Las comunidades indígenas albergan los tesoros más codiciados de América Latina: gas, petróleo, bosques y recursos hídricos. En los últimos años, han creado un fuerte movimiento que empieza a paralizar los proyectos de explotación que no encajan en sus planes o en su identidad. Las empresas y los gobiernos tienen que dialogar con él.  

 

¿Sabía usted que hay lobbies indígenas en Naciones Unidas, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Mundial, y que algunos incluso presionan a las capitales europeas y a la Unión Europea? ¿Había oído hablar de la diplomacia indígena? Si la respuesta es no, y es usted empresario o directivo de una empresa con intereses en América Latina, o que planea realizar inversiones, sobre todo en recursos estratégicos como energía hidroeléctrica, hidrocarburos, minerales, bosques, agua e incluso turismo, está quedándose anticuado y debería empezar a preocuparse.

Nuevos tiempos: Evo Morales participa, junto con otros aimaras bolivianos, en un ritual cocalero en La Paz el pasado febrero.

Los pueblos indígenas de Latinoamérica, que suman entre 33 y 40 millones de personas, viven en las zonas más ricas en recursos de sus países, pero, paradójicamente, se encuentran entre las poblaciones más pobres y marginadas de la región. En México, por ejemplo, el índice de desarrollo de los indios es un 15% más bajo que el del resto de ciudadanos. Puede que se les haya ignorado demasiado tiempo, y ahora han despertado. “Su irrupción como actores sociales y políticos es uno de los fenómenos más sobresalientes de los últimos veinte años en América Latina y tendrá consecuencias de larga duración en las democracias de la región”, pronostica la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL).

Durante las primeras seis o siete décadas del siglo pasado, oleadas de indígenas latinoamericanos emigraron del campo a la ciudad, obligados por la escasez de educación y atención sanitaria y, sobre todo, de oportunidades laborales. Pero el desarraigo que aquel proceso les generó está superándose, y se ha construido una nueva identidad indígena, ahora urbana, liderada por los cada vez más numerosos profesionales universitarios salidos de las filas nativas. Desde sus cargos de alcaldes, concejales o diputados en sus países, están participando en el debate sobre cómo acelerar el desarrollo de sus comunidades.

Este fenómeno no habría sido posible sin la profundización de la democracia en la región andina y la aparición de nuevos escenarios políticos que dan voz a las reivindicaciones de los sectores excluidos, aunque ésta no sea la única explicación del boom del movimiento indígena. Un ejemplo muy claro es lo sucedido en Bolivia, cuyo presidente, Evo Morales, ha cuestionado y renegociado, desde su elección en diciembre de 2005, los contratos que regulan la extracción de recursos por empresas multinacionales. El aumento de los ingresos fiscales por el petróleo y el gas le ha permitido aumentar el gasto social, dedicado sobre todo a la población indígena más vulnerable, niños y mayores.

En teoría, hay tres caminos para salir del laberinto del subdesarrollo en el que han estado sumidos los pueblos nativos. Sin embargo, el primero de ellos, los programas estatales centrados en la agricultura de subsistencia, no proporcionan un horizonte seguro a largo plazo, entre otras razones por las variaciones constantes en los precios internacionales de los productos básicos agrícolas. La segunda alternativa, la cooperación internacional, es muy abundante en América Central y andina, pero el capital social y cultural que genera no va siempre de la mano de la superación de la pobreza. La mejor estrategia puede estar en una tercera vía, que hasta ahora no se ha tenido demasiado en cuenta: la explotación del valioso suelo de los territorios en los que se asientan los indígenas desde que la colonización europea les expulsó de sus fértiles tierras, idóneas para la agricultura y la ganadería, que constituían entonces la base del poderío de los imperios coloniales y de la conformación de los Estados-nación. Ahora, sus comunidades albergan los recursos estratégicos (hidrocarburos, minería, oro, cobre, plata, hierro, minerales no metálicos, bosques originarios, recursos hidroeléctricos, acuacultura, agua dulce…) que atraen a los inversores extranjeros, debido a los elevados precios de las materias primas en el mercado mundial.

La pelea está servida: los indígenas ven los proyectos de inversión en recursos estratégicos como una desgracia y las compañías perciben a los nativos como un obstáculo. Para hacer frente a la nueva invasión, estos se han organizado y han conseguido el apoyo internacional para paralizar megaproyectos (mineros, hidroeléctricos, forestales y acuícolas, entre otros) claves para el desarrollo nacional e incluso regional.

 

UN FENÓMENO GLOBAL

Definir quién es y quién no es indígena es una misión casi imposible. No existe un consenso al respecto, así que la autoinclusión en esas comunidades convive con la genealogía y las prácticas culturales como guía para las cuestiones indígenas. Las cifras son tantas como fuentes. Según la CEPAL, existen 671 pueblos originarios reconocidos de forma oficial en todo el planeta, cuya población podría alcanzar los 400 millones de personas, aunque estudios más pesimistas rebajan este número a 250 millones. Según Eleazar López Hernández, teólogo mexicano, en las islas del Pacífico Sur, Australia y Nueva Zelanda, viven 16 millones de aborígenes; en Asia oriental, 67 millones; en Asia occidental, 7 millones; en el sur y sureste asiático, 80 millones; en África, 15 millones, y en el continente americano, entre 50 y 60 millones de descendientes de los amerindios (más de 30 millones de ellos localizados en América Latina y el Caribe). Según la CEPAL, Perú, Bolivia y Ecuador (tres de los Estados de mayor producción minera y de hidrocarburos) suman en conjunto 14,33 millones de indios nativos. Si añadimos Guatemala y México, son alrededor de 25,5 millones. –M.C.

 

 

PODER INDÍGENA

La experiencia chilena es paradigmática del nuevo poder indígena. En el sur de Chile, reconocido internacionalmente por su exitosa apertura a la inversión extranjera, ha crecido en los dos últimos decenios el interés por la explotación del agua para la producción de energía hidroeléctrica en territorio mapuche. La Central Hidroeléctrica Ralco, por ejemplo, desató a finales de los 90 un conflicto de gran magnitud por su impacto ecológico y social y sus implicaciones políticas y económicas, nacionales e internacionales. La central, construida por Endesa-Chile e inaugurada en 2002, costó 570 millones de dólares (alrededor de 380 millones de euros), inundó 3.500 hectáreas de territorio pehuenche y obligó a expulsar y reasentar a unos 500 de sus habitantes.

Junto con Endesa, también Repsol YPF e Iberdrola se han visto implicadas en conflictos con las comunidades indígenas, a través de sus numerosas filiales en la región, que poseen intereses en el petróleo, el gas, la energía hidroeléctrica y la electricidad. Al fin y al cabo, España fue el cuarto país que más invirtió en América Latina y el Caribe en 2006, después de Estados Unidos, Países Bajos y Canadá, según el informe de la CEPAL de mayo de 2007.


Indígenas con recursos:
ciudadanos chilenos protestan por la construcción de la Central Hidroeléctrica Ralco, en territorio mapuche.

Hace dos años, la empresa SN Power, de capital noruego, público y privado, se propuso poner en marcha varias centrales hidroeléctricas también en tierras mapuches, a través de una sociedad mixta que incluye capital chileno, Hidroeléctrica Trayenko, SA. Cuando comenzó sus actividades, las comunidades afectadas protestaron por no haber sido consultadas en las fases previas y porque sus necesidades no se habían tenido en cuenta. Aún más, adujeron que la iniciativa no era compatible con un proyecto de desarrollo con identidad indígena.

Como consecuencia del descontento y las movilizaciones de las comunidades indígenas y sus dirigentes, viaje a Oslo incluido, los noruegos paralizaron el proyecto y se comprometieron a revisarlo. “Llevamos un año y medio en la zona, nos hemos reunido con más de mil personas y mantenemos nuestro propósito de generar instancias de diálogo con las comunidades, de manera que los proyectos se desarrollen considerando las opiniones de los vecinos”, explicó el pasado enero Mario Marchese, director gerente de Trayenko.

Experiencias como éstas se repiten en el panorama latinoamericano hasta el punto de convertirse en una tendencia. En una coyuntura de precios altos para las materias primas y la energía, y en vista del previsible incremento de las inversiones en recursos estratégicos, no hay que perder de vista a las organizaciones indígenas y su capacidad de movilización. Es imprescindible lograr la legitimidad social y cultural de los proyectos. Ya no bastan las declaraciones de buena voluntad de los gobiernos nacionales ni las normativas ambientales más o menos permisivas. Para hacer posibles los proyectos, es indispensable que la comunidad receptora los haga propios, sobre todo en aquellos países con una situación política volátil y más aún en el caso de iniciativas que tienen un resultado a largo plazo.

Para ello, lo que hace falta es diálogo entre las compañías, los gobiernos y las comunidades afectadas. Esto es crítico y especialmente necesario en un mundo sediento de energía y de materias primas. Existen numerosos instrumentos y experiencias para la gestión de conflictos y muchos profesionales en la negociación de acuerdos que serán muy útiles en este contexto. Los millones de indígenas y sus familias tienen derecho a un futuro, que ha de basarse en una explotación sostenible y racional de su riqueza, como una gran oportunidad de romper la espiral de la miseria. Y las compañías pueden aprovechar para fortalecer la buena reputación corporativa, probablemente el mayor activo de una empresa para competir en el mercado internacional.

Los espacios de diálogo y concertación social han sido validados en el mundo entero. Ahora es imperativo extender estos modelos para abordar los conflictos en estas áreas y lograr acuerdos basados en la transparencia y la negociación. No faltan instrumentos legales internacionales, públicos y privados, como el convenio 169 de la OIT, la reciente Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas y Tribales de la ONU, los Objetivos de Desarrollo del Milenio y los derechos económicos, sociales y culturales emanados de Naciones Unidas. También se dispone de los recursos de la cooperación Norte-Sur, y de las declaraciones de todos los bloques y alianzas políticas internacionales.

Muchas empresas hacen gala de contar con especialistas en gestión de proyectos sociales para relacionarse con las comunidades de su entorno y han creado fundaciones para financiarlos. Pero el esfuerzo ha de ir más allá. Es necesario que las compañías gestionen las iniciativas que afectan a los indígenas de forma transparente y que negocien acuerdos de coste-beneficio. Un proyecto de gran envergadura en cuanto a la inversión puede y debe ser también una oportunidad de envergadura para superar la extrema pobreza de muchas comunidades indígenas. Éste es el mayor desafío al que se enfrenta América Latina.

 

¿Algo más?
Una de las fuentes más autorizadas sobre la población indígena de Latinoamérica es Anne Deruyttere, autora del informe Pueblos indígenas y desarrollo sostenible: el papel del Banco Interamericano de Desarrollo (BID,Washington, 1997) y de ‘Nativos en números’ (Revista Bidamérica, BID, septiembre-octubre, 1999). Para obtener más detalles sobre la realidad de los pueblos originarios en América Latina es imprescindible consultar los estudios demográficos, económicos y sociales de la CEPAL, disponibles en www.eclac.cl/publicaciones/, en especial La inversión extranjera en América Latina y el Caribe 2006 (mayo, 2007). En Indians, Oil, and Politics: A Recent History of Ecuador (Scholarly Resources, Wilmington, Delaware, EE UU, 2003), Allen Gerlach narra cómo, entre 1996 y 2000, el desarrollo de la industria petrolífera en Ecuador espoleó la incorporación del movimiento indígena a la política, consolidando sus reivindicaciones sobre el territorio y sus recursos. Es una obra de gran valor para profundizar en los orígenes de las organizaciones indias.