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Chilenos protestan contra el Gobierno de Sebastián Piñera, Santiago de Chile, 2019. Javier Barrera/NurPhoto

El último año ha dejado multitud de imágenes de movilizaciones sociales en las calles de muchos países. A pesar de que se han producido en diferentes contextos, el trasformo de estas protestas continúa siendo la tensión entre dos fuerzas contrarias, la democratización y el autoritarismo.

 Santiago de Chile, Hong Kong, Barcelona, La Paz, Teherán… El año 2019 se cerró con un balance al alza del antagonismo en todo el planeta. La dificultad de regímenes políticos muy dispares entre sí a la hora de canalizar el conflicto ha puesto de manifiesto una crisis global de legitimidad. Este proceloso contexto recuerda otros precedentes como la Primavera Árabe (2010-2012), el movimiento altermundialista (1999-2003) o, antes incluso, las Revoluciones de Terciopelo (1989-1991). Cómo se afrontaron aquellos contextos tuvo resultados muy dispares en cada país. El trasfondo sigue siendo la tensión motriz entre dos fuerzas opuestas: democratización y autoritarismo. De ahí que, según cómo se declinen las turbulencias en curso, en los próximos años veremos derivar la política en un sentido u otro.

 

"La ola global de protestas avanza en estrecha relación con las nuevas tecnologías"

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Protestas en Hong Kong, octubre 2019. ANTHONY WALLACE/AFP via Getty Images

El impacto es claro. La historia de los movimientos es antigua como la formación de los regímenes políticos. Protestas, revueltas, rebeliones y hasta revoluciones enteras han surgido del despliegue sostenido de la acción colectiva disruptiva que obstruye, desobediente, el normal funcionamiento de las instituciones. Los factores de esta “política contenciosa” son múltiples y su incidencia sobre el despliegue de la acción colectiva, compleja y variable. Entre los que cabría destacar está el impacto de los saltos en las tecnologías de la información y comunicación (TIC) sobre las olas de movilización. Si nos atenemos a tiempos recientes, es fácil verificar que las últimas olas se entrelazan con el progreso de Internet y las redes sociales.

El inicio del altermundialismo no se entendería sin el uso que los zapatistas hicieron de la web. Su posterior eclosión, de la contracumbre de Seattle en adelante, encontró impulso en portales como Indymedia o las listas de correo electrónico. Asimismo, la blogosfera y las redes sociales desempeñaron un papel decisivo en la Primavera Árabe, al punto incluso de ser llamada Twitterrevolution.

En una entrevista reciente, Javier Toret, veterano ciberactivista, destacaba la importancia de la web y las redes en el 15M. Sus tácticas se centraban en “lanzar hashtags para conseguir trending topics, hacer vídeos virales, convocar acciones, grabar streamings para defendernos de la represión”. El éxito de las multitudes conectadas sorprendió a propios y extraños. El avance reciente de la extrema derecha, sin embargo, también se explicaría por la renuncia activista a invertir en tecnopolítica, cediendo esa arena política clave.

Sea como sea, las mutaciones de las redes y sus algoritmos no parece que se desliguen fácilmente del devenir antagonista. El clima de crispación tiene mucho que ver con el impacto de las redes sobre el funcionamiento institucional. Basta con pensar como las variaciones algorítmicas, la minería de datos, los bots y tantos otros útiles tecnopolíticas han beneficiado al auge autoritario. Queda por ver si, a falta de algún salto tecnológico en las TIC, podrá revertirse la tendencia o si nuevas redes como Tik-Tok la intensificarán.

 

"El despliegue temporal de los movimientos antagonistas depende del apoyo social"

Así es, de su capacidad de mantenerlo. La simple acción de protesta es la unidad fractal de la política contenciosa. Nunca se encuentra aislada, se inscribe siempre en la dinámica concreta de cada régimen y su contexto. Las acciones de protesta aisladas pueden concatenarse con otras e irse agregando hasta articularse como procesos de movilización cada vez mayores: campañas por una causa, ciclos de protesta de un movimiento social o varios ciclos interactivos en un contexto político general más amplio u  ola de movilizaciones. Su impacto va desde la incidencia testimonial sobre las políticas públicas hasta la revolución. Ante esto cada régimen dispone de recursos punitivos, de negociación, proselitismo y otros con los que afrontar el desafío activista.

La interacción entre elites y ciudadanía activa está en la base de la política contenciosa. Y aunque las democracias liberales se han demostrado más capaces de encarar las crisis, lo cierto es que en el contexto actual están siendo fuertemente cuestionadas. En casos como el de Chile, por ejemplo, se observa como la forma de gestionar el orden puede acabar haciendo de una causa –en apariencia “menor” como la subida de tarifas de transporte– la chispa que origina una agregación de intereses capaz de impugnar el régimen en su conjunto. La apariencia de normalidad puede desvanecerse así de forma repentina y escalar, de lo concreto a lo general, debido a la acumulación de un descontento previo.

Un caso diferente al chileno, por desplegarse de otro modo y manifestarse como  reactivación, es el de Hong Kong. En septiembre de 2014 el movimiento estudiantil inició un ciclo contra la reforma de la ley electoral. Pronto cobró cuerpo y despegó con éxito la “Revolución de los Paraguas” (empleados por los manifestantes contra los gases lacrimógenos). El fracaso de las negociaciones y la represión estatal dieron al traste con aquel ciclo. Pero sobre dicho precedente, el pasado 9 de junio la movilización retomó las calles. La ley de extradición fue el detonante. No es difícil identificar el nexo entre ambos ciclos: Joshua Wong, líder estudiantil del 2014, salía de prisión animando a proseguir la lucha. Entre tanto, el movimiento había experimentado mutaciones en su repertorio como respuesta a la represión: mayor descentralización de las campañas, ausencia de negociadores claros y de pretensiones en el liderazgo de los organizadores, mayor presencia e impacto de la acción directa, etcétera. Este giro táctico ya ha sido eficaz en sus objetivos: la ley de extradición ha sido retirada. Sin embargo, tampoco ha sido óbice para que el movimiento, empoderado en su autonomía, reclame ahora una mayor democratización.

 

"El despliegue espacial de la protesta tiene que ver con su capacidad de contagio y adaptación"

Sí, con la habilidad de acomodarse a realidades muy diversas. El mapa global de la protesta puede ser visto como un volcán en erupción en cuyo magma estallan burbujas que se reintegran a una misma lava hecha de antagonismo. Si atendemos a la eficacia de la política contenciosa allí donde se alcanzan “situaciones prerrevolucionarias”, a decir del sociólogo estadounidense Charles Tilly, observamos que en lo que va de siglo su resolución (revolucionaria o no) cubre un amplio espectro. En cada caso, la concreción territorial se prueba decisiva.

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Dos jóvenes iraquíes leen el periódico cerca de un mural dibujado por los manifestantes que protestan contra el Gobierno, Bagdad, enero 2020.

Entre los países que experimentaron efectos sustantivos en sus regímenes respectivos por vía insurreccional destacarían, en orden cronológico, Serbia (2000), con el abrupto derrocamiento de Slobodan  Milosevic; la Revolución de las Rosas (Georgia, 2003), que acabó con Eduard Shevardnadze; la Revolución Naranja (Ucrania, 2004), que condujo a la elección de Víktor Yúshchenko; la Revolución de los Tulipanes (Kirguistán, 2005), que destituyó a Askar Akáyev, y la Revolución del Cedro en Líbano (2005), que forzó la retirada de las tropas de Siria; o, en fin, la Revolución de los Jazmines contra Ben Alí (2010), que desencadena la Primavera Árabe provocando cambios de régimen, además de Túnez, en Egipto (Revolución Blanca, 2011) y en Libia tras el fin de Muamar al Gadafi (2011). En Jordania, Omán, Yemen y Kuwait se produjeron cambios gubernamentales importantes, mientras que en Marruecos, Sahara occidental, Bahréin, Irak y Argelia las movilizaciones fueron de gran intensidad, pero menor impacto. La ola también afectaría secundariamente a Líbano, Mauritania, Sudán, Arabia Saudí, Yibuti y Somalia.

Aunque los ciclos que integran la actual ola no se identifican ideológicamente, ni se ubican en una única región geopolítica o responden a iguales condiciones políticas, comparten un contexto que configuran entre sí. Esto facilita una rápida transmisión de repertorios de acción colectiva cuyos efectos pueden tener impactos variables e imprevisibles sobre procesos activos en cada foco de contienda. Así, el repertorio durante las jornadas posteriores a la sentencia del Procés en Barcelona manifiesta evidentes similitudes con la acción directa en Hong Kong (swarming, guerrilla urbana, anonimato, etcétera). Este efecto de contagio es conocido y puede incidir sobre los acontecimientos de un territorio (por ejemplo, al impactar sobre las elecciones del 10N, los equilibrios del independentismo, etcétera).

 

"Cómo el  Estado reacciona y gestiona el orden condiciona su evolución y calidad democrática"

Además, la historia pesa. En la medida en que el poder de un movimiento radica en la disruptividad de sus acciones, el Estado es el principal actor al que se confronta. No el único, ya que junto a quien se quiere movilizar, la opinión pública, los partidos, etcétera, la política contenciosa involucra múltiples actores. Pero al definirse por el monopolio legítimo de la violencia física en un territorio, el Estado siempre es interpelado de forma directa, inmediata y concreta. La forma en que reacciona resulta de la sedimentación histórica en la que se ha forjado, de suerte tal que, más allá del régimen en vigor, evidencia unas pautas de respuesta decisivas para la contienda.

En las democracias recientes el pasado autoritario siempre pesa sobre la respuesta punitiva estatal; más proclive, en general, a reproducir pautas previas: sesgo hacia los antiguos enemigos, tolerancia con los desmanes policiales… Por descontado, cuanto menos afecta un cambio de régimen al núcleo duro estatal, mayor es la tendencia posterior a depender de su trayectoria histórica. En su declinación más extrema, esto genera las guerras sucias de las “cloacas del Estado”.

La situación latinoamericana resulta ilustrativa y Chile destaca otra vez. En las recientes movilizaciones fueron declarados el estado de emergencia y el toque de queda. Bajo ese momento de excepcionalidad se denunciaron abusos de los Carabineros y el Ejército. Esto no solo evoca el espectro dictatorial, sino también recuerda la fragilidad de la transición auspiciada por Augusto Pinochet. En Bolivia hemos visto a policía y Ejército disfrutar de un margen de impunidad decretado por un gobierno afín. El enfrentamiento entre cocaleros partidarios de Evo Morales y la policía se saldó con numerosos heridos y varios muertos. La presencia del Ejército avalando las decisiones de Jeanine Áñez han traído de inmediato a la memoria el pasado autoritario. Colombia, Honduras y Ecuador son otros países en los que también pueden trazarse genealogías de la represión atravesadas por esa tensión histórica entre democratización y autoritarismo.

 

"Hay movimientos clave para la democratización y contramovimientos que ponen en peligro las libertades"

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Brasileños que apoyan al presidente Jair Bolsonaro rezan en una manifestación en Río de Janeiro,2019. Ian Cheibub/picture alliance via Getty Images

Ambos coexisten. Si la égida estatal ha amparado desmanes para controlar el orden y gestionar en su favor el desbordamiento, no es menos cierto que se encuentra también en el origen del contramovimiento. Este, por definición, carece de autonomía y únicamente existe como expresión de una reacción a los movimientos sobre los que se impulsa. En términos orgánicos, su autonomía es escasa. Sin embargo, su potencial movilizador en los márgenes del régimen son amplios. Si alcanza sus objetivos encuentra expedita la vía al poder, desde donde aspirará a anular e incluso erradicar aquellos movimientos contra los que surgió. Allí donde estos cosechan éxitos sin consolidarlos, el contramovimiento encuentra terreno abonado para reconfigurar el régimen en clave autoritaria.

En el contexto actual podemos distinguir dos polos entre los que se dispone la casuística: en un extremo estaría el Brasil de Jair Bolsonaro, donde la crisis de Estado y el agotamiento de la ola que impulsó al Partido de los Trabajadores (PT) facilitaron el contra movimiento que aupó al actual presidente (no por casualidad, un antiguo militar). Para alcanzar sus objetivos, Bolsonaro alimenta un discurso provocador sobre aquellos asuntos que impulsan los movimientos. Sus imposturas xenófobas, sexistas y homófobas no solo le permiten responder y explotar las contradicciones de sus rivales, también le facilitan rearticular y movilizar el espacio conservador en clave reaccionaria.

Al otro extremo de este continuum se encuentra el partido español Vox. A pesar de ser el caso más reciente en la extrema derecha europea, ilustra bien los efectos del contramovimiento. Surge en la fase baja de la última ola y su discurso busca polarizar con los movimientos; ya sea el feminismo (8M, La Manada…), el ecologismo (Fridays for Future, cambio climático…) u otras causas (memoria histórica, migraciones, independentismo…). Alimentarse del movimiento favorece su estrategia en redes, cosecha resultados electorales y reordena el campo de la derecha. No sabemos a dónde puede llegar, pero sí que su éxito dependerá de cómo el Estado sea capaz de procesar la contienda. La actual movilización del campo plantea en este sentido un desafío inédito.