En relación a la situación de América Latina en materia de seguridad, y más específicamente en lo relativo a criminalidad, he aquí cuatro países que merecen una especial mención.

 

Colombia

Alijo de cocaína incautado por las autoridades colombianas. AFP/Getty Images
Alijo de cocaína incautado por las autoridades colombianas. AFP/Getty Images

De acuerdo al último informe anual de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en 2014 Colombia volvió a erigirse en el primer productor mundial de coca ilegal, desplazando de ese lugar a Perú, pasando de 48.000 a 69.000 hectáreas cultivadas, lo cual supone un incremento interanual del 44%; mensurando la producción de cocaína en términos de volumen, el salto fue de 290 a 442 toneladas métricas. En sentido inverso, las plantaciones en suelo peruano disminuyeron un 14% en el mencionado lapso, pasando de casi 50.000 a unas 43.000 hectáreas, mientras la cocaína producida caía de 310 a 270 toneladas métricas.

Al momento de redactarse este breve informe, aun no se había consolidado una explicación para el enorme salto productivo colombiano, que gozara del consenso de los especialistas. En este sentido, un motivo plausible podría radicar en el abandono de las fumigaciones aéreas de cultivos, debido al coste político que ocasionaban tanto en el país como en el exterior, y su sustitución por programas de erradicación manual  que son de implementación lenta, máxime en territorios todavía controlados por las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El repunte de las plantaciones de coca y la producción de cocaína han puesto en discusión la eficacia de las estrategias sostenidas durante los últimos 15 años, desde que se lanzó el llamado Plan Colombia con apoyo financiero estadounidense, que desde ese momento hasta hoy desembolsó 10.000 millones de dólares en estos menesteres.

Incluso, según la revista Foreign Policy, en círculos políticos de Washington se estima que plantaciones y producciones podrían aumentar todavía más, en la medida en que las negociaciones de paz entre las FARC y el Ejecutivo colombiano prosperen, pues importantes sectores del grupo guerrillero podrían negarse a deponer las armas, volcándose decididamente a las actividades del narcotráfico. He aquí un enorme riesgo, el de la aparición de una nueva oleada de bandas criminales o bacrims, tal cual aconteció en épocas del ex presidente colombiano Álvaro Uribe con el abandono de la lucha armada y la desmovilización de los grupos paramilitares organizados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

 

Venezuela

La policía venezolana registra en busca de drogas y armas a un grupo de hombres. Geraldo Caso/AFP/Getty Images
La policía venezolana registra en busca de drogas y armas a un grupo de hombres. Geraldo Caso/AFP/Getty Images

Caracas ocupa el segundo lugar mundial en materia de violencia urbana, en términos porcentuales, y el primer puesto en términos absolutos. Esa posición, lejos de ser aislada, refleja el estado general de seguridad que atraviesa Venezuela. Según un informe reciente del independiente Observatorio Nacional de Violencia (ONV), los homicidios registrados en el país treparon de 8.000 en 2000 a casi 25.000 en 2014, incrementándose la cifra en un millar cada ejercicio anual y resultando en un total de más de 213.000 personas asesinadas en ese lapso.

El panorama signado por altísimos niveles de violencia que exhibe hoy la nación caribeña es resultante de la proliferación de organizaciones ilegales de diversas características y dimensiones presentes en toda la geografía nacional, todas ellas atravesadas por el flagelo de la criminalidad y beneficiadas por prácticas corruptas en diferentes estamentos públicos. Estas entidades cubren todo el espectro que va desde megabandas compuestas por más de un centenar de integrantes, a pequeños grupos integrados por dos o tres personas, que aglutinan a más de 50.000 pandilleros, dos tercios de ellos dedicados a delitos violentos como tráfico y distribución de drogas.

El especialista Fermín Mármol García, de la Universidad Central de Venezuela, ha sintetizado con crudeza y contundencia la situación que atraviesa su país, indicando que en toda su superficie se multiplican “micro Estados” delictivos, calificados de esa manera al reunir los tres componentes fundamentales del Estado moderno: un “territorio” que dominan, una “población” que someten y un “poder” dado por las armas.

 

México

Al contrario que en Colombia y Venezuela, las cosas parecen haber mejorado en México, en materia de criminalidad. Los primeros seis años de guerra abierta del Estado contra los cárteles del crimen organizado, que coincidieron con la gestión presidencial del panista Felipe Calderón, dejaron un espeluznante saldo de muertes cuyo cálculo fluctúa entre 60.000 casos, según fuentes oficiales, y más del doble de acuerdo a estimaciones independientes. En ese marco Enrique Peña Nieta, el sucesor de Calderón, a poco de asumir implementó lo que se ha llamado “Nueva narrativa en materia de seguridad”, que básicamente consiste en restringir la difusión de información oficial referida a la violencia generada por la guerra contra la criminalidad, enfatizando en cambio en los avances que propone la estrategia gubernamental: por ejemplo, en materia de prevención del delito, coordinación interagencial, rehabilitación de adictos o participación de la ciudadanía.

El problema básico de esta Nueva narrativa es que, a casi tres años de su instrumentación, no ayuda a evaluar si la citada guerra contra la criminalidad está avanzando, o no hay mejoras sustantivas en este campo. Pero puede suponerse que sí hay avances, si se tiene en cuenta que al inicio de la gestión de Peña Nieto los grandes cárteles que actuaban en el país eran los siguientes ocho, de acuerdo a la Procuraduría General de la República (PGR): el del Pacífico (o Sinaloa), los Caballeros Templarios, el de los Arellano Félix, el Nuevo Cártel de Juárez, un sector residual de la Familia Michoacana, el de Beltrán Leyva, el de “la Barbie” y, por último, los Zetas. De estos ocho grupos dependían muchos otros de menor dimensión y poder, sumando en total 88 organizaciones criminales dedicadas al tráfico de drogas, expandidas por 24 estados aztecas, obteniendo por ese concepto ganancias estimadas en unos 39.000 millones de dólares anuales, así como una presencia en más de medio centenar de países.

Teniendo en cuenta esa situación, hoy ha mermado tanto el despliegue territorial de esas grandes entidades criminales, como la cantidad de grupos menores que mantienen bajo su mando, con solamente una excepción: el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), un desprendimiento del Cártel del Pacífico/Sinaloa de “El Chapo” Guzmán, del cual era su brazo armado. Cabe destacar que, tras derribar un helicóptero militar en mayo de 2015, el CJNG pasó a ser considerada la organización criminal mexicana con mayor poder de fuego. Anteriormente, ese título solía ser asignado a los Zetas, aunque tras la detención de su líder Miguel Ángel Treviño (alias “Z-40”) a mediados de 2013, en lo que constituyó el primer gran éxito de Peña Nieto contra el narcotráfico, el grupo entró en declive.

Familiares de dos hombres asesinados por un grupo de jóvenes vinculados al narcotráfico lloran, Ciudad Juárez. Spencer Platt/Getty Images
Familiares de dos hombres asesinados por un grupo de jóvenes vinculados al narcotráfico lloran, Ciudad Juárez. Spencer Platt/Getty Images

Por supuesto, el caso más rutilante en México es el que gira en torno a la ya mítica figura de “El Chapo” Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa. Probablemente no haya mejor caso testigo que el de esta organización, para constatar la transnacionalidad de la criminalidad organizada contemporánea: de acuerdo a estimaciones elaboradas hace unos años por la Oficina de Control de Bienes de Extranjeros (OFAC) de EE UU, de la misma dependían 288 empresas y compañías legales de diverso tipo (boutiques, casas de empeño, restaurantes, agencias de viajes, aerolíneas, compañías mineras, criaderos de aves e inmobiliarias, entre otras) encargadas esencialmente de controlar el microtráfico y el narcomenudeo, así como de legalizar los activos procedentes de la comisión de ilícitos. Esa densa e intrincada red se desplegaba en más de diez países, en América Latina y Europa.

Increíblemente, los cálculos de la OFAC pueden ser tildados de conservadores, ya que estudios independientes elevan el despliegue del Cártel de Sinaloa a no menos de treinta países de África, Asia, Oceanía, América Central y Suramérica, además de Europa Occidental y Estados Unidos. Por caso, el reconocido periódico Excelsior asegura la presencia de la organización en todos los países de América del Sur, con excepción de Uruguay y Paraguay; al menos seis naciones centroamericanas (Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Panamá, Honduras y Guatemala) y una caribeña (República Dominicana); Estados Unidos y Canadá; por lo menos seis países europeos (España, Portugal, Italia, Francia, Holanda y Alemania); Japón, China y Filipinas en el Extremo Oriente, Australia y al menos un país en el África Subsahariana, Guinea Bissau. Merced a las alianzas de los grupos de esos lugares con la organización sinaloense, ésta ha recibido el calificativo de “narco-holding”.

En julio del año pasado, “El Chapo” se fugó de la cárcel de máxima seguridad en la cual estaba recluido, permaneciendo casi seis meses prófugo, hasta su captura en enero de este año. Si el escape inicial tuvo ribetes cercanos a la humillación para el Ejecutivo mexicano, su apresamiento meses después erosionó su aureola de impunidad y ayudó a recomponer la imagen de la gestión del Gobierno en este rubro. Sin embargo, se ha dicho que ninguno de los dos episodios afectó severamente el accionar del grupo, pues éste ya contaba con otro líder, Ismael Zambada (alias “El Mayo”), que había desplazado de la dirección a su antiguo socio. Incluso, un alto jefe de la agencia antidroga de EE UU aseguró en un reportaje que bajo conducción de “El Mayo”, el cártel había ganado solidez.

La extraordinaria dinámica del escenario criminal mexicano torna extremadamente difícil la formulación de apreciaciones sobre su evolución en el futuro cercano, aunque una cosa sí se puede asegurar: seguirán involucradas las Fuerzas Armadas en el combate contra este flagelo, tarea a la cual ya afectan casi 70.000 efectivos. Esto será así pese a que en agosto de 2014, después de numerosas postergaciones, entró finalmente en operaciones la Gendarmería Nacional mexicana, órgano concebido y diseñado con el objeto de combatir la ola de violencia criminal que azota al país. Lo anunció Peña Nieto durante una ceremonia pública, en la cual identificó a las instituciones castrenses como coadyuvantes de la seguridad pública y responsables de la seguridad interior, sin que esto esté doctrinariamente plasmado en ningún documento oficial.

 

Argentina

Este país ocupa posiciones cada vez más importantes en los esquemas transnacionales de la criminalidad organizada, abandonando el papel secundario que le cupo en otros tiempos, de mero corredor de tránsito de drogas hacia sus mercados de consumo, con una importancia marginal dentro de los circuitos de tráfico. Hoy los atractivos que presenta Argentina para la criminalidad son múltiples: la disponibilidad de precursores químicos en cantidad y calidad adecuadas, proporcionados por una industria local relativamente desarrollada; la posibilidad de legalizar activos; una legislación relativamente complaciente, de penas reducidas y fáciles excarcelaciones; y una geografía amplia y en buena medida desguarnecida, que facilita la instalación de infraestructuras dedicadas al procesamiento.

El escenario descripto ayuda a comprender el asentamiento de numerosas organizaciones criminales extranjeras en territorio argentino, las que muestran perfiles claramente diferentes entre sí, rompiendo con la idea de patrones y modelos de conducta comunes y estandarizados. Entre los carteles criminales procedentes de otros países de la región, se destacan los correspondientes a Perú, Colombia y México.

Cuatrocientos gramos de droga incautados por la policía en Buenos Aires. STR/AFP/Getty Images
Cuatrocientos gramos de droga incautados por la policía en Buenos Aires. STR/AFP/Getty Images

Además, en materia de consumo, la UNODC reportó en 2014 que este país suramericano ocupaba, junto con España, el primer lugar mundial en materia de consumo de cocaína, en términos relativos: un 2,6% de la población de la franja de edad entre 15 y 64 años había tomado al menos una vez ese estupefaciente durante el último período anual. En valores absolutos, en tanto, evaluaciones previas de la UNODC ya habían caracterizado a la Argentina como el segundo país de la región en número de consumidores de cocaína, con 600.000, detrás de Brasil que cuenta con 900.000, aunque su población es cinco veces mayor.

Durante el último bienio, la complicada situación del país en materia de criminalidad organizada fue denunciada por diferentes instituciones, destacándose entre las no oficiales la Conferencia Episcopal Argentina, la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa, la Asociación de Bancos de la Argentina y distintas entidades educativas y culturales, entre ellas la Academia Nacional de Educación. También fueron especialmente duras las denuncias formuladas por la Corte Suprema de Justicia y, a título personal, por su titular. De hecho, la corte creó en octubre de 2015 una comisión judicial para luchar contra el crimen organizado, con participación de magistrados federales de todo el territorio argentino.

Sin embargo, todo este gravísimo cuadro de situación no fue admitido por el Ejecutivo que terminaría perdiendo las elecciones y abandonando el poder en las postrimerías del año pasado. Ya en mayo de 2014, en ocasión de la visita a Buenos Aires de la presidente de Chile, Michelle Bachelet, la entonces mandataria argentina Cristina Fernández de Kirchner declaró en rueda de prensa que Argentina no era un país productor ni consumidor de drogas, limitándose su rol al tránsito desde y hacia el exterior. Idéntica postura se adoptaría más de un año después, en este caso desde la Jefatura de Gabinete, respondiendo a una llamada del Papa a combatir el narcotráfico. Incluso adhirió a esta tesitura el miembro más afín al gobierno de la referida Corte Suprema de Justicia, quien agregó en una broma carente de gracia alguna que una eventual producción de drogas en el país sería en algún punto beneficiosa, desde el momento en que implicaría “un ahorro de divisas”.

En parte como resultado de una negación sistemática, hacia fines del año pasado el tráfico de cocaína ingresado por la frontera septentrional argentina había adquirido tal dimensión, que un juez federal con competencia en la zona llegó al extremo de sugerir la construcción de un muro que ayude a controlar ese sector; más allá de lo extremo de la propuesta y su inaplicabilidad, ésta ayuda a entender la vulnerabilidad de un límite interestatal donde los paseros encargados de vulnerarlo con droga a través de pasos clandestinos cobran un canon de apenas 1.000 dólares estadounidenses.

La importancia que merece el caso argentino en este panorama sobre la criminalidad latinoamericana, con especial énfasis en el tráfico y comercialización de drogas ilegales, es que el nuevo Gobierno resultante de las elecciones presidenciales celebradas hace unos meses, ha optado por reconocer el problema en toda su dimensión. Este reconocimiento, por supuesto, es requisito ineludible para el diseño y aplicación de estrategias orientadas a solucionarlo.

En este sentido, es interesante la propuesta formulada recientemente desde la Casa Rosada a sus homólogos de Uruguay y Brasil de creación de una corte penal de jurisdicción regional que aborde delitos vinculados al narcotráfico y otros conexos, como el lavado de dinero y la trata de personas. La iniciativa coincide con la visión que sobre el tema mantiene el experto Edgardo Buscaglia, quien sostiene que la lucha contra el tráfico ilegal de drogas demanda en América Latina la constitución de fiscalías y juzgados supranacionales, aptos para atender el desmantelamiento de las redes criminales.

El dinamismo que exhibe esta región en materia criminal, especialmente en lo atinente a drogas ilegales, se corrobora en los cuatro casos específicos abordados. Más allá del agravamiento del estado de cosas en Colombia y Venezuela, de una levísima mejoría de la situación mexicana y de una asunción de la realidad por parte del gobierno en Argentina, queda claro que la lucha contra esta amenaza no convencional a la seguridad es una empresa de largo aliento que demanda el empleo concertado de todos los recursos estatales y la cooperación internacional.