Los cereales, la leche, el arroz o el azúcar sufren la peor inflación de las últimas tres décadas, que ha metido a otros 100 millones de personas en el cajón de la ayuda humanitaria. ¿Qué se esconde tras esta subida del precio de los alimentos y cómo puede solventarse?

 

Pan por las nubes: arrecian las protestas por la subida de los precios.   

 

“Los biocombustibles tienen la culpa”

No sólo. Han pasado de ser lo mejor, la panacea, a ser lo peor en cuestión de meses. Los combustibles biológicos, considerados la gran alternativa al petróleo o al carbón, han demostrado ser un peligro para la seguridad alimentaria mundial cuando van acompañados de políticas agrícolas tan nefastas como las de EE UU o la Unión Europea. Ambos bloques se han propuesto reducir la dependencia energética de países que consideran poco fiables a la vez que combaten el cambio climático. Estos objetivos van de la mano de políticas de subsidios que han animado a los agricultores a pasarse al cultivo de maíz o remolacha para producir, por ejemplo, etanol en detrimento de la producción de alimentos para el consumo. El resultado ha sido una importante disminución de la oferta de granos y otros alimentos en los mercados internacionales, que en buena parte ha influido en la subida de los precios. Los biocombustibles se han convertido en la bestia negra, hasta el punto que Jean Ziegler, ex relator de la ONU para el Derecho a la Alimentación, los ha tachado de “crimen contra la humanidad”. Hace tiempo que las ONG advierten del daño de su uso masivo. Oxfam sostiene que los cultivos que acabarán en los depósitos de los coches copan tierras que podrían albergar vegetales para consumo humano. Y en los casos en los que no se produce este desplazamiento, se talan bosques que cumplen una importante función en la lucha contra el cambio climático al absorber CO2. La comunidad científica incluso duda de su eficacia en la reducción de gases de efecto invernadero.

EE UU (que dedicará a la producción de etanol el 30% del maíz que cultive en los próximos dos años) no ha dado señales de estar dispuesto a cambiar su política energética en este campo. Para 2020, la UE, que pretende obtener de fuentes biológicas el 10% del combustible que utilice en el transporte por carretera, ha dejado claro que no piensa dar su brazo a torcer. Sólo el Gobierno británico se ha mostrado dispuesto a revisar el objetivo europeo ante el escepticismo de la comunidad científica y humanitaria. Y para completar el coro de críticas, la izquierda latinoamericana ha alzado la voz contra los biocombustibles por considerar que esta crisis “evidencia el fracaso del sistema capitalista” y estos carburantes son su brazo armado, en palabras del presidente venezolano Hugo Chávez. Los biocombustibles son una buena opción si tenemos en cuenta el poder contaminante del petróleo, las guerras que provoca y el creciente número de chinos e indios que pronto serán lo suficientemente ricos como para comprar un coche y llenar el depósito. Es una cuestión de proporciones y de las decisiones políticas que han acompañado su fomento, así como de la falta de planificación agrícola adecuada que compense el uso de tierras para cultivos energéticos.

“Los precios suben a causa de China e India”

En buena parte. Chinos e indios suman 2.400 millones; una legión de bocas cuyas preferencias mantienen en vilo a los mercados mundiales. La nueva voracidad asiática ha generado una demanda de alimentos en los mercados internacionales, incapaces de adecuarse a la situación. Según los dictados de Adam Smith, el aumento de la demanda ante una reducida oferta ha provocado la espectacular subida de los precios que, en la era de la globalización, trasciende fronteras y continentes. Los nuevos ricos se han lanzado a consumir leche y carne, dos productos hasta hace poco casi ausentes de la dieta china y poco presentes –en el caso de la carne– en India. Esto ha afectado también, y en gran medida, al precio de los cereales, al retirar ingentes cantidades de grano del mercado para dar de comer al ganado. La opción cárnica plantea otros problemas, como el consumo de agua, cuyas consecuencias en un futuro no tan lejano prometen ser devastadoras. Las cifras no dejan lugar a dudas: se necesita un volumen de agua 10 veces mayor para obtener un kilo de carne que para producir un kilo de trigo.

La revolución del paladar va para largo. En la última década, los chinos han triplicado su consumo de leche, según datos de la FAO. De los 9,7 litros de leche por persona y año de 1997, han pasado a 32; una cantidad ridícula frente a los casi 200 de los países industrializados, lo que da una idea del potencial de crecimiento del consumo chino de lácteos en los próximos años. En el caso de la carne, en una década, han pasado de consumir 45,6 kilos en 1997 por persona y año a 55,5. El modelo de vida occidental, que se cuela en las casas a través de la televisión, la publicidad y las grandes cadenas de supermercados, está de moda. Tomar leche con cereales por la mañana y añadir carne al cuenco de arroz forma parte del modelo a seguir. En India, la tendencia a consumir más leche y más carne es evidente y también reflejo de una mayor riqueza y una cierta emulación del modo de vida occidental. Sin embargo, la cultura vegetariana pone coto a un   crecimiento exorbitante del consumo de carne.

 

“Los países pobres sufrirán más”

Como siempre. La crisis se ensaña con los que menos tienen. Al igual que en otros fenómenos globales, como el cambio climático, los más vulnerables serán los más perjudicados porque tienen menos recursos –individuales y estatales– para adaptarse a la nueva realidad. La lógica indica que aunque afectará a los consumidores del mundo entero, los países exportadores de productos agrícolas en principio deberían beneficiarse de la tragedia ajena gracias a las ventas a un precio elevado. El mapamundi de ganadores y perdedores indica que son precisamente los países más pobres, africanos y en menor medida algunos asiáticos, los que tradicionalmente exportan menos alimentos y, por tanto, a los que la crisis golpeará con más fuerza.

Los pocos países en desarrollo exportadores –como Egipto con el arroz– no han sido capaces de aprovechar la coyuntura, ya que sus gobiernos han prohibido los envíos al extranjero para asegurar el suministro a sus ciudadanos. Brasil o Argentina, en teoría ganadores, han visto cómo los beneficios de vender caro acaban quedándose en casi nada, debido a la subida del precio del petróleo. Con el barril de crudo por encima de los 100 dólares y el precio de los fertilizantes nitrogenados por las nubes, producir alimentos cuesta mucho más, y hace falta vender mucho más caro para que compense. Cierto es que el oro negro es tan costoso para el agricultor estadounidense como para el argentino, pero Washington se encarga de proteger y subsidiar al primero para que no salga mal parado.

Por eso, en general será la población más desprotegida la que sentirá la crisis con más fuerza. Las familias pobres dedican hasta un 70% de sus ingresos a la alimentación. Cuando los precios se duplican o incluso triplican, como ha sucedido con algunos productos, simplemente comerán la mitad que antes. Muchos de los más pobres, los que viven con menos de dos dólares al día, pasarán de un plumazo al cajón de hambrientos. Tan grave es la situación que el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA) calcula que da de comer ahora a 100 millones de personas más que hace seis meses. Pero el problema se multiplica porque las propias agencias humanitarias se han convertido en víctimas de la inflación alimentaria. También a ellas les alcanza para comprar mucho menos con el mismo dinero. Con un presupuesto igual que hace un año, el PMA puede comprar hoy un 40% menos de comida.

Además, las clases medias de los países en desarrollo –que no comen de la ayuda humanitaria– se han visto obligadas a limitar su dieta, lo que acarreará importantes problemas nutricionales. Otro obstáculo añadido es que los pequeños productores han tenido que vender lo poco que tienen, incluidas las herramientas y sus medios de producción, hipotecando su futuro próximo; señales de que la crisis dejará profundas heridas diseminadas por todo el planeta.

“Habrá más levantamientos y guerras”

 Casi seguro. Las revueltas de los desposeídos se han propagado por todo el globo. En América, Asia y África, los manifestantes exigen a sus gobiernos soluciones locales para una crisis planetaria. En Haití, por ejemplo, las masas han tomado las calles y protagonizado enfrentamientos con la policía. La caída del Gobierno y cinco muertos dan fe de la desesperación de una de las  poblaciones más pobres del mundo. El Gobierno egipcio ha sacado a cientos de policías de las comisarías para frenar las protestas de los ciudadanos en un país donde el 40% de la gente vive con menos de dos dólares al día. En Camerún, un país fuertemente dependiente de las importaciones, los muertos se cuentan por decenas. Y en Mozambique, una marabunta enfurecida ha saqueado comercios y destrozado coches a su paso. Este panorama desolador es sólo el comienzo, vaticinan políticos y expertos en seguridad alimentaria. “Revueltas sociales de dimensiones nunca vistas”, ha llegado a pronosticar el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, quien prevé para el futuro próximo “una cascada de múltiples crisis”, que pueden afectar “a la estabilidad política en el mundo entero”.

Los levantamientos sociales se llevarán por delante gobiernos y propiciarán cambios drásticos en las políticas económicas de algunos de los países afectados. Los líderes mundiales son conscientes de que asistimos a una crisis global de consecuencias tan inciertas como temidas, y este año la reunión del G-8 (los siete países más industrializados y Rusia) incluirá este asunto en la agenda. Será la primera vez en 30 años. Mientras, el FMI también se ha hecho eco de la evolución de la crisis, y ha advertido del riesgo de que se convierta “en una fuerza desestabilizadora de la economía”.

Los que no tengan dinero para comprar comida comerán menos y contribuirán a reducir la demanda mundial, y tal vez los precios comiencen a bajar un   poco. Pero los organismos internacionales ya han anunciado que no volverán a los niveles de antes de la crisis. Por otro lado, fenómenos meteorológicos como la sequía, que ha rebajado a la mitad la cosecha de trigo en Australia, uno de los grandes graneros del planeta, amenazan con repetirse cada vez con más frecuencia, según advierten los expertos en cambio climático. El panorama no augura tiempos de paz social y estabilidad política en el futuro próximo.

“La biotecnología acabará con el hambre”

No necesariamente. Los stocks mundiales de trigo se encuentran en el nivel más bajo de los últimos treinta años, según la FAO. La oferta global de grano y otros productos agrícolas ha sufrido una desaceleración en los años precedentes, mientras la población total crece sin freno trayendo al mundo nuevas bocas que alimentar. Este panorama apocalíptico ha propiciado el resurgir de los defensores de la biotecnología que piden a gritos una segunda revolución verde. Argumentan que sólo los nuevos descubrimientos científicos lograrán aumentar la productividad de las cosechas y, por tanto, la cantidad de comida necesaria para alimentar a todo el planeta.

Desde las agencias multilaterales y las filas no gubernamentales sobran las voces que explican a quien quiera oírlo que no se trata de inventar la pólvora a estas alturas. Que la reducida oferta no tiene tanto que ver con la necesidad de descubrimientos o de know how como con la falta de unas mínimas infraestructuras, en el caso de los países africanos, para poder producir. “No necesitamos un nuevo premio Nobel que descubra cómo producir más comida. Necesitamos extender la revolución verde a África”, insistía hace días Josette Sheeran, directora ejecutiva del PMA. Sheeran, la voz que más se ha hecho oír durante esta crisis, es de las que piensa que bastaría con que los pequeños agricultores africanos tuvieran acceso a los conocimientos, semillas y fertilizantes con los que los europeos y americanos funcionan desde los 70. El problema es que, con la subida de los precios del petróleo y, sobre todo, de los fertilizantes, los agricultores no pueden permitirse trabajar, es demasiado costoso. Lo escribía Ban Ki-moon a principios de mayo para explicar, por ejemplo, por qué en Kenia, en el valle del Rift (el granero de África oriental), los agricultores han sembrado en 2008 un tercio de lo que plantaron el año pasado. “Uno pensaría que los precios altos les animarían a plantar más, pero no pueden permitirse comprar fertilizantes”.

Las ONG preocupadas por la justicia social sostienen, además, que el hecho de que gracias a la biotecnología vaya a producirse más comida no implica necesariamente que ésta vaya a acabar en las cocinas de los pobres. Para los activistas, la crisis actual se debe en buena medida al reparto desigual de la riqueza, y no tanto a la falta de alimentos, como los que se tiran a la basura diariamente en los hogares occidentales. Y ponen como ejemplo la revolución verde de finales de los 60 que, a pesar de multiplicar las cosechas en América Latina y Asia, no logró acabar con el hambre en el mundo.

“El problema son las barreras comerciales”

La mayoría no ayudan. Esta crisis ha reavivado el combate dialéctico entre los defensores del libre comercio y los que confían en las barreras comerciales para evitar la entrada de toneladas de alimentos subvencionados de Europa y Estados Unidos en los países en desarrollo.

Durante décadas, los alimentos básicos se han mantenido a un precio extraordinariamente bajo, debido en parte a esas subvenciones y cuotas con las que los países desarrollados han tratado de contentar a sus agricultores-votantes. Plataformas de pequeños campesinos y gobiernos de países del hemisferio sur se quejan desde hace lustros del desembarco en tromba en sus mercados de maíz, soja u hortalizas subvencionadas en Europa y Estados Unidos. Dicen que esos precios, artificialmente bajos, les impiden competir, lo que habría llevado a millones de agricultores (de ser ciertos los datos que maneja la ONU) a abandonar su producción. Las cifras indican que –sin contar a Brasil, el gran exportador– en el resto de países en desarrollo el déficit comercial no ha dejado de crecer en las últimas dos décadas.

Desde los 80, el continente africano, el más afectado por la crisis, ha dejado de ser exportador de productos agrícolas para pasar a importarlos de los países desarrollados. Al dispararse los precios en los mercados internacionales, los africanos han sido incapaces de recurrir a su producción local porque, desplazada por las compras del extranjero, apenas existe. Por este y otros motivos, los defensores del libre comercio piden que la actual crisis sirva para replantear las políticas agrícolas de los grandes bloques, incluidos los subsidios y, en especial, los que se otorgan a la producción de biocombustible. Pero, de momento, sus prédicas han caído en saco roto.

Por un lado, asistimos a una escalada de barreras comerciales. Como medida de socorro, gobiernos de los cinco continentes han impuesto restricciones a la salida de sus productos agrícolas para evitar la fuga de alimentos. Sin embargo, los economistas liberales alertan del riesgo de adoptar este tipo de medidas proteccionistas, que a su juicio no hacen más que empeorar la situación. Al retirar del mercado global enormes cantidades de comida se reduce la oferta, contribuyendo así a que los precios se disparen aún más. “Si restringimos el comercio, estaremos contribuyendo a crear más escasez de alimentos de la ya existente”, alertaba el comisario europeo de Comercio, Peter Mandelson.

Y por otra parte, europeos y estadounidenses parecen poco dispuestos a introducir cambios drásticos en sus políticas agrícolas. A finales de abril, el ministro de Agricultura alemán, Horst Seehofer, ya dejó claro que se alinearía con Francia en su oposición al recorte de ayudas al campo en la Unión Europea. Francia, la gran defensora de la Política Agrícola Común (PAC), asume este verano la presidencia semestral de la UE, y no se espera que reduzca un ápice el incondicional apoyo a los agricultores del Viejo Continente.

 

 

¿Algo más?
Con Outgrowing the Earth (Norton&Co., Nueva York, 2005), el veterano ecologista estadounidense y gran ideólogo del desarrollo sostenible, Lester Brown, predijo hace ya dos años los problemas que amenazaban la seguridad alimentaria mundial. Biofuels for Transport: Global Potential and Implications for Energy and Agriculture (Earthscan, Londres, 2007), del Worldwatch Institute, es una suerte de biblia de los biocombustibles, que analiza las implicaciones ambientales, socioeconómicas y políticas de la fuente de energía más de moda a un lado y otro del Atlántico. La página de International Food Policy Research Institute (IFPRI) es probablemente la que ofrece los mejores análisis sobre el tema: www.ifpri.org. La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) publica en su web, www.fao.org, un seguimiento de la evolución de los precios, la demanda y las reservas de cereales y otros productos agrícolas.