La sabiduría popular se equivoca: el hecho de que Irán desarrolle un arma atómica no empujará a sus vecinos a adquirir la bomba.

 

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El 21 de marzo, el corresponsal del diario israelí Haaretz Ari Shavit escribió un enérgico artículo de opinión en The New York Times que comenzaba con esta rotunda y asombrosa afirmación: “Una bomba atómica iraní obligará a Arabia Saudí, Turquía y Egipto a adquirir sus propias bombas”. Es ya un axioma entre los observadores de Oriente Medio, los expertos en no proliferación, el aparato de seguridad nacional israelí y una amplia variedad de funcionarios del Gobierno estadounidense, que la proliferación en Irán engendrará una carrera de armas nucleares en la región. El propio presidente Barack Obama, en un discurso pronunciado el mes pasado ante el Comité  de Asuntos Públicos América-Israel (AIPAC), dijo que, si Irán se nuclearizara, sería “prácticamente indudable que otros países de la región se sentirían obligados a adquirir sus propias armas nucleares”.

Un Oriente Medio –la región más volátil de la tierra, en medio de unas transformaciones políticas masivas– con varias potencias nucleares en el disparadero es una situación de pesadilla para Estados Unidos y otros estrategas de seguridad, que nunca antes se han enfrentado a un reto de semejantes dimensiones. Pero, por suerte, las advertencias de los agoreros sobre la proliferación descontrolada, si no son exactamente ciencia ficción, sí están más lejos de la realidad de lo que indican Shavit y Obama. Existen muy buenos motivos para que la comunidad internacional aborde el problema que constituye Irán, pero el dominó nuclear en Oriente Medio no es uno de ellos.

Los teóricos de la política internacional, cuando reflexionan sobre los procesos de toma de decisiones en Estados con vecinos dotados de armas nucleares, siempre evocan los temores a una relación de poder asimétrica y las posibilidades de chantaje nuclear como forma de explicar por qué esos Estados se ven obligados a nuclearizarse también.

Esta fue, sin duda, la lógica en la que se basó Pakistán para emprender un programa nuclear en 1972 con el fin de equipararse al programa atómico de India. Sin embargo, pese a todas sus vicisitudes, el Oriente Medio actual no es el polvorín que era el sur de Asia a  mediados del siglo XX. La imagen que tiene Islamabad de la amenaza que representa India –un Estado con el que ha librado cuatro guerras desde 1947— es mucho más acentuada de lo que pueden ver Egipto o Turquía en el problema iraní. Y, aunque Irán está más cerca de los saudíes, la situación de la seguridad en el Golfo Pérsico no es tan grave como la de los 2.900 kilómetros de frontera indo-paquistaní.

Lo más importante para entender por qué Oriente Medio no va a ser una zona de proliferación sin freno es la significativa diferencia entre desear armas nucleares y tener la capacidad de obtenerlas. De los tres Estados mencionados por Shavit, el que figura en la mente de casi todo el mundo al pensar en la proliferación nuclear causada por Irán es Turquía. Pero la República turca ya se encuentra bajo un paraguas nuclear: Ankara guarda aproximadamente 90 de las mejores bombas de gravedad B61 estadounidenses en la base de Incirlik, cerca de la ciudad de Adana. Esas armas están allí porque el país es miembro de la OTAN, y es de esperar que el alcance disuasorio de Washington mitigue, al menos en parte, los incentivos de Turquía para contribuir a la proliferación.

No obstante, incluso aunque Ankara deseara tener una bomba propia, no tiene prácticamente capacidad para desarrollar la tecnología nuclear. Ni siquiera posee la capacidad de arrojar las 40 bombas B61 de Incirlik que corresponderían a las fuerzas turcas en caso de ataque,  según un informe hecho público por el Carnegie Endowment for International Peace.

Dados los cambios en la política exterior turca y su empeño en tener influencia en el mundo, es concebible que pretenda desarrollar una versión turca de la force de frappe francesa. Ahora bien, Ankara tendría que empezar literalmente de cero: no posee materiales fisibles, no puede extraer ni enriquecer uranio, y no cuenta con la tecnología necesaria para reprocesar combustible usado, tres cosas necesarias para el desarrollo de armas nucleares.

Eso no significa que Turquía no esté interesada en la tecnología nuclear. Pero las actividades de Ankara en este sentido, muy escasas aparte de las dos pequeñas instalaciones en Ankara y Kucukcekmece, están directamente relacionadas con la escasez energética que se prevé en el país debido a la conjunción de una economía en auge y una población que no deja de crecer. El Gobierno turco ha anunciado planes para que la energía nuclear civil cubra la cuarta parte de las necesidades eléctricas del país en 2040. Un calendario que parece demasiado optimista, habida cuenta de lo incipiente de la investigación nuclear turca.

Los egipcios llevan una gran ventaja a los turcos en infraestructuras nucleares, pero tampoco se puede contar con que vaya a existir a corto plazo una potencia atómica en el Nilo. El programa nuclear de Egipto es más antiguo que el de India y se inició solo tres años después de que Israel fundara su Comisión de la Energía Atómica. La Comisión de la Energía Atómica egipcia, creada por Gamal Abdel Nasser en 1955, estaba dedicada exclusivamente al desarrollo de la energía atómica con fines pacíficos, aunque se sospechaba lo contrario. El acuerdo de cooperación nuclear firmado en 1956 con la Unión Soviética significó el traspaso a Egipto de un reactor de agua ligera de 2 megavatios que no producía más que pequeñas cantidades de plutonio.

Desde luego, hubo indicios preocupantes en torno al programa egipcio: en concreto, la negativa de El Cairo a permitir que el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) inspeccionara el reactor de Inshas, una negativa que se mantuvo hasta después del tratado de paz con Israel. Pero ni el presidente Anwar Sadat ni su sucesor, el recientemente depuesto Hosni Mubarak, hicieron jamás ningún esfuerzo para desarrollar tecnología de armas nucleares. Sadat firmó el Tratado de No Proliferación en 1980 y Mubarak negoció con Estados Unidos, Francia, Canadá y Alemania la entrega de reactores y dinero para el programa atómico egipcio. Pero estas discusiones no condujeron a nada debido al desastre de Chernóbil en 1986 y el hecho de que los egipcios nunca firmaron lo que se conoce como el Protocolo Adicional, que refuerza la potestad del OIEA de inspeccionar instalaciones nucleares. Dada la trayectoria del programa egipcio, el rechazo de El Cairo al Protocolo tuvo más que ver con cuestiones políticas y de soberanía que con la existencia de planes para llevar a cabo un programa clandestino de armamento.

Las palabras de Riad sobre su adquisición de armas nucleares son pura retórica hueca. Lo asombroso es cuánta gente se toma a los saudíes en serio

Incluso después de que el hijo de Mubarak, Gamal, proclamara en tono triunfal, durante la convención del partido gobernante en 2006, que Egipto iba a intensificar su programa nuclear, resulta difícil creer que los egipcios se lo tomaran en serio. Mubarak gastó 160 millones de dólares en asesores para que le dijeran dónde construir 10 centrales nucleares previstas, y escogió un lugar junto al Mediterráneo para la primera. Pero cada central tiene un precio de 1.500 millones de dólares, y estamos hablando de un país que, en los últimos 15 meses, ha gastado alrededor de 26.000 millones de dólares, de los 36.000 millones que constituyen sus reservas de divisa extranjera, solo para mantenerse a flote.

No hay más remedio que preguntarse, cuando los expertos advierten sobre la posibilidad de que los egipcios tengan la bomba: ¿Han estado en Egipto últimamente? Si lo hubieran visitado, quizá estarían más al tanto del patético estado de sus desvencijadas infraestructuras y su economía, que no permiten desarrollar ningún programa nuclear.

¿Y qué ocurre con Arabia Saudí, la potencia suní que casi todos los analistas tienen en la punta de la lengua en el caso de que el Irán chií obtenga la bomba? Riad tiene el dinero necesario para hacer inversiones a gran escala en tecnología nuclear. De hecho, lo único que da una remota credibilidad a las advertencias sobre la proliferación saudí –como las pronunciadas por el ex embajador ante Estados Unidos, el príncipe Turki al Faisal, el año pasado– son los recursos que tienen los saudíes a su alcance para comprar un programa atómico. Sin embargo, aunque es cierto que Riad no tiene dificultades para dotarse de instalaciones nucleares, carece de la capacidad necesaria para administrarlas. Mohamed Khilewi, antiguo diplomático saudí, asegura que el reino está construyendo un arsenal nuclear para responder a Israel desde mediados de los 70, pero no ofrece ninguna prueba que corrobore esas afirmaciones.

En realidad, Arabia Saudí no posee instalaciones nucleares ni una infraestructura científica que les sirva de base. Quizá podría importar a expertos de Pakistán para que se encargaran de todo, pero, aunque a los saudíes no les importa ver a paquistaníes pilotando algunos de sus aviones de combate e integrándose en sus fuerzas de tierra, el establecimiento de un programa atómico que dependa de subcontratar la experiencia paquistaní –o incluso la compra directa de un dispositivo nuclear a Islamabad– supondría enormes riesgos políticos para la Casa de Saúd. Desde luego, les acarrerearía el oprobio internacional. Washington, cuyo paraguas nuclear protege implícitamente Arabia Saudí, no vería con buenos ojos un acuerdo nuclear entre Riad e Islamabad. Y además, una cosa es dar las llaves de un F-15 a un extranjero y otra, muy distinta, dejar que dirija tu programa atómico.

La preocupación sobre la proliferación saudí se debe a los temores de que el reino pudiera verse obligado a actuar si tanto Irán como Israel tuvieran un arsenal atómico. “No podemos vivir en una situación en la que Irán tenga armas nucleares y nosotros no”, declaró un funcionario saudí anónimo al diario británico The Guardian con ocasión de una entrevista entre el príncipe Turki al Faisal y responsables de la OTAN en junio de 2011. “Es así de simple. Si Irán construye un arma nuclear, no podremos aceptarlo y tendremos que imitar su ejemplo”.

Sin embargo, dado que los saudíes no tienen una infraestructura nuclear digna de tal nombre, una declaración de este tipo es poco más que una bravuconada para forzar la mano de Estados Unidos respecto a Irán. A diferencia de las advertencias similares que hace Israel, que tiene la capacidad de hacer realidad su amenaza de atacar las instalaciones atómicas iraníes, las palabras de Riad sobre su adquisición de armas nucleares son pura retórica hueca. Lo asombroso es cuánta gente se toma a los saudíes en serio. Si lo que dijo Khilewi hubiera sido verdad, ahora sería un buen momento para que Riad ofreciese a Teherán un atisbo de lo que se supone que la familia real lleva escondiendo todos estos años en los sótanos del palacio; pero, hasta ahora, lo único que se oye es a los grillos.

A pesar de su inconsistencia, no podemos ignorar la utilidad de la teoría del dominó nuclear en Oriente Medio. Quienes defienden un ataque militar preventivo contra Irán obtienen con ella una razón geopolítica de peso para justificar una operación muy peligrosa. Pero las pruebas no sostienen ese argumento: si Washington decide que no tiene más remedio que atacar, debería justificarlo en el hecho de que Irán es una amenaza sin más, no porque piense que así va a conseguir impedir la proliferación en lugares como Turquía, Egipto y Arabia Saudí. Porque no existen motivos para pensar que estos países constituyen un peligro de proliferación.

 

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