Salió del apartheid para convertirse en una brillante y joven democracia, pero la Suráfrica de Mandela es hoy un milagro que se desvanece. Los electores acuden a las urnas esta semana, pero es posible que los tiempos más duros estén por llegar.

“Suráfrica es una democracia moderna y vibrante”

 
 

Touchñine/Getty Images

No del todo. Pocas veces ha tenido la democracia un comienzo tan esplendoroso como el que tuvo en Suráfrica, cuando terminó con 46 años de apartheid en 1994. La Constitución del país era la más democrática del mundo y abarcaba el derecho al agua, los alimentos, la educación, la seguridad y la sanidad. Pero el ex presidente Nelson Mandela fue premonitorio al titular su biografía El largo camino hacia la libertad, porque, ahora que el país va a celebrar sus cuartas elecciones nacionales, sus credenciales democráticas no están, ni mucho menos, claras.

Durante los últimos 15 años, la política de Suráfrica se ha convertido, cada vez más, en un sistema elitista, más inclinado al clientelismo que a la provisión de servicios. Mientras los criminales y estafadores convictos ocupan las listas del partido con escasas protestas ciudadanas, destacados personajes que son modelo de integridad se han dado prácticamente por vencidos, han abandonado el servicio público y han dejado la puerta abierta a quienes consideran la política como una oportunidad de enriquecimiento personal. La visión de Mandela -construir una democracia basada en "un pueblo con un destino común en su rica variedad de culturas, razas y tradiciones"- parece haber quedado perdida en las generaciones sucesivas de políticos surafricanos pertenecientes a cualquiera de los sectores del espectro político.

La situación es igualmente inquietante para los partidos de la oposición. Aunque se celebran elecciones a las que se presentan libremente,  Suráfrica es hoy, de hecho, un Estado unipartidista gobernado por el Congreso Nacional Africano (CNA). Los últimos acontecimientos muestran de forma preocupante que las líneas entre el partido en el poder y el Estado se han difuminado. En diciembre de 2007, el entonces presidente Thabo Mbeki tuvo que abandonar su cargo como jefe del partido tras ser derrocado por su antiguo colaborador y rival político, Jacob Zuma, a pesar de las acusaciones de corrupción contra este último. Menos de un año después, Mbeki fue sutilmente obligado a dimitir de la Presidencia –y así humillado-, debido a que su posición se había debilitado. En vez de impulsar una moción de censura en el Parlamento, el Comité Ejecutivo Nacional del CNA presionó a Mbeki para que se fuera discretamente por la puerta trasera.

La brecha entre Mbeki y Zuma, que comenzó como una pelea interna de partido, se convirtió pronto en la disputa que dividió al país. Era un conflicto tan profundo que, por primera vez en la historia de Suráfrica tras el apartheid, surgió un partido no racial de oposición creíble, formado por miembros del CNA desilusionados. No obstante, harán falta años para que el Congreso del Pueblo (COPE) pueda penetrar en las estructuras unipartidistas que dominan la política. Una encuesta reciente llevada a cabo por la empresa de estudios de mercado Plus 94 prevé que el CNA va a conservar ocho de las nueve provincias del país y que sólo perderá la del Cabo Occidental ante una coalición de fuerzas de la oposición. En un sondeo reciente de Ipsos Markinor, el COPE no obtiene más que el 8,9% del apoyo electoral.

Después de las elecciones, Suráfrica tendrá que continuar su larguísimo camino hacia la libertad bajo el Gobierno de Zuma, cuyo liderazgo divide al país y no inspira confianza sino preocupación.

 

“Suráfrica ha superado el racismo, la etnicidad y la violencia”

En las urnas. No hay duda de que Suráfrica posee un sistema político cada vez más maduro. Tanto en el CNA como en los partidos de la oposición figuran personajes de toda la gama de razas, y la violencia étnica que provocó 12.000 muertes en la provincia de KwaZulu-Natal antes de las elecciones de 1994 no ha reaparecido. Pero es evidente que fue mucho más fácil acabar con el apartheid político -el gobierno de los blancos en un país de mayoría negra- que con la separación económica y social.

Los espectros del racismo siguen visibles en las calles más ricas de las ciudades y en los barrios más pobres de los distritos negros. El país posee uno de los coeficientes Gini -una forma de medir la desigualdad- más elevados, y varios estudios indican que esas diferencias económicas están aumentando. La política oficial de “dar poder económico a los negros” ha creado una clase media negra de unos 2,6 millones de surafricanos, a los que se aplica el término coloquial de “diamantes negros”. Sin embargo, aunque casi la mitad de esa nueva élite vive hoy en antiguos barrios residenciales blancos, para la mayor parte de los otros 44 millones de ciudadanos, la pobreza sigue distribuyéndose con arreglo a las razas.

Además, el apartheid no ha desaparecido por completo de Suráfrica. La Comisión de Derechos Humanos del país recibe innumerables quejas de desigualdad racial todos los años. Entre otros ejemplos, está un incidente ocurrido en la Universidad de Free State hace un año, en el que un grupo de estudiantes blancos, varones, engañaron a unas empleadas negras de la universidad para que se comieran un guiso de carne en el que habían mezclado orina; otro caso es el de un joven adolescente blanco que, en un arrebato, empezó a disparar en el asentamiento informal de Skielik hasta matar a cuatro personas y herir a otras seis. Esos ejemplos evocan otros tiempos más siniestros.

 

“El sida es el mayor problema que tiene Suráfrica”

Ojalá. Después de años de malas noticias en relación con este virus, Suráfrica está empezando a hacer avances en la lucha contra la epidemia. Durante gran parte de su mandato, Mbeki y su tristemente famoso ministro de Sanidad, Manto Tshabalala-Msimang, impulsaron una única política respecto al sida: la negación de la evidencia. Las recomendaciones del ministro -que los pacientes de sida comieran remolachas y evitaran los fármacos antirretrovirales (ARV) porque eran “venenosos”- suscitaron la indignación de grupos activistas tanto nacionales como internacionales. El doctor Remolacha ya no está por fin, el Gobierno dispone de un amplio plan de actuación para combatir el virus, que incluye el compromiso de sufragar los fármacos ARV para los enfermos. El plan y su presupuesto aumentan de año en año. Y una nueva ministra de Sanidad con visión, Barbara Hogan, ha alimentado considerablemente las esperanzas de ayuda para los 5,6 millones de personas infectadas en el país.

La otra epidemia, en cambio, es fundamentalmente silenciosa. El sistema educativo de Suráfrica es espantoso y no ha sabido proporcionar la preparación que requiere la economía para crecer. Según una investigación del Instituto Surafricano de Relaciones entre Razas, de los estudiantes que terminaron su educación secundaria durante 2008, sólo el 20% alcanzó las notas necesarias para entrar en la universidad. Los nuevos programas, basados en los resultados, no han servido para detener la caída de las calificaciones. De ese 20% que entra en la universidad, muchos no terminan sus estudios, por motivos económicos o de otro tipo. Y a esta crisis contribuyen unos niveles extraordinariamente bajos de uso de las tecnologías de la información, que impiden que el país se incorpore a la economía mundial moderna.

De hecho, aunque las tasas de desempleo son muy altas en toda la población (se calcula que entre el 35% y el 45% en 2006, un incremento del 5% respecto a 1994), el número de puestos altamente cualificados que se quedan sin cubrir está creciendo en todo el país. En ciencias y matemáticas, los alumnos obtienen hoy peores notas que sus homólogos de países más pobres como Mozambique, Botsuana, Suazilandia y Tanzania.

Y cuanto más fracasa el sistema educativo, más se acentúan las desigualdades. Muchos surafricanos acomodados pueden permitirse enviar a sus hijos a escuelas privadas, mientras que la mayoría debe conformarse con el sistema público. Como, por desgracia, las diferencias entre clases todavía siguen teniendo mucho que ver con la raza, la falta de una buena educación sigue siendo el principal obstáculo para la movilidad económica de la mayoría. Las escuelas pobres están obstaculizando el desarrollo económico y social del país.

 

“Suráfrica es cada vez más segura”

La verdad es que no. Entre abril de 2007 y marzo de 2008, se registraron 18.487 muertes violentas. Y eso es una mejora. Entre 1997 y 1998, el índice de asesinatos fue de 59,5 por cada 100.000, frente a 38,6 por cada 100.000 el año pasado. Con todo, la naturaleza y la cantidad de violaciones, robos, agresiones y asesinatos dibujan la imagen de una sociedad violenta que lucha para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. El crimen organizado -que incluye tráfico de personas, contrabando de cigarrillos, narcotráfico y formas elaboradas de fraude y suplantación de identidad- es una amenaza creciente.

El Servicio Surafricano de Policía (SAPS) está pésimamente preparado para hacer frente a todos esos delitos. La formación es insuficiente, el equipamiento pobre y el país carece de las instalaciones forenses necesarias y de unas leyes que faciliten la recogida de muestras de ADN. Las recientes detenciones de agentes del SAPS por estar relacionados con narcotraficantes confirman la preocupación por el alto grado de corrupción en la policía. La unidad selecta de lucha contra el crimen organizado y la corrupción, conocida como los Scorpions, se disolvió en 2008 porque se tomaba su trabajo un poco demasiado en serio.

Las disputas constantes dentro del partido gobernante sólo han servido para empeorar la situación. Los principales cargos de la lucha contra el crimen están vacantes desde que se suspendió con “permiso especial” al comisario nacional de policía, Jackie Selebi, en enero de 2008. Está acusado de corrupción y obstrucción de la justicia. Pero su ausencia del puesto y el hecho de que no se haya nombrado a un sucesor han desmoralizado todavía más a una policía nacional débil y mal equipada.

Muchos opinan que el Gobierno lo ha hecho tan mal que la seguridad privada es el único refugio. La gran mayoría de los ciudadanos de clase media opta por servicios privados, que poseen ya, literalmente, el doble de armas que el SAPS.

El sistema judicial no ha ayudado, y la batalla interna para la sucesión dentro del CNA a lo largo de 2007 causó un daño constitucional considerable. El juicio de Zuma por corrupción puso en duda la independencia política de algunos jueces, y los bandos de Zuma y Mbeki se lanzaron mutuas acusaciones de inmiscuirse en los tribunales. No obstante, los cargos contra el candidato a la presidencia se desestimaron a principios de abril y el jefe en funciones de la Fiscalía Nacional, Mokotedi Mpshe, dijo que el procesamiento no era "ni posible ni deseable". La noticia surgió al mismo tiempo que el escándalo devoraba a los organismos de inteligencia del país, acusados de transmitir conversaciones secretas e interceptadas al equipo legal de Zuma. El inspector general de inteligencia de Suráfrica está investigando la acusación.

 

"Suráfrica es un líder en la región y en el continente"

Sólo cuando quiere. Hay muchas cosas dignas de elogio en los esfuerzos internacionales emprendidos durante la era de Mbeki. Suráfrica asumió tareas de liderazgo en las negociaciones para resolver conflictos como los de Burundi, Ruanda, la República Democrática del Congo y Kenia. El país contribuyó con tropas a las operaciones de paz de la ONU y la Unión Africana (UA). Desde el punto de vista económico, asimismo, tomó la iniciativa en materia de reformas liberales y peso financiero.

Sin embargo, en los últimos tiempos, el liderazgo de Suráfrica ha sido decepcionante, y eso ha puesto en tela de juicio la capacidad del país para inspirar a África hacia un futuro más democrático. La “diplomacia callada” de Suráfrica en Zimbabue ha sido un desastre sin reservas. Durante meses, mientras el presidente Robert Mugabe negaba que una epidemia de cólera hubiera infectado a 91.000 zimbabuenses (de los que han muerto 4.000), Mbeki hizo intentos sutiles de organizar un matrimonio de conveniencia entre él y el líder de la oposición, Morgan Tsvangirai. Sus esfuerzos engendraron un Gobierno de unidad que no merece tal nombre. Es una Administración llena de defectos, que no podrá remediar las violaciones de los derechos humanos, detener las invasiones de granjas ni sacar al país del hundimiento económico mientras sus dirigentes sigan disputándose el control.

La actuación de Suráfrica en el Consejo de Seguridad de la ONU también ha decepcionado a cualquiera que esperase que el país fuera a encarnar el legado de derechos humanos de la era de Mandela. Suráfrica ha impedido que hubiera debates de peso sobre Birmania y Zimbabue -dos claros casos de violaciones de los derechos humanos-, por motivos técnicos. Y el país no ha hecho ningún intento de alterar la oposición de la UA a la apertura de una causa por genocidio contra el presidente de Sudán en el Tribunal Penal Internacional.

Además, aunque es de esperar que Suráfrica amplíe su papel regional en los próximos años, por ejemplo presionando para obtener un puesto permanente en el Consejo de Seguridad, también puede que ocurra lo contrario. El Gobierno de Zuma se verá obligado a centrarse en cuestiones internas, sobre todo las crecientes disparidades y los retos socioeconómicos del país. La crisis financiera ha contribuido al caos y hará que sea todavía más probable ese giro hacia adentro.

Tras la marcha del internacionalista Mbeki, es probable que el vacío de poder en el continente lo llenen figuras poco recomendables. El nuevo presidente de la Unión Africana es nada menos que el hombre fuerte de Libia, Muamar Gadafi, un conocido adversario de Mbeki. Gadafi ya ha empezado a mostrar sus cartas antidemocráticas al reconocer los gobiernos de Mauritania y Magadascar, surgidos de sendos golpes, en contra del consenso de la UA.

 

"El mundo puede considerar Suráfrica como todo un éxito"

Sí, pero el fin del apartheid fue una victoria pasajera. El movimiento mundial contra la segregación racial surafricana ayudó a catalizar la transición democrática del país, pero algunos ámbitos de intervención internacional no sobrevivieron a la euforia de los primeros años.

En los 90, llegó un enorme volumen de ayuda bilateral y multilateral, dirigida a garantizar una transición de poder fluida entre los regímenes del apartheid y de la democracia; el culmen fueron los 541 millones de dólares (417 millones de euros) en ayuda oficial de 1999. La experiencia y el dinero internacionales sirvieron para cultivar una administración, un poder legislativo, una sociedad civil sólida y unos medios independientes.

Pero la atención del mundo se disipó pronto. Enseguida se declaró que Suráfrica era una democracia de pleno derecho, y varias modalidades de ayuda desaparecieron entre 1999 y 2002. Instituciones surafricanas recién creadas tuvieron que arreglárselas por su cuenta. Incluso el valiente programa de liberalización del comercio se encontró con menos medidas recíprocas de las que esperaba en el extranjero.

Los acontecimientos políticos recientes han demostrado que el Estado surafricano era más frágil de lo que se pensaba. Un Gobierno cada vez más mayoritario ha supuesto nuevas presiones para la propia legitimidad del Estado. Varios organismos donantes, bilaterales y multilaterales, han vuelto a ofrecer ayuda -718 millones de dólares en 2006- para afianzar las conquistas logradas. El país que se han encontrado es muy distinto del paraíso democrático que esperaban ver hace diez años.