La tradición altruista estadounidense versus las ventajas fiscales españolas. 

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El cambio estructural (político, económico, empresarial y social) y mental que requiere España para aspirar solidariamente e incluso disfrutar laboralmente –desde la iniciativa privada- algún día de una filantropía bien entendida, no se producirá en ningún caso con la mera aprobación de la nueva Ley de Mecenazgo (prevista para finales de 2012). Esta última, en todo caso podrá convertirse a posteriori en un elemento de reforzamiento del hábito cívico y solidario del donativo comprometido para todos los públicos (no sólo para ricos, que también), hoy exiguo. Probablemente, con esta Ley el negocio estará servido para algunos gestores, consultores y banqueros, quienes pasarán a asesorar a sus clientes más fértiles en materia de inversiones éticas y responsables. Podrán facturarles más, ofreciéndoles a cambio desgravaciones ventajosas y exenciones impositivas especiales a cambio de un destino noble de su dinero. Pero, esta ventana comercial y patrimonial para algunos no dará paso a la sensibilidad, delicadeza y humanidad en favor del prójimo desprotegido. El altruismo puro, tanto para pequeños como para medianos o grandes donantes se halla sólo dentro de aquellos seres alejados del cálculo de la rentabilidad de su aportación financiera. Caminar por el sendero filantrópico correcto exige más bien, de un entorno y una educación institucional que consolide valores similares al giving back to society (devolver a la sociedad),  de tradición estadounidense. Por higiene conceptual, para diferenciar al especulador bursátil e incluso al mejor de los emprendedores sociales del filántropo de vocación, este último es quien se sensibiliza e incluso obsesiona con apoyar a través de parte o todo su patrimonio existencial (incluyendo el factor tiempo y no de sólo el dinero) una causa minoritaria, una desigualdad extendida, una crisis perpetua, un desastre prolongado o un grupo infrarrepresentado, entre otras cuestiones y situaciones ajenas a su bolsillo.Resulta excesivamente común -al igual que erróneo- escuchar a algunos afirmar que si el régimen fiscal español en materia de donaciones fuera similar al de países como Francia, Reino Unido o Estados Unidos, las contribuciones medias y totales serían mayores, en número y cuantía. Ninguna ley por sí sola podrá lograr que la muy baja donación media anual de los españoles (un 20% de la población) por valor de unos 150 euros, se vea incrementada significativamente. Por esta única vía, nunca se alcanzarán la elevada cifra de 1.800 dólares (unos 1.500 euros) de donación media anual de los estadounidenses (un 80% de la población). A su vez, aquellos que señalan que el marco normativo en EE UU desencadena por sí solo la eclosión del espíritu altruista y filantrópico, también se equivocan.Su primera ley promulgada de carácter facilitador para las donaciones data de los años 30 del siglo XX, unos cien años (existen incluso casos del siglo XVII) después del arranque de la costumbre ciudadana, individual e independiente (al margen de la Iglesia) de los estadounidenses de dar grandes sumas de dinero a colectivos minoritarios desfavorecidos, a proyectos para la creación de servicios sociales y a la construcción de espacios físicos para uso comunitario.Al escoger más datos presentes en EEUU y España, con el fin de observar las respectivas huellas altruistas y filantrópicas se palpa claramente una distancia enorme entre ambas realidades. Existen unas 60.000 fundaciones en Estados Unidos con un peso mayúsculo de aquellas de ámbito local/comunitario frente a las corporativas y federales. En España, por su parte, aproximadamente el 60% de la acción social se encuentra en manos de tres únicas grandes organizaciones (Cáritas, Cruz Roja y ONCE). No como en España, gran parte de las englobadas como charities (fundaciones familiares, fundaciones públicas, fundaciones corporativas, ONG, asociaciones locales, etcétera) en EEUU cuentan con una estrecha supervisión jurídica y regulatoria (claro rendimiento transparente de cuentas por su actividad), una garantía directiva intrínseca (incluye códigos de buen gobierno para sus gestores y patronos), un compromiso asumido de eficiencia social y una capacitación gerencial innata para lograr la constante captación de fondos privados y, así, evitar la aspiración reactiva de sufragarse gracias a la subvención pública. Ejemplo de esto último, en Estados Unidos, es el hecho de que un gran número de charities prestan y explotan algunos servicios profesionales (incluso al Estado), al mismo o mejor nivel que determinadas entidades lucrativas.Autogobierno solidarioLa filantropía como virtud en Estados Unidos siempre ha estado adherida a su propio proceso de consolidación como nación, mucho antes que otras como la de potencia industrial y comercial. Probablemente, en el primero de los casos haya tenido lugar de modo no premeditado, sino más bien como mecanismo de respuesta frente a diversas mermas gubernamentales. Estas últimas, habrían cultivado en su población un instinto generalizado de supervivencia ciudadana e incluso de autogobierno solidario; salir adelante como individuos y colectivo con el propio esfuerzo y el trabajo en común, sin contar con la ayuda (la mentalidad del subsidio) del Estado.Inicialmente, pudo haberse incrementado por la falta de dinero público y la incapacidad de llegar por igual y a todos, en cuestión de protección del Estado. Eran momentos en los que no cesaba la entrada de oleadas de inmigrantes soñadores procedentes de Europa. Entonces, los estadounidenses ejercitaron una conciencia y praxis en favor del desarrollo autónomo, voluntario, vecindal y asociativo. El altruismo y la filantropía evolucionarían así, hasta quedarse atadas a la identidad nacional de EE UU. Se extenderían entre familias más y menos adineradas de todo el país y se profesionalizaría por la vía de organizaciones privadas de todo tipo de tamaño, como canalizadoras de ayuda al bien común local y nacional, en una clara muestra de atención privada de utilidad pública.Los primeros individuos que cosecharon grandes fortunas con espíritu generoso, capaces de transmitirlo a sus generaciones (Rockefeller y Carnegie, entre otros) a finales del siglo XIX y principio del XX, procedían precisamente de ese mismo nuevo mundo inmigrante repleto de penurias y dificultades (no nacieron ricos). Sin embargo, nada más sonreírles sus actividades lucrativas (ferrocarriles, minería, petróleo…) activarían un compromiso superlativo por sus conciudadanos, guiándose por un gran orgullo de pertenencia nacional con algunas dosis de legítima vanidad (no optando por ser anónimos).Esta esencia quedaría plasmada rápidamente en la financiación y creación de los primeros hospitales, museos, colegios y universidades en ciudades como Nueva York, Boston, Chicago, Filadelfia y Saint Louis. En vida, no esperando a morirse para dar lo que les sobrara, un número considerable de estos primeros magnates apoyaría, dignificaría y ejemplificarían por la vía de sus elevadas donaciones, los valores de igualdad y justicia social hasta estandarizarse para siempre dichas prácticas por todo el país. Algunos de ellos, llegarían a crear fundaciones familiares aún vigentes y operativas nacional e internacionalmente. El sentimiento de fondo que empezaba a florecer, y que prevalece hoy intrínseco en la cultura americana, es el de la mayor confianza en la libertad individual e iniciativa privada en detrimento de la intervención directa del Estado. Dicho caldo de cultivo elevaría significativamente en EEUU las entidades cívicas de acción social después de la Segunda Guerra Mundial.Indican algunos analistas que nos encontramos en la actualidad (comienzos del siglo XXI) ante la etapa de historia de la humanidad donde mayor riqueza de dinero (varios billones de dólares) va a ser transferida en el mundo, en forma de herencia de padres a hijos y en concepto de donaciones a todo tipo de instituciones. Por ello y para ello, España (empezando por su clase política y empresarial, especialmente) debería prepararse y reaccionar sin titubeos para afrontar este hito, postulándose como receptor de ese caudal y adentrándose en la transformación social y cultural del auténtico altruismo y filantropía, sin pensar en ofertar rebajas fiscales ni aprovechar para recortar gasto social. Como ocurre en Estados Unidos, a partir de dicho momento, la filantropía podría ir más allá en su faceta instrumental de intermediación social, aspirando a asumir por sí sola una preeminencia económica en cuanto a su contribución al PIB nacional; empresarialmente, como sector de actividad y negocio; laboralmente, con respecto al número de empleos activos y financieramente, por su volumen acumulado de donaciones compitiendo con todo ello profesional, directa y armónicamente en el mercado.