Un régimen y un pueblo enfrentados a la cuestión nuclear.

 

iran
AFP/Getty Images

 

 

La cuestión de Irán nuclearizado atormenta a Occidente, porque evoca inquietantes panoramas de guerra e incluso, para algunos, un apocalipsis nuclear. Israel exige que Estados Unidos establezca unas “líneas rojas” cuyo traspaso significaría una acción militar. El Gobierno de Obama está atrapado entre la necesidad de evitar una tercera guerra en el Oriente Medio musulmán (después de Afganistán e Irak), que podría ser catastrófica, y su seria preocupación por las posibles medidas unilaterales israelíes que desestabilizarían todavía más una región ya desestabilizada. Así como la siniestra perspectiva de un Irán cuyo paraguas nuclear facilitaría las amenazas contra EE UU y sus aliados regionales.

Todo esto sucede coincidiendo con una campaña presidencial en la que Netanyahu (que casualmente es amigo personal de Romney y le apoya con todo descaro) está tratando de influir sin ningún disimulo. Desde luego, un ataque israelí contra Irán, incluso aunque fuera muy limitado, colocaría a Obama en una situación imposible, en la que saldría perdiendo de cualquier forma: sumarse a una acción militar israelí significaría arrastrar a Estados Unidos a una nueva guerra, cuando la opinión pública norteamericana es ya plenamente consciente (tras la retórica de los años de Bush) del desastroso fracaso de las aventuras en Afganistán e Irak y no está dispuesta a seguir pagando ni en trozos del presupuesto federal ni en vidas humanas; por otra parte, abandonar a Israel ante las inevitables represalias iraníes (seguramente indirectas, en concreto mediante un ataque con misiles de Hezbolá) provocaría críticas generalizadas, y no solo de los judíos estadounidenses, por haber “traicionado” al amigo y aliado israelí.

Diplomáticos, expertos y medios de comunicación debaten estas cuestiones y las posibles perspectivas de futuro de forma incansable y a menudo repetitiva, pero el análisis no es nada detallado por un defecto de partida, que es la insuficiente atención que se presta al tercer actor en este peligroso juego: Irán.

Desde el punto de vista técnico, podemos hablar de capacidad: ¿cuánto tardaría Irán en desarrollar un arma nuclear si decidiera avanzar hacia ese objetivo?

Otro plano de análisis es el relacionado con las supuestas intenciones de Irán; el Gobierno israelí describe –en palabras del primer ministro Netanyahu– “un régimen mesiánico y apocalíptico”, que aspira a destruir Israel pese a tener la certeza de que eso significaría perecer en unas represalias nucleares.

Tanto el primer aspecto (capacidad) como el segundo (intenciones) pueden ser objeto de debates infinitos, si bien la opinión racional y más generalizada coincide en que: a) Irán es capaz de alcanzar el objetivo de construir un arma nuclear, pero todavía tardará años y necesitaría una ruptura o denuncia pública del Tratado de No Proliferación (TNP), y b) al régimen iraní se le puede considerar peligroso y se le pueden atribuir las peores intenciones, pero no es suicida: el presidente de la Junta de jefes de estado mayor estadounidense y varios responsables militares y de inteligencia de Israel han declarado en los últimos tiempos que, en su opinión, Irán es un actor racional, pero no está loco ni desea suicidarse.

<pintereses concretos del régimen. La pregunta es: ¿cuáles son las prioridades políticas del régimen y qué relación tiene la cuestión nuclear con esas prioridades?

En primer lugar, parece evidente para cualquiera que haya prestado cierta atención a la política iraní que la máxima prioridad del régimen es la mera supervivencia, más que la consecución de unos objetivos revolucionarios o religiosos. Por consiguiente, un enfrentamiento abierto con Estados Unidos no es un objetivo racional. Aunque el Gobierno de Obama, que hasta ahora se ha resistido a las presiones de Israel, no ha concretado las “líneas rojas” que justificarían una respuesta militar a la posibilidad del arma nuclear iraní (o simplemente a su capacidad nuclear militar, como proponen los israelíes y sus partidarios del Partido Republicano estadounidense), no hay duda de que una denuncia del TNP y la expulsión de los inspectores del OIEA (que, aunque al parecer la opinión pública occidental no lo sabe, nunca han dejado de vigilar las instalaciones declaradas por los iraníes, entre ellas Fordow) desencadenarían una operación militar de Estados Unidos consistente en el bombardeo de todas las instalaciones nucleares.

Por otra parte, el régimen iraní es también consciente de la importancia de tener una fuerza nuclear disuasoria contra cualquier posible intento de cambiar el régimen desde el exterior. Eso podría conseguirse si obtienen la capacidad de construir un arma nuclear en un plazo de tiempo limitado (el “umbral”), sin llegar a fabricarla verdaderamente. Por cierto, eso se podría hacer sin violar el TNP. Es bien sabido que Japón, y seguramente también Brasil, tienen la capacidad de construir un arma en cuestión de meses, y también es importante destacar que, cuando se negoció el TNP, un delegado de Estados Unidos se opuso al borrador que acabó siendo aprobado porque dijo que, según el texto, cualquier país podía alcanzar legalmente el umbral del arma nuclear sin infringir el tratado propiamente dicho.

Pero existe otro factor que no debemos olvidar. Hasta los regímenes antidemocráticos necesitan tener en cuenta la opinión pública y la atmósfera del país. En el caso de Irán, parece evidente que la cuestión nuclear se considera una cuestión nacional, no del régimen. Los iraníes, incluso los opositores al régimen, están unidos, prácticamente todos, en la defensa del derecho a desarrollar una capacidad nuclear independiente (consideran que el derecho a enriquecer uranio no es prescindible), y muchos de ellos, no necesariamente partidarios del Gobierno, también están a favor de tener un arma nuclear. El nacionalismo funciona, y, cuando otros aspectos de la política exterior iraní (como todo lo relacionado con tener que hacer sacrificios económicos o asumir riesgos de seguridad para llevarse bien con los impopulares árabes) no cuentan en absoluto con la aprobación unánime, es lógico pensar que el régimen no va a dejar que se le vaya este asunto de las manos. Además, gracias a la cuestión nuclear, Occidente (primero Europa y después Estados Unidos) se ha visto obligado a negociar con Irán, un país y un régimen para los que la hostilidad es preferible al aislamiento y el olvido.

¿Y dónde nos lleva todo esto? Podemos descartar la posibilidad de que Teherán, a pesar del coste y el sufrimiento que suponen las sanciones, vaya a ceder a la exigencia de que abandone el enriquecimiento. Por el contrario, lo que sí podemos esperar es que los iraníes, incluso dentro del propio régimen, empiecen a preguntarse qué precio político y económico están pagando por la intransigencia y empiecen a examinar sus políticas y sus estrategias negociadoras en función de un análisis realista de costes y beneficios. Ya hay algunas voces que han empezado a formular con cautela esa opinión: Abdula Nouri, ministro del Interior de Jatami, pidió en un discurso reciente que “no sacrifiquemos todos nuestros intereses nacionales al programa nuclear”. No hay que desechar la posibilidad de que el próximo presidente (las elecciones se celebrarán en primavera) sea más accesible que el provocador Ahmadineyad. Ahora bien, se trata de que lleguemos a ese punto sin una guerra, y tampoco podemos hablar de realismo y pretender que los iraníes abandonen su intransigencia si nosotros, con ese mismo realismo, no abandonamos la nuestra y no dejamos de exigir que abandonen el enriquecimiento en lugar de concentrarnos en mejorar los mecanismos de control. “Ninguna centrifugadora” es una demanda que suena a punto muerto diplomático y puede desembocar en guerra.