Hombres saudíes esperan fuera del Palacio Masmak para mostrar respeto al rey Salman en Riad, Arabia Saudí. (Fayez Nureldine/AFP/GettyImages)
Hombres saudíes esperan fuera del Palacio Masmak para mostrar respeto al rey Salman en Riad, Arabia Saudí. (Fayez Nureldine/AFP/GettyImages)

Durante años Arabia Saudí ha sido el mayor aliado de Occidente en Oriente Medio, a pesar de la oscuridad de sus políticas y de ser un régimen represivo exportador de la doctrina wahabí. He aquí un reflejo interno del país, sus movimientos en el exterior, la expansión de su políticas y la relación con el mundo.

¿Es Arabia Saudí una teocracia dictatorial?

Lo es. Los orígenes de Arabia Saudí se remontan a la segunda mitad del siglo XVIII, época en la que las ambiciones de un señor feudal apellidado Bin Saud y la visión de un clérigo retrógrado y rigorista, tachado de hereje por religiosos de aquel tiempo, llamado Mohamad Abdel Wahab, hallaron un punto de encuentro. El primero buscaba un sello divino que bendijera su soñada expansión territorial; el segundo, una espada y un tesoro que cubrieran sus necesidades y le protegieran de las críticas de sus iguales. La alianza entre la casa de Al Saud y la casta wahabí se consolidó una centuria después gracias a las razzias del sur de Irak -donde las tropas saudí-wahabíes masacraron a miles de chiíes- y a la conquista de la mayor parte de la península Arábiga, emprendida en nombre de la yihad contra el infiel. En 1932, Abdulaziz ibn Saud, padre de la Arabia Saudí moderna, la impregnó de un carácter adicional: presentó el wahabismo como la fe prístina y se arrogó el liderazgo espiritual del islam suní, como guardián de los santos lugares de Medina y La Meca. Consciente, no obstante, de que necesitaba un apoyo político exterior y una garantía económica que sostuviera una autocracia asida al desierto, en el invierno de 1945 tomó una decisión esencial para entender el sangriento devenir del siglo XX en Oriente Medio: sentados en una de las cubiertas del portaaviones USS Quincy, el señor de las arenas y el entonces presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, sellaron en secreto un pacto estratégico de colaboración que desde entonces ha marcado las relaciones entre la Casa Blanca y su principal aliado árabe y que todos los mandatarios estadounidenses han honrado, sin dudar, a pesar de que el reino sea uno de los principales predadores mundiales de los derechos humanos.

Pese a que evitan usar el término -prefieren referirse a sí mismos como salafistas (musulmanes de primera hora) o muwahidum (monoteístas)- los saudíes practican, defienden y difunden aún hoy el concepto original del wahabismo, una interpretación desviada y literal del islam rayana en la herejía. Abdel Wahab se apropió de las teorías extremas de un monje-guerrero sirio del siglo XII llamado Ibn Taymiyya y compuso una obra –Kitab al Tawhid (libro del monoteísmo)- en el que tildó de idolatría cualquier innovación (bidaa) o evolución del pensamiento islámico. Según su teoría, el texto coránico es inmutable, no puede ser interpretado y debe leerse al pie de la letra, ya que su origen es divino. Por ello, asegura, la reproducción de imágenes está vedada, así como los festivales y el culto de santones. La música, el baile y otras actividades de ocio y arte están proscritas porque alejan a los hombres de la sumisión y la piedad. En su ideario, idolatría y apostasía son pecados imperdonables, junto al adulterio, el robo a mano armada, la violación y la brujería, delitos todos ellos que deben ser condenados a la pena capital. El buen musulmán está obligado, además, a practicar la yihad -término coránico que significa esfuerzo en la fe; pero no como un acto de reflexión interna o un combate contra las tentaciones como interpretaron los primeros eruditos- si no como un acto de intransigencia y agresión externa-. El proselitismo es un deber y el asesinato de musulmanes lícito, siempre que estos no haya abrazado "la verdadera fe".

Casi trescientos años después, Arabia Saudí y los grupos radicales que beben de su ideología siguen persiguiendo a los chiíes -considerados idólatras- y apedreando a las adúlteras. Al igual que en los territorios controlados por organizaciones yihadistas como el autodenominado Estado Islámico, en la plutocracia saudí actual se ejecuta a los asesinos, apóstatas o traficantes de droga, se amputa extremidades a los ladrones y se flagela a aquellos a los que se considera culpables de insultar a Alá, al Profeta, a los clérigos o a la familia Real. La libertad de culto no existe, el rezo es forzado y las iglesias y otros templos están proscritos en su territorio. La mujer carece del derecho a conducir y debe tapar su cuerpo de pies cabeza. Tampoco puede viajar, trabajar, votar o incluso salir de casa sin el permiso de un varón. Todos los espacios públicos están segregados por razón de sexo y la libertad de expresión es una quimera. Miles de opositores y defensores de la libertad y los derechos humanos comparten prisión y castigo con viles delincuentes.

¿Existen vínculos entre Arabia Saudí y la yihad global?

A las pruebas me remito. El 20 de noviembre de 1979 fue testigo de un acontecimiento que trocó la historia del reino y por extensión las corrientes políticas y de pensamiento que se desplazaban por la región. Aquel día, un grupo de "puristas" (Ijwan), al mando de Juhayman al Otaybi -ex miembro de la Guardia Nacional saudí-, tomó por la fuerza de las armas la Gran Mezquita de La Meca, corazón del islam. Al grito de "muerte a los corruptos", los sublevados se atrincheraron tras sus muros y exigieron la caída de la casa de Al Saud, a la que acusaban de haber pervertido la verdadera fe. El pulso acabó al mes con un baño de sangre y una decisión política crucial. Escasas semanas después, Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudí rubricaron un pacto secreto para formar una columna de mercenarios muyahidín -combatientes islámicos- con el objeto de luchar contra las tropas soviéticas en Afganistán. Todos ganaban. Riad abría un puente para deshacerse de los elementos críticos más radicales de la sociedad -vía que también aprovecharían otros dictadores como Ben Alí en Túnez o Mubarak en Egipto, además de las monarquías vasallas del Pérsico; Islamabad lograba nuevas fuentes de financiación para su oscuro régimen castrense; y Washington sumaba una fuerza adicional -y externa- en su cruzada contra el comunismo. Desde que en la década de los 40 las teorías de Hasan al Banna -fundador de los Hermanos Musulmanes- ganaran prestigio en el espectro ideológico del islam, Estados Unidos había percibido ya el islamismo radical armado (yihadismo) como un aliado natural en el equilibrio de fuerzas de la guerra fría.

El llamado "puente de los muyahidín", que facilitó el reclutamiento y la fanatización de miles de familias, se vio acompañado por un robustecimiento de la campaña internacional de proselitismo wahabí, iniciada durante el mandato del rey Faisal (1964-1975) y que aún hoy es uno de los pilares de la política del reino. Junto a los combatientes y sus familias, partieron también profesores, imanes y ulemas. Según datos de los servicios secretos de EE UU, Riad gastó desde entonces más de 4.000 millones de dólares (3.500 millones de euros) anuales en la construcción de escuelas coránicas (madrasas), mezquitas, centro culturales y medios de comunicación afines en todo el mundo. En los palés de armas, cargados de fusiles, lanzagranadas y otro tipo de armas ligeras salidas de la industria estadounidense- viajaban también ejemplares de El Corán, libros de texto wahabíes y sermones grabados. No solo hacia las azotadas tierras de Asia Central. También hacia el Norte de África y África Subsahariana, e incluso a la vieja Europa democrática. La mezquita del rey Fahd de Sarajevo -hasta la que lleva el rastro de las armas utilizadas en el atentado de Charlie Hebdo (enero de 2015)- o la mezquita de la M-30 de Madrid -controlada por clérigos saudíes hasta 2002- formaron parte de ese programa. En algunas de ellas se han formado los musulmanes europeos que en los últimos años han perpetrado atentados en distintas capitales o que se han sumado a la yihad global. Según datos de la organización estadounidense Freedom House, en 2013 el 75% los centros musulmanes de Estados Unidos estaban bajo control de clérigos wahabíes. El entramado ideológico de esta política fue obra Abdulaziz bin Abdulá Bin Baz, un clérigo ciego que creía que la tierra era plana y que fue gran muftí de Arabia Saudí. Él firmó la fatua que legalizó la financiación de los muyahidín que partían a la guerra santa en Afganistán y la personalidad que legitimó En defensa de las tierras musulmanas de Abdulá Azzam, uno de los tratados de yihad más radicales e influyentes de la edad moderna. Políticamente, uno de los principales brazos ejecutores fue el actual rey Salman, en aquella época nexo entre la familia Real y la casta clerical wahabí. Servicios de inteligencia europeos coinciden en señalar a Salman como el principal recaudador de fondos públicos y privados para la yihad en la década de los 80. Durante varios años dirigió, además, la "Saudi High Commission for Relief of Bosnia and Herzegovina", a la que la OTAN vincula con la financiación de la yihad global. Pese a ello, el actual monarca siempre ha mantenido estrechos lazos con líderes mundiales y en particular con el rey Juan Carlos I, al que siempre le unió una cercana amistad.

¿Existe una guerra religiosa entre Irán y Arabia Saudí?

No, se llama lucha de poder. El enfrentamiento entre el Irán chií y la Arabia Saudí suní, que se remonta a la década de los 80, es esencialmente político, pese a que desde la aparición de la red de Al Qaeda en Irak, en 2003, ha cobrado un creciente carácter confesional. En 1979, la caída del régimen del último Sha de Persia, Mohammad Reza Pahlevi -hasta entonces guardián de los intereses de Occidente en la región- ofreció a Arabia Saudí la oportunidad de substituirle como principal aliado musulmán en Oriente Medio. Y abrió también una guerra entre las dos teocracias por hacerse con el control político de la zona. Pese al aislamiento y la guerra impuesta con el entonces aceptado régimen de Sadam Husein, Teherán logró gestar a principios de los 90 un eje chií afín que partía del grupo chií libanes Hezbolá e incluía tanto a la satrapía de la familia Al Assad en Siria como a grupos de oposición chiíes en Irak y en las regiones orientales de la península Arábiga. Riad, por su parte, estableció un bastión suní -integrado por el resto de monarquías del Pérsico y dictaduras suníes como las de Túnez, Marruecos o Egipto. Un pulso que siempre se ha dirimido a través de conflictos armados indirectos. Primero en el Líbano, donde Arabia Saudí apoyó a la facción suní liderada por el ex primer ministro Rafik Hariri. Y en la actualidad en Siria, y en menor medida, en Yemen.

En este enfrentamiento, la gerontocracia saudí siempre ha contado con el acuerdo explícito de la Casa Blanca. En momentos de crisis, como la invasión iraquí de Kuwait (1990), la casa de Al Saud ha invocado el acuerdo secreto con Washington, según el cual Riad se convertía en el proveedor preferencial de crudo de Estados Unidos a cambio de garantizar su seguridad. Tropas norteamericanas desembarcaron en Arabia Saudí para proteger al país y expulsar a Sadam en 1991, intervención que desató la ira de los muyahidín, "en paro, huérfanos, marginados y perseguidos" tras el desplome del muro de Berlín. Funcionarios estadounidenses lideraron, igualmente, el aislamiento internacional de Irán, primero a través de las sanciones y después con el conflicto nuclear. En la actual guerra de Siria, Washington y las principales capitales europeas han preferido optar por la estrategia de Riad, líder del movimiento contrarrevolucionario que ha contribuido a arruinar las Primaveras Árabes. En 2012, promovió la caída de la incipiente oposición siria en el exilio -en la que predominaban los Hermanos Musulmanes, una organización que considera enemiga- y maniobró para dar entrada a grupos radicales wahabíes armados y financiados desde el Pérsico, algunos de los cuales se aliaron tanto con el Frente al Nusra -marca de Al Qaeda- como Daesh. A finales del pasado año, presionó para que algunos de esos grupos -que se oponen a la democracia y a una sociedad libre, plural y laica- fueran incluidos en la "nueva oposición siria" que debe negociar con la dictadura y la comunidad internacional. Igualmente ha apoyado el ascenso al poder de Abdel Fatah al Sisi, que ha restablecido la dictadura en Egipto, y el retorno a Libia del general Jalifa Haftar, ex miembro de la cúpula militar que elevó al poder a Gadafi, convertido años después en su principal opositor en el exilio.

El acuerdo nuclear entre Irán y Estados Unidos ha supuesto un varapalo para el régimen saudí, que siempre ha compartido este respecto un política común y aliada con Israel. Queda saber, no obstante, como va a evolucionar este reencuentro entre Washington y Teherán -que Riad y Te Aviv no han dejado de torpedear. Y si se consolidará. El devenir de la guerra en Siria e Irak, el color de la nueva presidencia en Estados Unidos, el papel económico de China y el político de Rusia, así como la inminente transición en el liderazgo de Irán -y de la propia Arabia Saudí-, además de las corrientes revolucionarias aún vivas en las sociedades musulmanas despejarán dudas y contribuirán a modelar el futuro que debe desprenderse de las viejas políticas que arruinaron el siglo XX.

¿Está el futuro de Arabia Saudí vinculado al del petróleo?

Sí y no. El crudo sigue siendo a día de hoy la principal fuente de riqueza de Arabia Saudí, pero no la única. Azotado como todos los Estados petroleros por la abrupta caída de los precios, el país ha apostado por arriesgar. Ha preferido conservar inalterada su alta producción -pese a las presiones de sus socios en la OPEP para que la baje- en la creencia de que el precio remontará en un tiempo más o menos breve, y con la tranquilidad que le otorga su creso tesoro nacional, que le permite mantener estable su caro gasto público. Aún así, desde hace unos años ha emprendido una obligada transición energética impelida por dos razones: la primera, su desorbitado crecimiento demográfico. Desde que estallara el boom de los petrodólares tras el embargo de 1973, la población saudí se ha triplicado. Un crecimiento descontrolado que ha ampliado las diferencias sociales y la sensación de injusticia social, como evidenció el tenue despertar en 2011 de la primavera saudí, reprimida por el régimen a golpe de millones de riales y penas de cárcel. A la par han aumentado el número de pobres y desheredados en un Estado que siempre se ha vanagloriado de su opulencia y el consumo, hecho este último que ha inducido a expertos independientes a pronosticar que Arabia Saudí, principal exportador de petróleo del mundo, deberá sumarse al club de los importadores a partir de 2036. La segunda está relacionada con la autosuficiencia petrolera declarada por Estados Unidos -Pekín ha sustituido a Washington como principal cliente- y con el cambio de modelo energético que se atisba para las próximas décadas, en las que el petróleo irá poco a poco perdiendo su monopolio.

El que mantiene su pujanza es el segundo -y quizá menos conocido- negocio de Arabia Saudí: el comercio de armas. Pese a contar con apenas 30 millones de habitantes, la oligarquía wahabí dirige el cuatro país del mundo en compra-venta de armamento, solo superado por Estados Unidos -su principal proveedor-, Rusia y China. Y por delante de potencias mundiales de gran calado como India, Francia o Reino Unido. Un mercado que mueve miles de millones de euros al año y que contribuye a nutrir las inversiones inmobiliarias y financieras de la familia Real, a paliar el descenso de los ingresos petroleros, comprar influencias, promover el wahabismo a través de la televisión e Internet, y a llenar de armas la región a través de un red de paraísos fiscales y transiciones turbias, como han comenzado a revelar los denominados "Papeles de Panamá". Se desarrolla en un país en el que se constata un crecimiento sostenido de la intolerancia religiosa, de la oposición radical al régimen y de las prácticas absolutistas. Un año después de llegar al poder, el rey Salman destituyó a dos altos funcionarios conocidos por su hostilidad a la casta clerical y elevó a descendientes de Abdel Wahab a posiciones de gobierno. Asimismo, designó príncipe heredero y ministro de Interior a Muhammad bin Nayaf, hijo de uno de los hombres más duros del régimen, alejando del poder así a las ramas de la familia Real consideradas aperturistas. Igualmente entregó el ministerio de Defensa y el título de "heredero del heredero" a su joven hijo, con la esperanza de que una rápida y contundente victoria militar en Yemen -ahora elusiva- ampliara su base de apoyo y reforzase la posibilidad de aspirar también al trono. Un juego de cetros que definirá el futuro de una tierra en la que según una antigua tradición islámica estaba previsto que emergiera "la cornamenta del diablo".