de agosto a los principales candidatos, Silva se presentó como representante de esa nueva política que demanda buena parte de la sociedad brasileña. Pero muchos la acusan de ambigüedad y falta de claridad ideológica, que se deriva de su propio interés por captar votos a izquierda y derecha.

La bandera de Marina Silva, y su principal fortaleza ante el electorado joven y progresista, es la defensa del medio ambiente; siendo muy joven, Silva defendió la selva al lado del mítico Chico Mendes. Sin embargo, ha aceptado como compañero de fórmula presidencial a Roberto de Albuquerque, conocido defensor del agronegocio y cuya campaña ha sido financiada por una empresa de celulosa. Desde la izquierda se critica además que Silva avanza hacia el neoliberalismo: la candidata, que tiene entre sus mayores aliados aliados a la hija del presidente del Banco Itaú, Maria Alice, apuesta por la independencia del Banco Central de Brasil.

La vieja política

Mientras los partidos más a la izquierda del espectro, el PSOL (Partido Socialismo y Libertad) y el PV, se reivindican como la alternativa para los votantes que quieren una renovación de la democracia brasileña, el PT y el PSDB comparten el mismo problema: son vistos por buena parte del electorado como representantes de esa vieja política donde extrañas alianzas se definen no por afinidad ideológica, sino por intereses espurios. Desde la izquierda se acusa a Rousseff de que esas complejas alianzas, necesarias para garantizar la gobernabilidad, han obligado al PT a moverse hacia un centro cada vez más conservador, que le hacen postergar las reformas estructurales que Brasil necesita con urgencia: la agraria, la regulación del derecho a la vivienda o la reforma tributaria -los pobres pagan, en porcentaje de su renta, más impuestos que los ricos-.

La cuestión de fondo es el sistema electoral y de partidos. Existen en Brasil 32 partidos políticos que llegan a las elecciones agrupados en tres amplios frentes nacionales: el del PT es la Fuerza del Pueblo, que agrupa a nueve siglas que defienden intereses económicos muy diversos. A menudo, estos complejos juegos de alianzas carecen de coherencia ideológica y ofrecen una influencia política creciente a ciertas bancadas, como se denominan los grupos de diputados con un interés común. Esta necesidad del partido en el Gobierno de tejer alianzas está también detrás de los escándalos por compra de votos parlamentarios, conocidos como mensalão, que afectaron a la gestión de Lula pero también a anteriores presidentes tucanos.

Tal vez consciente del perjuicio para el PT de este sistema político cada vez más deslegitimado, la propia Rousseff propuso, en medio de las manifestaciones de junio de 2013, la celebración de un plebiscito popular para una reforma política en el país, con la que, según la Fundación Perseu Abramo, está de acuerdo un 89% de los brasileños. Más de 300 organizaciones sociales -entre ellas, movimientos tan consolidados como el Movimiento de los Sin Tierra (MST), que cuenta con cientos de miles de participantes, y la CUT, la mayor central sindical del país- tomaron ese testigo y celebran esta semana, entre el 1 y el 7 de septiembre, un plebiscito popular e informal que pregunta a los brasileños si desean una “constituyente soberana del sistema político”.

La sombra de la corrupción

Si la atomización y el poder de los partidos es uno de los motivos de la corrupción en Brasil, otro se deriva de que los candidatos a presidentes, gobernadores, diputados o concejales necesitan financiar onerosas campañas electorales a partir de donaciones privadas, que proceden, sobre todo, de grandes empresas. También es determinante la exposición en los grandes medios de comunicación, y de ahí la importancia del horario gratuito en la televisión pública, que otorga a los candidatos tiempos proporcionales a los escaños parlamentarios de cada partido o alianza de partidos.

En las elecciones de 2010, según los datos del Tribunal Superior Electoral (TSE), la campaña presidencial costó más de 336 millones de reales (unos 112 millones de euros) y cada gobernador estadual gastó 23 millones de reales; en las elecciones municipales de 2012, la cifra alcanzó los 6.000 millones de reales. Los mayores financiadores de estas millonarias campañas son empresas que poseen contratos con órganos público, especialmente los sectores de la construcción civil, la industria de la transformación y el comercio. Esta situación genera inquietud entre quienes sospechan que detrás de la generosidad de esta campaña puede haber intereses espurios. Para evitarlo, el proyecto de ley de reforma política que proponen las organizaciones sociales incluye la prohibición de que las empresas financien las campañas y limita a 700 reales las donaciones de las personas físicas.

La amenaza de la crisis

El otro gran tema de campaña es la economía brasileña, en un momento en que, después de varios años de crecimiento a tasas asiáticas, la economía se estanca: en 2013, el crecimiento fue moderado (2,3% del PIB) y en el segundo trimestre del año, con una caída del PIB del 0,6%, Brasil entró en recesión técnica. La poderosa Fiesp (Federación de las Industrias de São Paulo) reclama “medidas osadas” para volver al crecimiento. Los tucanos cuestionan la capacidad de Dilma Rousseff para reactivar la industria brasileña y la mandataria responde con una defensa a ultranza de los avances conseguidos por el PT en los últimos doce años, sobre todo, en la mejora de la educación pública, el empleo y el salario mínimo.

A la izquierda del PT se hace otra lectura. Así lo explica Guilherme Boulos, coordinador del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST): “Hasta ahora, ha funcionado el modelo de conciliación construido por Lula en los años de bonanza: su hazaña fue que las empresas y los banqueros consiguieran ganancias récord mientras, al mismo tiempo, aumentaban el salario mínimo y los programas asistenciales contra la pobreza, como la Bolsa Familia. En un contexto de crisis, esto no será posible. El Gobierno tendrá que decidir qué intereses toca, si se enfrenta al capital o si reduce las conquistas sociales”.

El poder creciente de los evangélicos

Cada vez más numerosos en Brasil, sobre todo entre las clases populares, las iglesias evangélicas han visto también cómo aumenta su influencia política. La bancada evangélica es una pieza valiosa para conformar mayorías en el Congreso (si fuese un partido, sería la tercera fuerza política del país). También serán determinantes sus votos para definir la elección. No extraña entonces que Dilma Rousseff haya intentado acercarse a ellos: en un evento evangélico a primeros de agosto, la presidenta aseguró que el Estado brasileño es laico, pero apostilló: “Feliz la nación cuyo Dios es el Señor”. Sin embargo, se espera que la mayoría de los evangélicos se inclinen por Marina Silva, reconocida evangélica practicante.

Los evangélicos defienden posturas muy conservadoras en cuestiones como el aborto, el matrimonio entre homosexuales, la investigación con células madre y la legalización de las drogas. Marina Silva sorprendió la semana pasada presentando un programa de gobierno con avanzadas medidas para la población LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales), entre ellas, el matrimonio entre homosexuales y la educación contra la homofobia en las escuelas, en uno de los países con mayores índices del mundo de agresión a la población homosexual. En menos de 24 horas, por la presión de los líderes evangélicos según reseñó la prensa local, la candidata se echó para atrás argumentando “errores en el proceso de edición del texto”. El nuevo texto limita su compromiso a “garantizar los derechos de la unión civil entre personas del mismo sexo”, que ya está recogida en la legislación brasileña.

La resaca mundialista y la seguridad

Más allá de algunos comentarios fuera de tono, no parece ser que el Mundial de Fútbol vaya a ser un asunto trascendente en las elecciones. En el debate televisado, la Copa sólo fue mencionada en una ocasión, de la mano de Dilma Rousseff, que la mostró como ejemplo de buena gestión y coordinación para garantizar la seguridad pública. Ese asunto, el de la seguridad, sí aparece como un tema relevante de la campaña, y no es para menos: alrededor de 50 mil brasileños mueren cada año por causas violentas.

Por el momento, los principales candidatos han hablado de la necesidad de dotar a la policía con mejores presupuestos, de coordinar mejor a los estados e incluso de resolver las causas estructurales que están detrás del delito: PV y PSOL defienden la legalización de las drogas para acabar con el crimen organizado que vive del narcotráfico. Sin embargo, la cara más amarga de la violencia en Brasil no aparece en los discursos: la estatal. Sólo en los estados de Rio de Janeiro y São Paulo, en los seis primeros meses de 2014 murieron 612 personas a manos de agentes del Estado. La inmensa mayoría de ellos son pobres, negros y habitan las favelas y periferias de las grandes ciudades. Organizaciones sociales como Amnistía Internacional y Justicia Global denuncian desde hace años la letalidad policial y la consolidación de redes paramilitares que controlan el territorio de las favelas en connivencia con la policía y los gobernantes. Pero de esto no se habla.