La íntima relación entre la violencia y el tráfico de estupefacientes, un negocio enraizado en la región y con una increíble capacidad de reinventarse de manera constante.

América Latina alcanzó el tercer lustro de este siglo siendo el fiel exponente de lo postulado poco después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington por el académico venezolano Moisés Naím, en su renombrado trabajo sobre “las cinco guerras de la globalización”: mientras la opinión pública internacional, los principales líderes políticos y buena parte de la intelectualidad enfocan su atención en el flagelo terrorista, la criminalidad organizada transnacional horada y erosiona, de manera mucho más subrepticia, la gobernabilidad y la calidad de vida de vastos sectores de la población, cobrando un altísimo precio en materia de violencia y muerte.

Imagen religiosa de la Santa Muerte cerca de uno de los vehículo dañados por el tiroteo de autoridades mexicanas durante una operación para capturar a "El Chapo" Guzmán. Ronaldo SchemidtAFP/Getty Images
Imagen religiosa de la Santa Muerte cerca de uno de los vehículo dañados por el tiroteo de autoridades mexicanas durante una operación para capturar a "El Chapo" Guzmán. Ronaldo SchemidtAFP/Getty Images

En efecto, la región latinoamericana llegó a 2015 atravesando una situación contradictoria, por momentos desconcertante, en materia de seguridad. Desde una perspectiva tradicional de esta cuestión, asociada al empleo del instrumento militar regular por parte de los Estados, en general en el marco de diferendos interestatales, la zona geográfica que nos ocupa exhibe un muy bajo nivel de conflictividad; no se detectan problemas cuya escalada pueda involucrar el empleo de la fuerza; existe una clara vocación de los gobiernos (a excepción del cubano, todos ellos elegidos a través del voto) por resolver de manera dialogada y pacífica sus disputas; y el gasto en defensa, a pesar de su constante incremento (sobre todo de la mano de Brasil), continúa siendo menor que el de otras zonas del planeta.

La situación es completamente diferente, sin embargo, si se enfoca la realidad latinoamericana desde el prisma de las amenazas no convencionales a la seguridad, protagonizadas por actores de jerarquía no estatal. En este campo, los especialistas han alcanzado dos coincidencias: la primera, considerar a la criminalidad organizada transnacional como la principal responsable de la inseguridad en la región, con su secuela de muerte y violencia; la segunda, identificar a la producción, tráfico y comercialización de drogas ilegales y sus actividades conexas como la principal manifestación de criminalidad en este espacio geográfico.

La masa de dinero que mueven las drogas oriundas de América Latina es exorbitante. La obtención de un kilogramo de cocaína de máxima pureza suele demandar entre 150 y 400 kilogramos de hojas de coca, dependiendo de su calidad (en relación a la cantidad de alcaloides), materia prima que suele ser abonada a los indígenas de los Andes suramericanos a razón de un dólar estadounidense por kilogramo. Pero el producto de ese proceso puede ser comercializado a escala minorista (el llamado “narcomenudeo”) en una capital suramericana como Bogotá o Caracas, a 5.000 dólares. Conforme el tráfico aleja a la droga ilegal de su lugar de procedencia, los precios al consumidor continúan incrementándose, pudiendo alcanzar ese kilogramo de cocaína más de 15.000 dólares en los estados meridionales de EEUU, y entre 25.000 y 60.000 dólares en una capital europea.

La mención al costo de comercialización minorista de la cocaína suramericana en las grandes ciudades del Viejo Continente ayuda a recordar los vínculos que suelen registrarse entre el tráfico de drogas y el terrorismo, en un formato híbrido que ha sido denominado “narcoyihadismo”. Y es que cada vez en mayor proporción, esa cocaína fluye hacia el mercado europeo a través de diversos países del África subsahariana, especialmente el sector occidental de ese vasto cinturón de tierra conocido como Sahel. Allí, en Mauritania, Senegal, Malí, Gambia o Guinea Bissau, organizaciones como Al Qaeda (su filial regional AQMI) se involucran tanto como los señores de la guerra locales en este comercio ilegal, obteniendo importantes ganancias que les ayudan a sustentar sus acciones terroristas. En los términos de un periodista español que realizó una interesante crónica sobre esta ruta de tráfico, alrededor del 15% del precio de la cocaína suramericana en las calles de Madrid o París obedece a las ganancias de quienes cobran el peaje en el Sahel.

La cantidad de dinero que involucra el tráfico de drogas explica tanto la corrupción que se genera en torno a estas actividades, como la violencia que propicia, en un doble sentido: por un lado, producto de la puja entre organizaciones criminales por el control de rutas y mercados de comercialización, en lo que el galo Alain Labrousse denomina “geopolítica de las drogas”; por otro, como resultante del enfrentamiento entre esas bandas y el Estado, a través de sus instituciones especializadas.

Algunos números contribuyen a dimensionar la inseguridad latinoamericana asociada a la criminalidad: mientras Naciones Unidas ha calculado al promedio global de homicidios violentos en 6,9 casos cada 100.000 habitantes (6,9/00000), en América Latina esa tasa crece a más del doble, hasta alcanzar 15,6/00000. Otras estimaciones muestran un panorama aún más sombrío: el informe elaborado en 2014 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la violencia en el mundo calculó la tasa de homicidios regional en 28,5/00000 habitantes, una cifra que cuadruplica la del resto del mundo y es el doble de la de los países africanos en desarrollo.

Por otro lado, de acuerdo a la Organización de Estados Americanos (OEA), pese a contar con menos del 10% de la población global, a la región le corresponde más del 30% de los homicidios violentos del planeta, con casi 150.000 casos anuales de ese tipo, así como las dos terceras partes de los secuestros extorsivos llevados a cabo en el todo el mundo. Complementando lo anterior, hace poco más de un año desde la ONU se confirmó que América Latina es la región donde más se emplean armas de fuego para la comisión de delitos violentos; armas que son traficadas por organizaciones criminales y que suelen terminar en manos de grupos relacionados con el narcotráfico.

Hace ya muchos años, América Latina ostenta un lamentable monopolio: el de las ciudades más violentas del mundo, tomando como indicador los homicidios perpetrados. Así lo confirma cada informe anual del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Criminal (CCSPJC), la muy respetable ONG mexicana que se encarga de elaborar estos índices, basados en estadísticas oficiales proporcionadas por los propios gobiernos. En este sentido, indica el Consejo que del conjunto de las 50 urbes más violentas de todo el globo, 43 se encuentran en América Latina; más aún, son latinoamericanas las primeras 20, con las únicas excepciones de Ciudad del Cabo en República Surafricana y Saint Louis en Estados Unidos.

Miembros de la policía militar de Honduras capturan al narcotraficante Carlos Arnoldo Lobo en la ciudad de San Pedro Sula. ORLANDO SIERRA/AFP/Getty Images
Miembros de la policía militar de Honduras capturan al traficante de drogas Carlos Arnoldo Lobo en la ciudad de San Pedro Sula. ORLANDO SIERRA/AFP/Getty Images

Tradicionalmente, las urbes posicionadas en los primeros puestos suelen ser mexicanas, como Tijuana, Ciudad Juárez o Acapulco; o centroamericanas, como San Salvador, Tegucigalpa o San Pedro Sula. De hecho, esta última ciudad hondureña retiene hace años el primer puesto de este luctuoso listado, con 1.317 homicidios en 2014, lo que equivale a 171,2/00000 habitantes; en lo que constituye un nítido reflejo del rápido deterioro de la situación nacional venezolana, Caracas se ubica en el segundo puesto con 115,9/00000 habitantes. En términos absolutos, empero, la capital bolivariana se posiciona holgadamente como ciudad más violenta del mundo con 3.797 asesinatos durante el referido ejercicio anual.

La criminalidad organizada en general, particularmente el narcotráfico, permean este escenario que pone de manifiesto el CCSPJC. Salvo el legado de las guerras civiles de hace casi cuatro décadas, cuyas secuelas continúan vigentes en el istmo centroamericano, los demás factores identificados con alta incidencia en la violencia urbana se enraízan con la criminalidad: el crecimiento de los mercados de consumo locales, que propicia tanto el surgimiento de cárteles autóctonos como la concurrencia de grupos foráneos; la fragmentación de grandes cárteles y las pujas por sus mercados; la constitución de nuevos nodos (hubs) de comercialización en lugares que otrora sólo eran corredores de tránsito; y el incremento de la corrupción estatal.

Un repaso de los factores identificados en el párrafo anterior confirma que entre los mismos no se encuentra la pobreza, dato que no es menor si se tiene en cuenta la insistencia de algunos intelectuales en que la criminalidad organizada latinoamericana, con su correlato de violencia, es el emergente de una desfavorable situación socioeconómica de los sectores más amplios de la sociedad; en particular, en lo que hace a la distribución del ingreso. Después de todo América Latina es la región del mundo con mayor desigualdad del ingreso, de acuerdo al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Sin embargo, investigaciones permiten comprobar que la distribución del ingreso no incide significativamente en la violencia que azota a la región. De hecho, desde inicios del presente siglo hasta nuestros días, precisamente el lapso en el cual la referida violencia tuvo un explosivo incremento en ese espacio geográfico, el crecimiento económico allí experimentado se tradujo en una disminución de las inequidades y desigualdades en esta materia, que no tuvo correlato en otras partes del globo. Así se constata a través del llamado Índice de Gini, que refleja la distribución de ingresos (a partir de una escala de 100 puntos, donde el cero representa una igualdad perfecta), cuya medición suele correr por cuenta del Banco Mundial.

Dicho esto con otras palabras, mientras las brechas sociales se ampliaban en todo el planeta, en América Latina se reducían. Pero paradójicamente esta región registró un enorme salto cuantitativo en materia de violencia, en forma simultánea a su disminución en el resto del mundo.

En este punto, es importante tener presente que la inseguridad latinoamericana no se circunscribe actualmente a fríos números e impersonales estadísticas, sino que se traduce en las percepciones de los ciudadanos, que se agravan con el paso del tiempo. Tomando como base el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) que elabora la universidad estadounidense de Vanderbilt, hacia fines de 2014 la percepción promedio de inseguridad en la región alcanzó 43 puntos en una escala de 100, producto de un incremento de casi el 16% en apenas dos años (en 2012 fue de 37,6 puntos). En igual período aumentó también el porcentaje de encuestados que citó a la seguridad como el problema más importante que enfrenta su país, llegando al 32,5%.

Tal cual acontece en otras partes del mundo, en estas latitudes la criminalidad organizada y la corrupción son fenómenos que registran una fuerte interacción. De acuerdo a una investigación financiada por el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) canadiense, los 10 países en los cuales ha adquirido mayor desarrollo el mencionado vínculo son, en orden decreciente, los siguientes: México, Colombia, Honduras, Brasil, El Salvador, Guatemala, Venezuela, Perú, Paraguay y Argentina. En todos ellos, acota la referida pesquisa, operan importantes organizaciones criminales, tanto locales como foráneas.

Por cierto, todo este penoso cuadro de situación conlleva importantes perjuicios económicos para los Estados involucrados. Hace menos de un semestre el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) emitió un informe en el cual estimaba esos costos en un promedio del 3% del Producto Interno Bruto regional. La editora del dossier en cuestión explicó que la cantidad de dinero involucrado equivale tanto al gasto anual de la región en materia de infraestructura, como a los ingresos del 20% más pobre de la población.

Miembro de una banda criminal prepara cocaína para esnifar, Medellín. Colombia. Raúl ArboledaA/AFP/Getty Images
Miembro de una banda criminal prepara cocaína para esnifar, Medellín. Colombia. Raúl ArboledaA/AFP/Getty Images

Frente a esta situación, no se observa la aparición de enfoques novedosos, más allá de lo que propuso la OEA hace ya tres años, en su documento pionero sobre la problemática de las drogas en el hemisferio. Como corolario de sus análisis, válidos hasta 2025, tres escenarios describen distintas alternativas de futuro para el continente, según se ponga el acento en el fortalecimiento institucional y la cooperación interestatal (“Juntos”), la experimentación con modificaciones legales (“Caminos”) o la capacidad de reacción ante el problema desde la comunidad (“Resiliencia”). El cuarto escenario (“Ruptura”) advierte sobre lo que podría ocurrir si no se logra construir en el corto plazo una visión hemisférica que permita sumar esfuerzos para enfrentar el problema, respetando al mismo tiempo la diversidad de sus países.

La alternativa basada en la experimentación con modificaciones legales es tal vez la que mayor controversia genera, desde el momento en que plantea la despenalización del consumo de ciertas drogas (en principio cannabis), dejando de tratar ese acto desde el ángulo de la seguridad para hacerlo desde una perspectiva de salud pública. Consecuentemente el consumidor es percibido más como una víctima, un adicto crónico, que como un delincuente o un cómplice del narcotráfico.

Los tres primeros escenarios que plantea la OEA no sólo no son incompatibles entre sí, sino que su adecuada combinación los potencia sinérgicamente y abre la puerta a novedosas iniciativas que los articulen. Por caso, la propuesta del BID para mejorar los niveles de seguridad ciudadana en la región, sustentada en cuatro pilares: en primer lugar, invertir en prevención, con un enfoque en los factores de riesgo que afectan a sectores particularmente vulnerables de la población; segundo, reformar la policía, acercándola a la ciudadanía a la vez que se la moderniza, gracias a la incorporación de nuevas tecnologías de la información; en tercer término, reducir la impunidad, básicamente a través del fortalecimiento de la investigación criminal y la agilización de la justicia penal; finalmente, fortalecer las instituciones estatales involucradas en la cuestión, mejorando la coordinación entre agencias públicas.

En síntesis, la criminalidad organizada transnacional ha alcanzado cada rincón de la geografía latinoamericana, y muy especialmente su expresión más conocida: el tráfico y comercialización de drogas ilegales. Así como es imposible lograr una descripción cabal del crimen mundial sin dedicar un importante apartado a América Latina, no puede aludirse a esta región sin una referencia al narcotráfico. Un flagelo que cruza transversalmente otras morfologías delictuales y que se acompaña de corrupción y violencia, fenómenos con los cuales se retroalimenta, y que genera múltiples daños al tejido social.