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Las sociedades modernas no podrán seguir avanzando si no toman el camino de la igualdad real, entendida como la incorporación de valores relegados históricamente al entorno femenino. Una tarea que precisa del compromiso de todos.

Aunque durante algún tiempo parecía adormilado, el debate sobre el feminismo y sobre la igualdad, real, de géneros se ha reavivado en los últimos meses. Medio siglo después de la revolución sexual y pese al indiscutible avance de los derechos de la mujer en los países occidentales, cada día pesa más la frustración por todo lo que aún queda por hacer.

La cuestión es tan sensible que cada nueva polémica desata furibundas reacciones… sin que su efecto se deje notar en una auténtica transformación social. Entre las más recientes, por citar solo algunas, en España, las controvertidas declaraciones de la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, sobre la contratación de mujeres en edad de procrear; en Europa, la formación de la nueva Comisión Europea, con Jean-Claude Juncker al frente, que no se asoma, ni de lejos, a la paridad de género; y en el entorno corporativo, el reciente anuncio por parte de Apple y Facebook de que financiarán a aquellas de sus empleadas que lo deseen el tratamiento de congelación de óvulos para que puedan retrasar el momento de tener hijos y dedicarse de lleno a sus trabajos.

Parte de este debate renovado tiene que ver con el agotamiento del feminismo tradicional, con su incapacidad para seguir aportando ideas y propuestas que permitan alcanzar, de manera eficaz, la igualdad.

Una de sus impulsoras, casi de modo involuntario, ha sido Anne Marie Slaughter, presidenta del prestigioso think tank New America Foundation, ex directora de Planificación Política de Hillary Clinton en su etapa de Secretaria de Estado y una de las voces más respetadas en política exterior estadounidense. Y fue a raíz de Por qué las mujeres todavía no pueden tenerlo todo, el artículo que escribió en 2012 para explicar, precisamente, por qué abandonaba su fulgurante carrera de asesora política al lado de Clinton para poder atender mejor a sus hijos adolescentes. Según confiesa ella misma, no esperaba la repercusión que ha logrado, que la ha llevado a dar charlas por todo el país y a desarrollar el tema en un libro que se publicará en un futuro próximo.

El argumento principal de Slaughter es que la auténtica conciliación sigue siendo prácticamente imposible porque las estructuras del poder, de todo tipo de poder, y de la sociedad se basan en prioridades tradicionales de los hombres. No se trata ya de alcanzar la igualdad de derechos –reconocida por las leyes–, sino de introducir una nueva serie de valores que incorporen aquellos que han pertenecido habitualmente al ámbito femenino.

Desde una perspectiva completamente distinta, Sheryl Sandberg, consejera delegada de Facebook, ha contribuido también a la discusión con su libro Lean In. Women, Work and the Will to Lead (en español ha sido publicado bajo el título Vayamos adelante: las mujeres, el trabajo y la voluntad de liderar, aunque ha tenido muy poca repercusión). Es una aportación muy personal, y contada de un modo ameno, cercano y lleno de anécdotas, pero también cargado de reflexión, a la pregunta de por qué las mujeres siguen sin alcanzar, en un altísimo porcentaje, el poder.

Con una brillantísima carrera a sus espaldas y madre de dos hijos, Sandberg defiende que son las propias mujeres las que a menudo dan un paso atrás en su carrera hacia el poder y que para seguir avanzando son ellas las que tienen que cambiar de actitud. Para ello es necesaria una firme confianza en una misma y una férrea voluntad de vencer todos los obstáculos; y una vez en puestos de relevancia, son ellas las que deben promover el modo de modificar hábitos y usos corporativos, institucionales y, a la larga, sociales.

El impacto ha sido tal que Lean In se ha convertido en una actividad y en un negocio en sí mismo, con giras por todo el país, y con la creación de círculos a lo largo de Estados Unidos de mujeres que comparten sus experiencias y sus consejos.

En esa línea de hacerse con las riendas del propio destino, y de facilitárselo a otras mujeres, puede enmarcarse la decisión de Facebook de financiar el tratamiento de congelación de óvulos para sus empleadas. Sin embargo, será difícil que tal medida no se interprete en muchos casos como una coacción, –y tal vez hasta una discriminación en el futuro– frente a aquellas que eligen otros tiempos para ser madres.

 

A vueltas con la maternidad

Muchas han sido las críticas a estos y otros intentos de revisar los principios del feminismo tradicional. Muchas de ellas proceden, de hecho ello, de militantes feministas que acusan a Slaughter, Sandberg y sus pares de plantear cuestiones que afectan únicamente a una élite, a un pequeño grupo de mujeres que han alcanzado las más altas cotas de poder y que pueden permitirse dejar unas horas la oficina para ir al partido de fútbol de su hijo o renunciar al próximo paso en su carrera; mientras, el común de las mortales tiene que seguir batallando en el día a día por alcanzar una mínima dosis de conciliación.

Ya nadie (o casi) cuestiona la igualdad teórica de derechos; ni siquiera la capacidad femenina de desempeñar igual de bien, o mal, los mismos trabajos que los hombres, pese a que indudablemente siguen existiendo el techo de cristal o la brecha salarial. Pero el grueso de la batalla se libra ahora, principalmente, en torno a la maternidad, el cuidado de los hijos y su impacto en la vida laboral. Y una serie de circunstancias tanto coyunturales como estructurales está empezando a introducir un cierto grado de urgencia en la necesidad de impulsar el cambio social hacia una auténtica igualdad.

Por una parte, por el alarmante declive en algunos países europeos de la tasa de natalidad, que unido al aumento de la emigración ha llevado, por primera vez en siglos, a una disminución de la población. En España ya se prevé que en 2015 el número de fallecimientos supere al de nacimientos. Puesto en el contexto global, el declive demográfico de Occidente coincide con el auge demográfico de Oriente.

Es evidente que la crisis ha venido a introducir un factor adicional de tensión, con presupuestos públicos menguantes y demandas sociales crecientes. En muchos países de Europa –no así en Estados Unidos–, el Estado del bienestar ha proporcionado en general un apoyo durante los primeros meses, incluso años, de vida de los niños. El concepto de baja por maternidad ha evolucionado con el tiempo para incorporar a los padres. No se trata solo de la búsqueda de un equilibrio entre familia y trabajo medianamente satisfactorio para ambos miembros de la pareja; asimismo ha ido aumentando el número de hombres que quieren vivir más intensamente la experiencia de la paternidad. Aún así, sigue habiendo enormes disparidades entre los nórdicos –siempre a la vanguardia en este tipo de políticas– y el resto. En el ámbito empresarial las prácticas laborales también han sufrido un serio deterioro. Parece que, por desgracia, Mónica de Oriol no es la única que prefiere no contratar mujeres de entre 25 y 45 años. En este entorno económico, la discusión gira ahora sobre la eficacia de las ayudas públicas a la hora de fomentar la maternidad o la reincorporación de las mujeres al mundo laboral.

Curiosamente, la crisis ha tenido también otro efecto colateral: un mayor número de hombres, al verse empujados al desempleo, ha pasado a ocuparse de los hijos mientras la mujer mantenía su puesto de trabajo. No se conocen cifras significativas, y seguramente será un hecho temporal, pero que sí puede apuntar un cierto cambio de actitud.

La otra cara de la moneda es el envejecimiento de la población y la inversión de la pirámide demográfica, por la que cada vez un número menor de trabajadores tendrá que soportar el cuidado de sus mayores y las pensiones de todos; tendencia agravada precisamente por las dificultades de las mujeres en muchos países de compaginar trabajo y familia. En ese contexto, con una menor base de cotizantes, la batalla por los recursos públicos y por mantener o fomentar determinadas políticas sociales no se prevé fácil. Además, una población de mayor edad suele tender a ser más conservadora y con otro tipo de prioridades, por lo que la lucha por una mayor igualdad de géneros –habitualmente más ligada a una agenda progresista– podría perder adeptos.

El reparto tradicional de tareas, el hombre como ganador del salario, la mujer como sustento del hogar y cuidado de los hijos, y de los padres, se ha agotado, sin que haya llegado a ser sustituido por otro de modo totalmente equitativo. Una sociedad moderna no puede no tener asegurada la atención a niños y a ancianos, como base de un futuro colectivo, y para ello se requiere la involucración de hombres y mujeres en los mismos términos.

Es por tanto necesario seguir avanzando hacia una igualdad real, como la define Slaughter. No se trata ya de reivindicar los mismos derechos de los hombres; se trata de que la sociedad, las instituciones y las empresas incorporen también como valores fundamentales algunos que han estado relegados históricamente al entorno femenino. Hace más de dos décadas pensadoras como Nel Noddings desarrollaron la “ética del cuidado” y la necesidad de que los sistemas educativos transmitan ese tipo de valores. Pero aún está casi todo por hacer.

 

La lenta transformación social

Hay que aprovechar sin embargo el momento para impulsar, individual y colectivamente, un cambio de actitud y de mentalidad. Y en ese proceso, el papel de los hombres, es fundamental.

Es necesario fomentar la visibilidad de las mujeres en todos los ámbitos posibles, empezando por el de los medios de comunicación y el de los creadores de opinión. Resulta paradigmático que en dos profesiones plagadas de mujeres, como son el periodismo y la comunicación, los lugares más visibles y con mayor influencia sigan estando ocupados mayoritariamente por hombres.

Es necesario también alentar un cambio de hábitos en el entorno laboral, como la racionalización y la flexibilidad de horarios, que no dependen tanto de la legislación –no, desde luego en el sector privado– y sí más de las prácticas establecidas por los directivos. Y en ese sentido, sería muy positivo que existieran canales seguros y discretos de reivindicación y denuncia, llegado el caso, de malas prácticas y discriminaciones. Más fácil de decir que de hacer, hay que perder el miedo a romper con ciertas inercias –algo tan simple como señalar que no se fijen reuniones a determinadas horas incompatibles con la conciliación–, por parte tanto de unos como de otras.

Es necesario, por último, exigir a los representantes públicos que sirvan de modelo a toda la sociedad y hay que apostar por aquellos que realmente promueven el cambio, no solo teórico sino real.

Un momento cargado de simbolismo sería la posible elección de Hillary Clinton como la primera mujer presidenta de Estados Unidos. Quedan aún dos años y todas las opciones están abiertas (ella ni siquiera ha confirmado su candidatura); pero si se toma como referencia el impulso que en su etapa como Secretaria de Estado dio a la igualdad de género, tanto en la organización interna de su Departamento como en las políticas estadounidenses, su papel podría ser mucho más que simbólico.

Por mucho que se repita, las sociedades modernas no pueden seguir avanzando sin incorporar en absoluta igualdad de condiciones a una de sus mitades y para ello es preciso configurar una nueva normalidad y un nuevo modo de concebir las relaciones y el reparto de roles.