Colombianos celebran con esta pancarta la firma del cese de hostilidades entre el Estado colombiano y las FARC. RAUL ARBOLEDA/AFP/Getty Images
Colombianos celebran con esta pancarta la firma del cese de hostilidades entre el Estado colombiano y las FARC. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

El gobierno de Bogotá y las FARC han firmado el acuerdo para poner fin a una guerra de más de cincuenta años. Pero la tarea apenas comienza, el Estado colombiano tiene inmensos desafíos por delante, uno de los más importantes es la lucha contra las bandas armadas organizadas.

Ante el Secretario General de la ONU, BanKi-moon, y cinco presidentes latinoamericanos, el Gobierno de Colombia y la delegación de las FARC rubricaron un acuerdo para poner fin al conflicto armado, el cual supera ya cinco décadas, deja más de 220.000 muertos y cerca de siete millones de desplazados, el mayor caso de desplazamiento interno del mundo. Son millones las víctimas de esta guerra de baja intensidad pero de efectos devastadores.

Como se ha dicho en otras ocasiones, la mayoría de colombianos no tiene una idea de la magnitud de su propia tragedia. Los centros urbanos se habían acostumbrado a vivir con el conflicto armado, padecido con intensidad y dramatismo en los sectores rurales y periféricos del país. En Bogotá saben muy poco de cuanto sucede en Arauca, Cauca, Caquetá, Chocó, Guajira, Norte de Santander, Meta, Nariño o Putumayo. Y eso que a escasos 18 kilómetros, en Soacha (municipio metropolitano), existe la prueba viviente de este drama: medio millón de víctimas que han llegado huyendo de la violencia. A pesar de esto, Colombia está próxima a cerrar un capítulo y abrir otro, gracias a un complejo proceso de diálogo, que a los ciudadanos les ha resultado difícil asimilar a causa de a su arquitectura, negociar en medio del conflicto e intentar equilibrar las aspiraciones de justicia y paz.

El principal artífice de esto es sin duda el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, que a pesar de contar con el apoyo de la comunidad internacional, ha tenido que lidiar con la feroz oposición del expresidente Álvaro Uribe y del Procurador General de la Nación, Alejandro Ordoñez, quienes con habilidad comunicativa lograron construir argumentos en contra del proceso, apelando a ideales superiores de justicia. Hablan de impunidad y de traición a las víctimas,  sin embargo, no dicen que en Colombia la justicia brilla por su ausencia. De cada 100 crímenes que se comenten, 97 quedan impunes. De hecho, el sistema judicial atraviesa una aguda crisis de confianza, los ciudadanos creen poco en los tribunales judiciales y en la Fiscalía General del país.

Uribe quería un proceso de sometimiento, de rendición. Pero esto era un imposible, como lo demuestran los más de cincuenta años de confrontación, en la que Estados Unidos ha estado involucrado, con asistencia militar que supera los 10.000 millones de dólares, que sirvió para hacerle entender a la guerrilla que jamás llegaría al poder por la vía armada, pero insuficiente para derrotarla y someterla. La asimetría militar, 450.000 soldados y policías contra 10.000 guerrilleros, no logró conseguir dicho sometimiento, en virtud de la arisca y enmarañada geografía, con montañas y selvas húmedas que sirven de refugio a los rebeldes.

Este empate militar negativo, consistente en que el Estado no pudo dominar a la guerrilla pero ésta se quedó sin posibilidades de tomar el poder, se salda con un acuerdo que quedará plasmado en la constitución política, al amparo del derecho internacional humanitario, y que ha resultado la parte más controvertida del pacto, desde la ortodoxia jurídica, reconocer la guerra como fuente de derecho.

El país queda pendiente del aval que le dé la Corte Constitucional a una ley que convoca un plebiscito para decidir si respaldan o no los pactos a los cuales han llegado el Gobierno y las FARC. Así lo han convenido las partes, al aceptar como fórmula de refrendación la decisión que tome el Constitucional. Un acto que se erige en partida de bautismo de la guerrilla en su reincorporación a la vida política del país.

El acuerdo al que han llegado en La Habana este histórico 23 de junio,  además del cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, incluye el compromiso de “lucha contra las organizaciones criminales responsables de homicidios y masacres o que atentan contra defensores de derechos humanos, movimientos sociales o movimientos políticos, incluyendo las organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo y sus redes de apoyo, y la persecución de las conductas criminales que amenacen la implementación de los acuerdos y la construcción de la paz”. Un desafío inmenso para el Estado de derecho, que se ve confrontado por las bandas armadas organizadas, dedicadas al lucrativo negocio del tráfico de narcóticos, minería ilegal, contrabando de mercancías (incluido el de combustible) y acaparamiento ilícito de tierras.

En la Cuba de los hermanos Castro, han nacido la ilusión y la esperanza de paz y de normalización. Pero la tarea apenas comienza. Aún queda un largo camino por recorrer. Sigue pendiente abrir un diálogo y cerrar un acuerdo con el Ejército de Liberación Nacional, ELN, la segunda guerrilla del país, y por qué no, conseguir el sometimiento a la ley de decenas de pequeños pero poderosos grupos del crimen organizado. A Santos le quedan dos años de gobierno. Poco tiempo para tan descomunal tarea, pero ha logrado poner la primera y quizás la más importante piedra.

La ONU verificará el cese al fuego y de hostilidades, y recibirá las armas de las FARC. La locomotora de la paz se ha puesto en marcha.