Hemos pasado de la gran moderación a la gran turbulencia en el que continúa sin regir un sistema de equilibrio.

 

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La crisis de 2008 no fue solo el comienzo de una recesión; representó el fin de lo que los economistas James Stock y Mark Watson llamaron la gran moderación, un periodo de 20 años de escasa volatilidad en el ciclo de negocio, inflación moderada, desempleo moderado y producción industrial estable. La gran moderación hizo que las empresas se confiaran y redujeran sus reservas y empujó a algunos economistas a sugerir que quizá habíamos superado los ciclos de alzas y bajas de una vez por todas. El premio Nobel Robert Lucas proclamó en la asamblea de la Asociación Económica Americana de 2003: “El problema fundamental de la prevención de depresiones ha quedado resuelto a todos los efectos prácticos”.

La crisis acalló todo triunfalismo. Hoy, la gran moderación es un recuerdo que se desvanece, pero todavía no está claro cómo será el nuevo orden económico. Una depresión parece improbable y la vuelta a un sólido crecimiento mundial más improbable todavía, aunque se encuentran defensores de todas las posibilidades en la línea que va desde el derrumbe hasta la expansión.

Lo que caracteriza a este momento es la incertidumbre, que ofrece pistas sobre cómo será la nueva normalidad. Hemos entrado en la gran turbulencia, un periodo de grandes variaciones, rápidas oscilaciones y escaso equilibrio. El panorama estará salpicado de acontecimientos de corto ciclo, sucesos como la crisis repentina de mayo de 2010, cuando el índice industrial Dow Jones industrial cayó, y rebotó, casi 1.000 puntos en unos minutos. En otros tiempos, hacían falta meses o años para recuperarse de un desplome; ahora, la caída y la recuperación pueden producirse en nanosegundos.

La gran moderación no fue casualidad; fue consecuencia de la construcción de instituciones financieras que se inició en Bretton Woods en 1944. Con el propósito de evitar las devastadoras conmociones económicas del periodo de entreguerras, aquella generación de líderes diseñó un marco de instituciones fuertes, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, capaces de intervenir cuando las fuerzas del mercado, por sí solas, no pudieran mantener el equilibrio. No faltó la controversia, pero pareció que el sistema funcionaba y podía acabar con las imprevisibles oscilaciones económicas. El resultado: la gran moderación, un periodo económico lleno de sol, interrumpido con alguna tormenta ocasional.

Sin embargo, bajo la calma, la complejidad creciente de la economía mundial hizo que, con el tiempo, la magnitud y la frecuencia de las intervenciones institucionales aumentaran. John Maynard Keynes, el economista británico cuyas ideas dieron forma al orden económico de posguerra, nunca imaginó que las poderosas herramientas creadas en el sistema de Bretton Woods iban a utilizarse tan a menudo. En los primeros años de los 70, bastantes economistas empezaron a preguntarse si tal vez esas medidas estaban tratando los síntomas del problema, no su verdadera causa. Quizá la economía mundial no era un sistema de equilibrios.

La revolución tecnológica que se inició con el microprocesador aceleró este cambio ya desde el comienzo de la gran moderación. Las tecnologías digitales que aceleraron la caída del Muro de Berlín también empezaron a minar el poder de las instituciones de Bretton Woods. (Casualmente, Tim Berners-Lee terminó el diseño original de la World Wide Web, a los pocos meses de la caída del muro).

La difusión de Internet y la consiguiente revolución de las punto.com aumentaron la velocidad y el volumen del sistema económico global hasta el punto de que las instituciones de Bretton Woods ya no podían seguir el ritmo. En un mundo inundado de transacciones de alta velocidad y dinero caliente, las intervenciones institucionales tradicionales resultan penosamente insuficientes como mecanismos de moderación. No hay más que ver cómo esta hoy Europa.

Es tentador sacar la conclusión de que la crisis actual se puede arreglar dando más recursos a organismos como el FMI, pero el problema no es solo de instituciones incapaces de aplicar unas políticas correctas por falta de recursos. La arquitectura económica del último siglo se construyó a partir del concepto de economía como un sistema de equilibrio, pero, en medio de las tormentas actuales, estamos viendo que la economía global es algo bastante distinto, un sistema dinámico en el que el equilibrio es una ilusión. Dada esta realidad, nuestras instituciones están tan obsoletas como las defensas de la Línea Maginot, porque sus cañones, es decir, sus políticas, apuntan en la dirección equivocada.

Nos espera un nuevo Bretton Woods, un momento en el que los dirigentes mundiales, escarmentados, se comprometerán a construir un nuevo orden institucional. Pero será necesaria otra crisis económica, más amplia, para que se consolide la voluntad colectiva de avanzar. Mientras tanto, debemos emprender de inmediato otra tarea igual de importante: tenemos que crear un observatorio económico global, una entidad capaz de recoger y digerir los datos necesarios para comprender de verdad la economía en toda sus complejidades y todos sus cambios.

En teoría, el FMI y el Banco Mundial ya llevan a cabo esa labor. En la práctica, lo que recogen es demasiado poco y demasiado lento para publicarlo y su trabajo de recogida de datos está supeditado a sus misiones de elaboración y aplicación de estrategias. Imaginemos, en su lugar, una institución con los recursos analíticos de los actores de Wall Street, el alcance de Google y la apertura de Wikipedia. Un observatorio así aprovecharía las ventajas del ciberespacio para convertirse en una cámara de compensación mundial (y barata) de información económica. Abarcaría mucho más que los datos que recogen las entidades establecidas hoy; por ejemplo, al profundizar en las economías ilícitas y al estudiar las repercusiones en el mercado de la rápida difusión de los medios sociales. Y, a diferencia de esas instituciones, tendría un papel puramente informativo, sin responsabilidades políticas.

Sobre todo, este observatorio económico sería abierto e independiente, invitaría a la gente a participar y fomentaría el acceso más amplio posible a sus datos por parte de los investigadores, con el objetivo de facilitar la revisión de toda nuestra arquitectura económica mundial. La financiación no es un obstáculo tan grande como se piensa. Un observatorio como este podría funcionar con solo una parte de los 342 millones de euros que constituyen el presupuesto anual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Además, al tener un presupuesto más pequeño, dispondría de la flexibilidad necesaria para mantener una independencia aparente y real. Incluso quizá se podría distribuir la mayor parte de la carga presupuestaria por el método de crowdsourcing a través de Internet.

La economía mundial ha alcanzado tal complejidad y tal dimensión que ya es una fuerza tectónica equivalente a las de la naturaleza. Pero sabemos más sobre los sistemas meteorológicos y otros fenómenos similares que sobre la econosfera global, y nuestra previsión del tiempo, desde luego, es mejor que la económica. Ha llegado el momento de emprender un proceso sistemático de recolección de las verdades económicas necesarias para comprender la economía global en toda su complejidad y todas sus variaciones. Así, es posible que la próxima vez lo veamos venir.

 

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