La caricatura satírica y política no deja títere con cabeza. Molesta tanto a Erdogan –que ya ha planteado cinco querellas– como lo hizo al sultán Abdülhamid II, allá por finales del XIX. Un género, termómetro de libertad, con orígenes tan antiguos como el propio Imperio Otomano pero tan vivo y renovado como el último de los videojuegos.  

Una mujer con hocico de cerdo ataviada con un velo islámico o türban y sonriendo de cara a una señal que marca la dirección hacia “A.B.” o Avrupa Birligi, es decir, Unión Europea. En un país en el que el marrano es considerado animal impuro según los preceptos de la religión mayoritaria: el islam. Se trata de la, en Turquía, célebre viñeta Türbanlı domuz, Avrupa Birliği yolunda (Cerda con velo islámico en el camino hacia la Unión Europea), creada de la mano del dibujante Turhan Selcuk, el decano de la caricatura turca, recientemente fallecido. En realidad se trata de una ácida crítica al apoyo de Bruselas a un partido de raíces islamistas: el de la Justicia y el Desarrollo (AKP), en el Gobierno desde 2002.

La imagen en cuestión fue publicada en abril de 2006 –un año crucial para la crisis de las caricaturas sobre Mahoma– en el diario Cumhuriyet (República), bastión impreso del kemalismo, y a su autor le costó más de un disgusto.

Las historietas satíricas ofrecen una imagen nada complaciente de la represión sexual de los labriegos anatolios.

No era para menos: no sólo fue motivo de un proceso judicial contra él, sino que también forma parte de una investigación acerca de una presunta y oscura organización terrorista llamada Ergenekon que habría intentado derrocar al AKP y llevar a cabo un golpe de Estado militar, el cuarto en casi noventa años de república laica.

El abogado y asesino Alparslan Arslan que mató un mes después al juez Mustafa Özbilgin del Consejo de Estado de Ankara, el más alto tribunal administrativo turco, adujo en el interrogatorio haber irrumpido en el pleno del tribunal por pura indignación frente a la caricatura de la puerca, que él consideró una provocación. De hecho, después de publicarse la caricatura, se sucedieron tres ataques en una semana contra el diario Cumhuriyet con granadas procedentes de un arsenal del Ejército turco. Después, como tantas veces en Turquía, lo que parecía no era y resulta que Arslan no tenía un móvil islamista sino más bien ultranacionalista, y estaba vinculado a la red terrorista Ergenekon.

Sea como fuere, la significación de esta caricatura de la cerda velada nos refleja hasta qué punto los dibujos satíricos tienen una especial influencia en la sociedad turca. Una importancia que en seguida se torna política, y a veces incluso toma de cariz violento.

En el caso que nos ocupa, el célebre dibujante Turhan Selcuk se ocupó durante décadas de dotar de imágenes las inquietudes de un sector minoritario pero con gran poder en la sociedad turca: el kemalista, que ha llevado las riendas del poder desde el advenimiento de la república allá por los años veinte del pasado siglo. En su caso, como en el de otros creadores turcos, las historietas gráficas no sólo son una parte imprescindible de la cultura popular, sino también un sismógrafo de hasta dónde llega la libertad del dibujante en el país.

En esta línea, la lucha encarnizada por la hegemonía política y cultural que desde hace años mantienen el Ejército turco y la clase kemalista, por un lado, frente al AKP y la nueva burguesía, por otro, ha tenido su reflejo casi diario en miles de caricaturas, que apuestan por ser al tiempo tanto documento histórico –con ciertos rasgos grotescos, desvirtuados si acaso– de lo acontecido, como herramienta conceptual en la misma batalla.

Efecto de este conflicto descarnado son el desgaste del AKP –reflejado también por el autoritarismo de su líder, el primer ministro Recep Tayyip Erdogan– y la pérdida de prestigio del Ejército turco por su vinculación con presuntas juntas castrenses de condición clandestina que habrían intentado en los últimos años (desde 2002) derrocar de forma ilegal al partido en el Gobierno.

Los miembros del Ejército están muy preocupados por el deterioro de la imagen de las Fuerzas Armadas, la institución que hasta ahora contaba con el mayor apoyo por parte de los turcos. En todo caso, el daño ya está hecho de cara a la opinión pública. Incluso antes de la última oleada de detenciones, el 22 de febrero de este año, el reconocimiento al organismo que ha derrocado a cuatro gobiernos había descendido del 85% al 66%, según un sondeo.

El semanario satírico LeMan se hizo eco de ello. En su portada a principios de febrero reflejaba este dato y una viñeta. En ella se veía la típica escena de petición de matrimonio en Turquía, con servicio de café y familias una frente a otra. La escena devenía sin embargo en jarro de agua fría para el Ejército. El padre de la prometida rechazaba de manera despectiva la larga letanía de presuntas virtudes del pretendiente porque, al tratarse de un miembro de las Fuerzas Armadas turcas, su futuro no estaba nada claro. “Su profesión no es de nuestro agrado”, le decía, “puede olvidar este asunto”, añadía.

Pero también en el otro bando caen chuzos de punta porque tampoco el sector más conservador en el tema religioso se libra de las críticas. Sobre todo, el líder del AKP es la diana preferida para un gran número de viñetas. Llama la atención en todo caso que Erdogan haya abierto al menos cinco casos contra semanarios satíricos en Turquía por presuntos daños a su imagen.

No parece haber aprendido de dos de sus antecesores en el cargo, los que fueran primeros ministros Bülent Ecevit y Süleyman Demirel, que supieron reconocer a tiempo que las caricaturas sobre sus personas les ayudaban a ganar popularidad. Incluso, el segundo, Demirel, tenía una imagen preferida: la que lo mostraba como un volcán amenazador, la lava emergente como cerebro, frente a uno de sus rivales políticos. Y Ecevit fue en vida reconocido como “Karaoğlan” (chico negro), el nombre de un héroe de la historieta turca que entre batalla y batalla contra sus poderosos enemigos encuentra tiempo para acostarse con atractivas bellezas.

En cambio, Erdogan sigue la estela de uno de sus modelos, el sultán otomano Abdülhamid II (1876-1909), cuyo periodo histórico tanto le gusta idealizar. Y es que este casi último sultán de la era imperial tuvo una importancia decisiva como catalizador en la tradición del dibujo caricaturesco en Turquía, al censurar cualquier mención a la nariz, sobre todo la suya, de natural prominente. A raíz de esto, su napia se convirtió en el centro de las cientos de historietas que se hicieron sobre su régimen.

Más aún, la prensa satírica agonizante en los territorios del sultán, floreció entonces en el exilio gracias al intento del narigudo por frenarla. Se convierte incluso en uno de los instrumentos centrales de la oposición al régimen dinástico y de la revolución de la mano de los Jóvenes Turcos.

A Erdogan no le importa, parece, que lo retraten como narigudo, pero sí en cambio que lo conviertan en un animal. El semanario satírico Penguen, uno de los más célebres en Turquía, dedicó su portada en febrero de 2005 al “reino de Tayyip”, que plasmaba al dirigente en la piel de una variada fauna. A su vez, la revista LeMan hizo lo propio con frutas y hortalizas un año después. Todos, en solidaridad con la multa de unos 2.500 euros que se impuso al dibujante Musa Kart del rotativo Cumhuriyet por convertir a Erdogan en un gato.

Precisamente a raíz de la escalada del conflicto entre el primer ministro y los dibujantes turcos, Michael Dickinson, profesor de inglés y dibujante afincado en Turquía desde hace 23 años, decidió en 2006 solidarizarse con sus colegas turcos y comenzó con su serie animalesca eligiendo la mascota que faltaba, el perro, sonriente al ser agasajado con una pajarita por George W. Bush. Un can asido a la correa de Estados Unidos y con un misil en las posaderas. Se trata de un collage con pretensiones artísticas y, según el fiscal, punible con la cárcel o la deportación definitiva a su país natal, Inglaterra. Y todo, se dice, por insultar “la dignidad y el honor del premier” turco, ya que el canino llevaba su rostro.

Al final, Dickinson se va a librar de las rejas. Su pena de 425 días de prisión fue sustituida en marzo por una multa de 7.080 liras turcas (unos 3.500 euros). Al negarse a pagarla el juez le avisó: en caso de reincidir en los próximos cinco años, o paga o dos años de cárcel. O el exilio definitivo.

"!!Başıbozuk!!”. ¿Quién recuerda esta expresión tan singular en una de las figuras clave de la historia del cómic? Se trata de uno de los improperios utilizados por el Capitán Haddock, y proviene del turco otomano. “Başı” significa cabeza, “bozuk”, estropeada. El adjetivo insultante tiene historia: se utilizaba generalmente para referirse a los esclavos negros de los sultanes, que trabajaban como mercenarios a sus órdenes. Se subrayaba así sus presuntas holgazanería y falta de disciplina condicionadas por una falta de motivación de cara a los combates sin la promesa de un saqueo.

Curiosamente, el perfil dipsómano y bravucón de Haddock, provisto de escasa sutileza y siempre en busca de pelea, tuvo su reflejo ya en el teatro de sombras otomano, la cuna de la sátira en la Turquía actual, con la figura de Tutzuz Deli Bekir (literalmente: el Chalado sin Gusto de Bekir), el borrachín creaproblemas del barrio, propiciador de gresca allá donde quiera que vaya y ataviado siempre con una botella, una daga o una pistola de corto alcance.

Ahora bien, si las adicciones de Haddock y su temperamento responden a uno de los estereotipos otomanos –el teatro de sombras mencionado llegó a contar con un tiryaki o fumador de opio como figura central, a mayor gloria de las realidades oníricas–, el reportero Tintín no encaja por su bonhomía, falta de malicia e ingenuidad con unos personajes más descarnados, curtidos por las asperezas de la mala vida, que son los típicos hasta el día de hoy en la sátira turca.

Por ello, lo más probable es que, si ambos –Haddock y Tintín– llegaran al Estambul actual, acabasen en una casa de prostitución como la existente en Karaköy (parte europea), auspiciada por el Estado –como se llegó a retratar en el cómic Tintin Istanbulºda de la revista Manyak.

Bromas aparte, el término bağıbozuk nos remite así a otro elemento más de la compleja relación entre los tiempos otomanos y la historieta actual en Turquía. En ella, el gölge oyunu o teatro de sombras juega un papel central y resulta, incluso hasta el día de hoy, el más importante hilo conductor de la caricatura y del cómic en Turquía.

Sobre todo son dos figuras las que sobresalen en él y se mantienen vigentes hasta la actualidad: Karagöz (u Ojo Negro) y Hacivat. Karagöz, un aldeano astusto, es de extracción humilde, no tiene apenas educación que no sea la de la universidad de la calle y procede del campo. Hacivat, en cambio, está bien educado, se siente a gusto en la corte del sultán y a fin de cuentas resulta más incapaz para la vida práctica que Karagöz.

Lo que en los comienzos –algunos expertos llegan a datarlo en el siglo XIV– fue una parodia con tintes realistas de la relación entre la corte y el pueblo, poco a poco y con la llegada de la República se convirtió en la diferencia entre Ankara y Estambul, el centro y la periferia, la actitud arrogante y estricta de una minoría y el poder, acaso democrático, de la mayoría.

Kozalak o Kozzy, un bigotudo hombretón de mentalidad patriarcal y degenerada, es el prototipo del maganda, el emigrante rural en una Estambul llena de tentaciones.

Curiosamente, las figuras que los acompañan a los dos compinches en sus andanzas han perdido en gran parte su vigencia. El judío, el albanés, el armenio, el árabe, el negro otomano (Arap), el griego, el persa, el francés… Son todas figuras del teatro de sombras de Karagöz que hoy parecen anquilosadas en el tiempo puesto que con el régimen de Atatürk la ideología nacionalista y excluyente de los Jóvenes Turcos se implantó en gran medida con éxito.

Turquía sufrió entonces un proceso homogeneizador en detrimento de las minorías que un día llegaron a personificar la capital imperial. Luego, sobre todo gracias a los pogromos de los 50, dirigidos por fuerzas de seguridad del Estado, el país y, sobre todo, Estambul ya no volverían a ser lo que en su día fueron.

Siendo conscientes de esta tradición y de esta historia –la relación entre maestro y aprendiz es de capital importancia en el dibujo turco–, no sorprende que las referencias a Karagöz sean todavía numerosas en la historieta del Estado que sucedió al Imperio Otomano. Así, Karagöz fue el nombre de una publicación satírica que, nacida en el Imperio, sobrevivió hasta bien entrada la República.

Reflejo de esta nostalgia de tiempos duros pero –que se antojan– provistos de un aura de romanticismo, es el libro Estambul, del escritor y ganador del Nobel Orhan Pamuk, que se remite constantemente a la ciudad imperial de los 50, cuando la coexistencia de las diferentes minorías todavía era una realidad palpable. También en el cómic turco actual existen figuras nostálgicas de ese pasado. Destaca, entre ellas, en el semanario de humor LeMan, Gönül Adamı (Hombre de Corazón), un sensible caballero del extinto Estambul, siempre con una lágrima cayendo del ojo, que vive en una villa de madera a las orillas del Bósforo y toca la flauta y el tamboril. Sus aventuras con el francés Jean Pierre que lee Lö Figaro (sic) tienen como trasfondo las gaviotas, las barcas de pescadores, los gatos hambrientos a las orillas, las yalılar o tradicionales mansiones otomanas con vistas al mar… Un mundo que parece perdido para siempre.

En cambio, una figura empieza a prevalecer y se ha convertido en un clásico del tebeo: Maganda se llama el nuevo héroe del pueblo turco. Tiene, probablemente, como pasado más o menos traumático series del tipo Gatana de la revista LeMan, en la que se hace especial hincapié en la represión sexual del entorno rural turco, que fuerza a los campesinos a mantener relaciones sexuales y amorosas con los asnos de labranza.

Pero el personaje que nos ocupa ya ha llegado a la gran ciudad y se ha establecido en sus arrabales. Ha adquirido por sus escasas entendederas o mente estrecha un nombre, Kozalak (Piña), o Kozzy para los amigos y lectores de la revista, y una personalidad inquietante y a veces aterradora para sus vecinos.

Se trata de la caricatura del maganda: el emigrante anatolio que llega especialmente a Estambul con una cultura desintegrada, apenas dinero y deseo enfervorizado de actividad sexual como consumo, con quien sea y como sea. Ciertamente, los istanbullus –o la clase de turcos que durante generaciones han visto que la ciudad de pasado imperial les marcaba más que la nacionalidad turca– asisten ahora atónitos a la llegada de miles de magandas a la megalópolis.

De ahí también el miedo que refleja la caricatura de la cerda con velo islámico –hombres del tipo maganda suelen tener mujeres veladas, producto del conservadurismo religioso rural y de la periferia de las grandes ciudades–. Es el temor, sin duda, a que el fenómeno brutal, obsceno y degenerado que encarna Kozzy sea, a fin de cuentas, mejor reflejo de la verdadera identidad turca actual que el Gönül Adamı u Hombre de Corazón.