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Aung San Suu Kyi cuando todavía era líder de la oposición. ROBERTO SCHMIDT/AFP/Getty Images

No, la asombrosa transición democrática del país no ha sido perfecta, pero sus críticos deberían tener en cuenta lo mucho que se ha logrado ya.

El gobierno de Aung San Suu Kyi, que asumió el poder a finales de marzo, es el primero elegido democráticamente que dirige Birmania en más de 50 años. La nueva administración ha recibido considerables críticas de expertos y medios de comunicación, e incluso algunas provenientes de círculos políticos occidentales. Entre otras cosas, los comentaristas han resaltado su falta de firmeza a la hora de abordar la lamentable situación de las comunidades musulmanas oprimidas en el estado de Rakáin, así como su proceso de toma de decisiones, que se percibe como poco transparente y escasamente consultivo. Sin embargo, aunque muchas de estas preocupaciones resultan legítimas, es necesario que se comprendan mejor los abrumadores desafíos a los que se enfrentan los nuevos líderes democráticos birmanos. Hasta el momento han tenido algunos fallos, pero no graves errores.

La tarea que debe acometer el Gobierno es colosal. Tiene que encontrar modos de hacer avanzar el proceso de paz con los numerosos grupos étnicos del país, solucionar la penosa situación de los rohinyás y otras comunidades musulmanas del estado de Rakáin, y continuar con la delicada labor de devolver el equilibrio a las relaciones exteriores de Birmania, en especial con China. El peso de liderar las acciones en todos estos frentes recaerá sobre los hombros de Suu Kyi, ya que esta ha asumido simultáneamente los cargos de Consejera de Estado, ministra de Asuntos Exteriores y presidenta de varios comités de alto nivel. El éxito no dependerá únicamente del desarrollo de políticas cuidadosamente meditadas y de escuchar atentamente a las partes afectadas, sino también de su capacidad para delegar. Estos son los retos tanto políticos como personales a los que se enfrenta ahora Suu Kyi como líder de facto del país.

La trayectoria general hasta el momento ha sido muy positiva. Birmania ha atravesado un año de cambios y de considerable incertidumbre sin sufrir una agitación política grave. El anterior gobierno, respaldado por el Ejército, llevó a cabo unas elecciones en líneas generales creíbles, celebradas con una casi total ausencia de violencia, que resultaron en una rotunda victoria de Aung San Suu Kyi, antigua prisionera política. Este triunfo masivo preparó el terreno para la primera transferencia de poder ordenada y por medio de las urnas desde la independencia del país en 1948.

Suu Kyi había dejado claro antes de los comicios que ella sería la responsable clave de la toma de decisiones en el nuevo Gobierno, y así ha sido. Su hombre de confianza, Htin Kyaw, fue elegido presidente, pero Suu Kyi es la líder indiscutible y su nuevo título de “Consejera de Estado” en la práctica esquiva la prohibición constitucional de que asuma la presidencia. Su administración se las ha arreglado ahora para iniciar una incómoda cohabitación con el Ejército como dicta la constitución de 2008 −sin tener que ceder significativamente en principios clave ni suscitar ningún cisma fundamental con las Fuerzas Armadas. Lograr navegar por estas difíciles aguas ha sido uno de los primeros éxitos fundamentales del Ejecutivo, el Ejército y el país en su conjunto. Pero, dada la inexperiencia de su equipo y los enormes retos que tiene por delante, no se puede esperar que disfrute de triunfos en todos los frentes. Las expectativas para conseguir avances rápidos −aquellos que son más propios de las democracias maduras− deberían moderarse.

El Gobierno ha adoptado muy pronto medidas para abordar el legado autoritario de Birmania, liberando a los detenidos políticos y revocando o enmendando varias leyes opresoras −aunque hay mucho más por hacer−. Al mismo tiempo, es cierto que ha dado algunos pasos en falso iniciales en el proceso de paz y a la hora de atajar la discriminación contra las comunidades musulmanas en el estado de Rakáin.

La declaración de Suu Kyi del 27 de abril de que se encargaría personalmente de convocar una nueva conferencia de paz, el “Panglong del siglo XXI”, que recibe su nombre de la reunión anterior a la independencia promovida por su padre; se realizó sin consultar a los grupos armados o los líderes políticos de las comunidades étnicas. Ahora está presionando para avanzar con esta conferencia para finales de agosto, antes de que los necesarios cimientos estén listos. Es comprensible que a los líderes étnicos les preocupara que el propósito de la nueva iniciativa no estuviese muy claro y de que se anunciase sin consultar previamente. En una reunión posterior, Suu Kyi intentó despejar algunas de estos temores al aclarar que la conferencia continuaría el proceso de paz acordado con anterioridad, y que no supondría un cambio de dirección. También estableció mecanismos de consulta claros. Ahora los líderes de los grupos étnicos están inquietos por si Suu Kyi está completamente decidida a atenerse a unos plazos muy ajustados para la conferencia, minando la confianza y el compromiso de los grupos armados, lo que tendría consecuencias potencialmente perjudiciales.

Se han cometido fallos también en otras áreas, una vez más, relacionados con la ausencia de consultas en la toma de decisiones. Para abordar las eternas tensiones entre comunidades en el estado de Rakáin, se formó un “Comité Central para la Implementación de la Paz, la Estabilidad y el Desarrollo del Estado de Rakáin” en mayo, presidido por la propia Suu Kyi. El objetivo inicial del Comité ha sido poner al día el proceso para determinar el estatus de ciudadanía de la población musulmana, la mayoría de cuyos habitantes no tienen documentos de ciudadanía y se enfrentan a una discriminación generalizada, tanto por parte del Gobierno, como de la mayoría budista de Rakáin­. Por tanto, este es uno de los asuntos más difíciles y conflictivos que es necesario abordar.

Los primeros pasos han incluido suministrar documentos de identificación temporales para los residentes musulmanes, así como intentos de eludir la polémica cuestión de cómo debería llamarse el principal grupo minoritario musulmán. Ellos se autodenominan como “rohinyás”, pero los nacionalistas de Rakáin insisten en llamarlos “bengalíes” para indicar sus orígenes bangladesíes, a pesar de que muchos han vivido en Birmania durante generaciones.

Desplazados rohinyás en un colegio de Theik Kayk Pyim.

La falta de confianza, que tiene sus raíces en años de discriminación por parte del Gobierno central contra budistas y musulmanes en el estado de Rakáin, se ha traducido en que estas iniciativas susciten objeciones de ambas comunidades. En especial, se ha producido una fuerte reacción de los nacionalistas budistas al término preferido por el Ejecutivo, “la comunidad musulmana del estado de Rakáin”, lo que puede dificultar mucho el lograr un futuro compromiso sobre terminología. Además, la ausencia de información pública sobre el proceso de ciudadanía ha provocado unos bajos niveles de interés en la mayoría de lugares. En algunos casos se ha enfrentado a una resistencia abierta. Lograr resultados positivos en la compleja situación del estado de Rakáin exigirá una sólida comprensión de los matices, junto con una voluntad de realizar amplias consultas para obtener la implicación (o al menos para reducir la oposición) de los sectores de línea dura tanto dentro de la comunidad de los budistas rakaines como de los musulmanes rohinyás.

Estos pasos en falso se han originado por una falta de sensibilidad hacia algunos de los complejos detalles que entran en juego y por  la ausencia de consultas previas al anuncio de importantes decisiones o iniciativas. Este tipo de errores son comprensibles y pueden ser atribuidos al inicial periodo de ajuste al poder de Aung San Suu Kyi. Pero también es posible que reflejen una cultura asentada más profunda en la que la toma de decisiones se realiza sin recurrir a consultas, lo que constituiría una preocupación. Sin embargo, todavía es demasiado pronto para llegar a esa conclusión.

Otro reto es la relación del Gobierno con el Ejército. Ambas partes tienen un claro interés en trabajar juntas. Suu Kyi no puede gobernar el país de manera efectiva sin el apoyo de las Fuerzas Armadas, necesita al menos su consentimiento. Por otro lado, el Ejército depende de la líder birmana para lograr algunos objetivos clave: una mejor reputación tanto a nivel nacional como internacional y unas mejores relaciones con los ejércitos occidentales. Y lo que es más importante, tiene intereses en el éxito de la transición: el fracaso del actual Ejecutivo supondría el fracaso del proceso de transición iniciado por los propios líderes militares.

No obstante, los intereses compartidos no siempre se han traducido en relaciones positivas. El Ejército se mostró muy molesto por la ley que nombró a Suu Kyi como Consejera de Estado, introducida solo escasos días después del traspaso de poder. En esencia, su objeción era que la ley resultaba anticonstitucional porque creaba un cargo que minaba la autoridad del Presidente y violaba la separación de poderes al ofrecer una relación directa con el Parlamento, una postura compartida por algunos legisladores de grupos étnicos o de otros grupos de oposición. El Ejército es especialmente sensible a las cuestiones constitucionales, dado que las prerrogativas que se le han concedido fueron esenciales para darle la confianza de que entregara muchos otros poderes.

Recientemente se han dado pasos positivos en las relaciones entre civiles y militares, incluyendo la asistencia, por primera vez, del Comandante en Jefe a la ceremonia anual del Día del Mártir, que conmemora el asesinato del padre de Suu Kyi. Pero, pese a su gran valor simbólico, no deberían extraerse grandes interpretaciones de estos actos: existen todavía muchos desafíos por delante.

La comunidad internacional puede ayudar al nuevo gobierno de Birmania a navegar por estas aguas complicadas de muchos modos. Está actuando correctamente al ofrecer al Ejecutivo un fuerte apoyo político, pero no debería eludir el proporcionar consejos sinceros y honestos. El respaldo económico y técnico es muy necesario, aunque existe un riesgo importante de que si los proyectos de ayuda están mal coordinados o la asistencia técnica se produce de forma desordenada e irregular se pueda superar la capacidad del Gobierno y acaben resultando potencialmente perjudiciales; los comienzos de esto fueron ya visibles en los últimos años.

Los donantes también necesitan tener en mente que el Estado sigue estando ausente o es puesto en tela de juicio en muchas áreas afectadas por conflictos. Los proyectos de asistencia tienen que ser diseñados con atención y supervisados de cerca para reflejar esta circunstancia. Para ampliar el apoyo al Gobierno también es vital que Occidente en particular explore vías apropiadas de cooperación entre ejércitos. Por dos razones: en primer lugar, es esencial que las Fuerzas Armadas vean beneficios institucionales en su decisión de renunciar a una parte significativa de su poder. Por otra, la socialización de una nueva generación de oficiales del Ejército con sus colegas de los países democráticos puede suponer una contribución fundamental a la reforma.

El nuevo Ejecutivo ha recibido muchas críticas, algunas merecidas. Pero debemos recordar que el país continúa siendo uno de los mejores ejemplos del éxito de una transición democrática en tiempos modernos. El Gobierno debería ser objeto de críticas si fracasa a la hora de cumplir con expectativas que son realistas, pero es contraproducente someter a un país que todavía está emergiendo de décadas de autoritarismo y guerra civil a estándares tan altos.

 

Traducción de Natalia Rodríguez.