El presidente de Afganistán no es ningún George Washington, cierto. Pero con el país hundiéndose en el caos cada día más, ahora no es el momento de arrojar a los leones a Hamid Karzai.

 

Karzai parece, cada vez más, un hombre que preside el caos. Es difícil encontrar a alguien que piense que el presidente afgano esté haciendo grandes progresos en su lucha contra los insurgentes y contra la corrupción endémica que se extiende por su Gobierno. Casi siete años después de que el Ejército estadounidense invadiese Afganistán, los talibanes y otros grupos insurgentes ganan terreno, hay más tráfico de droga que nunca y la mayoría de los afganos sigue sin servicios básicos. Según las estimaciones del Pentágono, la violencia de los insurgentes ha aumentado un 40% en la parte oriental del país, alcanzando su peor nivel desde que en 2001 el régimen talibán fue derrocado.

Así que quizá a nadie le sorprenda que se esté levantando una ola de críticas por parte de algunos de los más estrechos aliados de Estados Unidos, entre los cuales hay quienes proponen apoyar a cualquier candidato legítimo que no sea Karzai en la elecciones presidenciales de 2009. En la conferencia de donantes celebrada recientemente en París, en la que los asistentes se comprometieron a aportar 21.000 millones de dólares (unos 14.000 millones de euros) para la reconstrucción de Afganistán, el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Frank Walter Steinmeier, advirtió que sólo si “se combate la corrupción y se refuerza el Estado de Derecho nuestro compromiso será eficaz”. El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, reclamó “medidas activas” para luchar contra la corrupción en el Ejecutivo afgano. Puede que suene diplomático pero, cada vez más, gente del entorno de Karzai esta siendo examinada minuciosamente. Diplomáticos de alto rango han mantenido tensos encuentros con él sobre la destitución de cargos del Gobierno afgano, incluido Ahmed Wali Karzai, hermano del presidente, por supuesta corrupción.

Karzai es necesario: Por ahora, es lo mejor que ofrece la clase política afgana..

Pero a pesar de todos los defectos de Karzai, no hay nadie en la recámara para sustituirle. Evidentemente, tiene rivales políticos por todo el país –como el señor de la guerra uzbeco Abdul Rashid Dostum– a quienes les encantaría ver salir al actual presidente humillado de las elecciones. Parece que otros candidatos más serios también están planteándose la posibilidad de presentarse, entre ellos al ex ministro del Interior Ali Jalali, un tecnócrata competente que carece de apoyo popular.

En otras palabras, Karzai sigue siendo la mejor opción. No sólo es superior a cualquier otra alternativa plausible, sino que además es pastún, conserva apoyos generalizados entre todas las etnias y es el líder más popular del país. En una encuesta encargada en diciembre de 2007 por ABC News, BBC y el consorcio alemán de comunicación ARD, dos tercios de los ciudadanos del país centroasiático calificaron la labor de Karzai como “excelente” o “buena”. Esa es la razón por la que EE UU y otros Estados de la OTAN deberían dejar de debilitarle y ayudarle a lograr progresos. En última instancia, eso significa apoyar unas elecciones libres y justas y dejar que los afganos elijan a su próximo presidente. Pero, en este momento, Karzai precisa de ayuda urgente en varios frentes.

Por encima de todo, necesita unas fuerzas policiales en las que pueda confiar. La policía se encuentra en primera línea de la lucha contra insurgentes. A diferencia del Ejército, tiene presencia permanente en ciudades, pueblos y aldeas. Debería ser los ojos y los oídos del presidente sobre el terreno. Pero en estos momentos, la Policía Nacional afgana es más un obstáculo que una ayuda. Sus agentes son corruptos, incompetentes, carecen de medios y a menudo no son leales al Gobierno central sino a los señores de la guerra locales. Como me dijo un funcionario afgano en una reciente visita: “Olvídese de los talibanes; con quien mayores problemas tenemos es con la policía”.

Los recientes esfuerzos occidentales de entrenamiento son un buen comienzo. Se retira temporalmente a los policías locales de sus distritos y se los sustituye por unidades de la Policía Nacional de Orden Público afgana, que está entrenada para afrontar revueltas callejeras, conflictos de orden público y emergencias nacionales. Después de varias semanas de entrenamiento intensivo a cargo de instructores estadounidenses y de otros países de la OTAN, regresan a sus distritos acompañados por tutores integrados en sus unidades. Pero, lamentablemente, estos esfuerzos son insuficientes. Sólo se han cubierto alrededor de un tercio de los puestos de instructor internacional de policía, una cifra vergonzosa si se compara con las recientes iniciativas de la OTAN en Bosnia, Kosovo e incluso en Haití.

A Karzai también podría venirle bien algo de ayuda para hacer limpieza en casa. La población está perdiendo la paciencia ante la corrupción que infecta al Gobierno. Una reciente encuesta de la Fundación Asia mostró que nada menos que tres cuartas partes de los afganos creen que la corrupción es un serio problema. Y lo que es más preocupante, la mayoría piensa que está empeorando.

En este tema el apoyo estadounidense también es fundamental. Hay que apartar de sus cargos a los miembros corruptos del Ejecutivo, incluyendo a los involucrados en el tráfico de droga. Los servicios de inteligencia saben de sobra quiénes son. La manera más eficaz de hacerlo sería comenzar por los casos más flagrantes, deteniendo y juzgando a las personas contra las que existan pruebas sólidas de actos delictivos, sobre todo de implicación en el negocio nacional del tráfico de droga.

Karzai se ha estado haciendo el remolón, en parte porque teme que tomar medidas enérgicas contra la corrupción reavive aún más la insurgencia. Estados Unidos puede darle un toque de atención diplomático determinante, compartir información de sus servicios de inteligencia y suministrar un apoyo político y militar muy necesario para arrestar a los cargos que estén involucrados en este tipo de actividades. También podría denunciar la corrupción de los donantes internacionales, cuyas ingentes aportaciones de dinero con frecuencia han acabado en el bolsillo de contratistas internacionales y exiliados afganos, en vez de destinarse a las comunidades locales del país.

Sin embargo, no todos los problemas de Karzai pueden resolverse en Afganistán. El presidente ha acusado, cada vez con mayor frustración, a Pakistán de fomentar la violencia e incluso de intentar asesinarle. Con independencia de la mayor o menor veracidad de estas acusaciones, Karzai está señalando en la dirección correcta: su vecino está, como mínimo, dando cobijo a insurgentes que suponen un peligro mortal para el Estado afgano. Pero aún así, Washington el principal valedor de Karzai, sigue sin tener una estrategia política, económica y militar para hacer frente a esta amenaza. Es como si durante la guerra fría se hubiera defendido el corredor de Fulda, principal vía potencial de invasión entre Alemania Occidental y Oriental, sin haber diseñado una estrategia global frente a la Unión Soviética.

Para resolver los problemas que representa Pakistán para Karzai hay que aceptar que no se puede ganar la guerra allí, al menos no con las tropas de EE UU y la OTAN. Los ataques puntuales mediante aviones no tripulados teledirigidos o las incursiones militares a través de la frontera no son la solución, ya que en el manual básico de contrainsurgencia se sugiere que un territorio en poder de insurgentes debe ser limpiado y conservado bajo control. Además, las facetas militar, política y económica de la actual estrategia contra la insurgencia en Pakistán no están coordinadas entre sí. Se basa en exceso en reforzar el Ejército paquistaní y las fuerzas fronterizas paramilitares. Tampoco tiene en cuenta aspectos políticos fundamentales, como integrar mejor las Áreas Tribales bajo Administración Federal (FATA, en sus siglas en inglés) en el sistema paquistaní. Es posible que una débil respuesta militar de la OTAN en Afganistán hunda a Karzai, pero sólo un esfuerzo regional mucho más amplio puede salvarle.

El presidente afgano merece su parte de culpa por la falta de progresos en el país, caracterizada por la creciente corrupción, la incapacidad del Gobierno para proteger las aldeas rurales y las dificultades para prestar servicios a la población. Muchos dicen, con razón, que quizá Karzai no ha estado a la altura de lo que cabe esperar de un líder. Pero ahora, con los talibanes y otros insurgentes logrando avances alarmantes, no es el momento de cortar amarras con el presidente democráticamente elegido de Afganistán. Dar por perdido a Karzai sólo debilitará a un país ya muy frágil. Eso no beneficia a nadie, excepto quizá a los talibanes.

 

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