El artista francés Thierry Noir, que fue el primer artista en pintar sobre el muro de Berlín en 1984, da los últimos retoques a una sección que fue transportada a Los Ángeles para celebrar el vigésimo aniversario de la caída del muro. Mark Ralston/AFP/Getty Images
El artista francés Thierry Noir, que fue el primer artista en pintar sobre el muro de Berlín en 1984, da los últimos retoques a una sección que fue transportada a Los Ángeles para celebrar el vigésimo aniversario de la caída del muro. Mark Ralston/AFP/Getty Images

Todo aquello que siguió a la caída del Muro de Berlín.

La genial película Goodbye, Lenin incluye una secuencia, que simboliza todo un cambio de época, en la que una grúa se dispone a colocar un inmenso cartel de Coca-Cola en la pared de un edificio de Berlín oriental. La acción transcurre ante la ventana de la madre del protagonista, una ferviente comunista que ha pasado unas semanas en el hospital en estado de coma, mientras se producía la transformación más vertiginosa, radical e inesperada de la historia del siglo XX. Ignorante aquella madre enferma de la caída del Muro y de que la República Democrática Alemana se había desmoronado en un tiempo récord, su hijo intenta evitarle un disgusto de muerte y mantiene, a trancas y barrancas, la colosal mentira de que todo sigue igual en la patria del comunismo. Esta premiada y aclamada comedia, dirigida por Wolfgang Beckeren en 2003 (14 años después de la caída del Muro de Berlín) no ahorra críticas a diestro y siniestro, al Oeste y al Este, en un momento en que las sociedades europeas ya habían asimilado que el mundo ya nunca sería igual, porque el 9 de noviembre de 1989 había marcado una fecha verdaderamente histórica, un definitivo punto y aparte.

Muy pocos entre los escasos turistas que visitamos Berlín oriental a comienzos de los 70 podíamos imaginar, ni con la fantasía más desbordante, que aquel muro que dividía en dos una de las ciudades más importantes de Europa se desplomaría en miles de pedazos. Durante la guerra fría, el trayecto en metro entre los dos sectores de la capital alemana no suponía tanto un brevísimo viaje en el espacio como una inmersión en el túnel del tiempo al pasar de los deslumbrantes rascacielos del Oeste a las calles grises y sin anuncios del Este. No cabe duda de que Berlín fue el principal símbolo de la guerra fría. Así lo atestiguaron para la historia infinidad de películas, novelas y todo tipo de relatos donde se entremezclaban el espionaje, la política de bloques y la singular vida de sus habitantes, una cotidianidad retratada de modo magistral en un libro muy recomendable y poco conocido: El saltador del muro (Anagrama), de Peter Schneider. Si resultaba muy difícil prever el derrumbamiento del muro (mucho más tal y como se produjo), todavía más alucinantes fueron aquellos titulares que en 1991 anunciaban que la Unión Soviética se había desintegrado o que el PCUS se había evaporado. Aquellas noticias se asemejaban más a un relato futurista de ciencia-ficción que a una realidad indiscutible que estaba acelerando la historia a una velocidad pocas veces alcanzada.

Más allá de las evocaciones nostálgicas de este periodista, que viajó como adolescente al Berlín del muro y asistió después como treintañero a aquel revolucionario cambio de época, lo bien cierto es que el otoño de 1989 significó el principio del fin del comunismo, el colapso con estrépito de un sistema que había imperado en la URSS desde 1917, en toda la Europa oriental desde 1945 y en otros países de América, Asia y África desde los 60. Con el derribo del famoso Checkpoint Charlie, tan presente en la iconografía cinematográfica, desaparecía uno de los dos bloques que habían mantenido una frágil coexistencia pacífica, no exenta de constantes amenazas, escaladas bélicas en muchas zonas del mundo y una rivalidad ideológica que llegó incluso a la carrera espacial. Así pues, el bloque comunista se derrumbaba como un castillo de naipes y este acontecimiento clave no sólo no suponía el fin de la Historia, sino muy al contrario abría paso a un periodo de turbulencias y de guerras. Desde el Danubio hasta Siberia el sustantivo comunista desaparecía del mapa y, a partir de entonces, todos los adjetivos posibles pugnaban por ocupar el lugar del nombre principal. La desintegración sangrienta de la antigua Yugoslavia, la fragmentación de la ex Unión Soviética en más de una docena de nuevos Estados, la separación de Checoslovaquia en dos países o el fortalecimiento de Alemania como potencia hegemónica en la Unión Europea tienen, por supuesto, su explicación en aquella fría noche de noviembre en la que miles de berlineses se encaramaron alegres al muro. Un colega croata, en la asediada ciudad de Zadar de 1993, me resumió de un modo muy ilustrativo el origen de las guerras balcánicas de los 90. “Comunismo fue el sustantivo en Yugoslavia durante décadas. Cuando desapareció el sustantivo todos los adjetivos pugnaron por hacerse con el poder y los adjetivos componían una lista interminable de etnias, ideologías y religiones: serbio, croata, musulmán, católico, ortodoxo, albanés, bosnio, esloveno, liberal, europeísta, socialdemócrata, nacionalista…”.

De regreso a Alemania, la reunificación se reveló como un proceso rápido e imparable, a pesar de las iniciales reticencias de intelectuales de tanto prestigio como Günter Grass que consideraban un error una integración tan precipitada. Ninguna gran potencia, ni Estados Unidos ni mucho menos la entonces tambaleante URSS, se atrevió a frenar las ansias de una Alemania occidental que aspiraba a dejar de ser un gigante económico y un enano político, como calificaban con desdén a la RFA sus socios europeos. De este modo, aquella Alemania cada vez más europeísta de la guerra fría se fue transformando en la auténtica capataz de todo el continente hasta el punto de que Berlín marcó los ritmos de la ampliación de la UE (demasiado frenética y contraproducente para muchos), condicionó la política exterior de Bruselas, redactó los sucesivos tratados de la Unión, impuso sus condiciones económicas y, desde el estallido de la crisis en 2008, viene dictando una austeridad suicida para muchos países. Como ha teorizado el sociólogo muniqués Ulrich Beck, Europa cada vez es más alemana y la década larga de gobiernos presididos por Angela Merkel ha venido a reforzar una tendencia que se inició con Helmut Kohl, el canciller de la reunificación; y apenas se suavizó un poco durante los años de gobiernos rojiverdes de Gerhard Schröder. Hoy más que nunca, Alemania hegemoniza Europa con su peso demográfico, económico y político. Los esfuerzos de los alemanes occidentales, que pagaron durante muchos años los costes de aquella reunificación-exprés, se han visto recompensados porque Berlín marca hoy a su antojo la política europea. El resto de países poderosos del continente son simples comparsas, desde Francia al Reino Unido pasando por Italia.

Al hilo de las consecuencias de la caída del Muro de Berlín, cuando se cumplen 25 años de aquel acontecimiento, valdría la pena volver sobre el auge de los nacionalismos que rebrotan, una y otra vez, en Europa. Se trata de un resurgir que abarca desde las reivindicaciones independentistas en contra de unos desfasados Estados-nación y de una inoperante Unión Europea (Cataluña, Escocia, Flandes…) hasta conflictos directamente heredados del final de la guerra fría, como el intento de secesión violenta de Ucrania oriental o la reciente anexión de Crimea por parte de Rusia. En esta línea, no conviene olvidar que la progresiva ampliación de la OTAN hacia el Este fue borrando, poco a poco, la zona de seguridad que Moscú había tejido tras la desaparición del Pacto de Varsovia. Por ello, las tensiones en torno a los países bálticos, Polonia o Bulgaria amenazan con aumentar en los próximos años entre una Rusia que se siente amenazada y un Occidente, encabezado por Estados Unidos, que no renuncia a aislar cada día más en su madriguera al llamado, en tiempos de la guerra fría, oso soviético. Como vemos han cambiado los nombres y los escenarios, pero la geopolítica sigue marcando las relaciones internacionales. Baste leer, para ello, un ensayo imprescindible para entender nuestra época, publicado en castellano hace unos meses: La venganza de la geografía (RBA), de Robert Kaplan.

Al margen del reforzamiento de Alemania y del auge de los nacionalismos, una tercera consecuencia básica de la caída del muro tardó tiempo en estallar, nunca mejor dicho, aunque sus raíces arrancaban desde hace décadas o siglos. El 11 de septiembre de 2001, con otras imágenes que parecían de ciencia-ficción como las del Berlín de 1989, el terrorismo islámico irrumpía en el corazón del imperio y sembraba de muerte Nueva York, la capital del mundo occidental. Desde aquella fecha indudablemente histórica, la política de EE UU y de sus aliados se ha volcado en la lucha contra Al Qaeda y sus infinitas franquicias y de esta forma Washington, sus ejércitos y sus intereses, han saltado de charco sangriento en charco sangriento, de Afganistán a Irak, de Yemen a Somalia. Algunos historiadores ya han apuntado en los últimos años que el islam, como religión y como forma de ver el mundo, ha sustituido al comunismo como bloque antagónico de Occidente, de su capitalismo feroz y de su orgullo neocolonial. No parece que anden muy desencaminados estos historiadores. De hecho, si consideramos que Hollywood siempre refleja fielmente la cosmovisión estadounidense, está claro que los antaño morenos espías rusos, de mirada torva, han sido relevados en el imaginario colectivo de los occidentales por unos árabes con turbante emboscados en las atestadas callejuelas de Oriente Medio. Es la distancia que separa, por ejemplo, la película Cortina rasgada (1966), de Alfred Hitchcock, de La noche más oscura (2012), de Kathryn Bigelow. Entre un extremo y otro de este arco temporal cayó el Muro de Berlín.