La buena noticia es que nunca ha habido tantos niños escolarizados, y durante tanto tiempo, como ahora. Pero, si queremos que aprendan verdaderamente algo, debemos prestar más atención a los profesores.

 

SIMON MAINA/AFP/Getty Images

 

Uno de los grandes éxitos del desarrollo mundial en los últimos 60 años ha sido lograr que los niños vayan a la escuela. En 1950, menos de la mitad de ellos en edad de enseñanza primaria estaban escolarizados. Hoy, la cifra se aproxima con gran velocidad al 100%. Una mayor escolarización va asociada a todo tipo de datos positivos: mayores ingresos en la vida adulta, menos fertilidad entre las jóvenes y menos mortalidad entre sus hijos. Y la educación de esa población escolar está, en una mayoría considerable, bajo la responsabilidad de los Gobiernos: alrededor de 1 de cada 10 alumnos de primaria está matriculado en un colegio privado. Los ministerios, organismos de ayuda, educadores y padres que han hecho todo eso posible merecen nuestros elogios.

Lo malo es que muchos de los más de 1.000 millones de niños que asisten hoy a la escuela no están aprendiendo gran cosa. Es más, en las escuelas públicas de los países en vías de desarrollo, muchos no aprenden casi nada y salen de la escuela sin saber leer ni hacer sumas sencillas. Para convertir esa mayor presencia en las aulas en un mayor volumen de conocimientos, hay que trasladar la atención de los alumnos a los profesores y garantizarles los incentivos necesarios para trabajar bien.

Por lo que respecta al acceso a la escolarización, los Estados de África, Asia y Latinoamérica están muy por delante de donde estaban los países desarrollados hace poco más de una generación. Según los datos recogidos por Robert Barro, de la Universidad de Harvard, y Jong Wha Lee, de la Universidad de Corea, en 2010, la población de Ghana (los mayores de 15 años)  había estado en el colegio durante un promedio de casi ocho años. La media de Zambia era de casi siete años, Bangladesh, seis, y Haití, ligeramente por encima de cinco. Pensemos ahora que Francia, Alemania y España, hace no tanto, en 1970, estaban muy por debajo de los cinco años.

Al mismo tiempo, los países en vías de desarrollo han tenido mucho menos éxito a la ahora de asegurar que los niños aprenden algo mientras están en clase. Pese a la escolarización casi universal en primaria de Bangladesh, más del 50% de los niños de 11 años no saben escribir las letras ni los números. Las pruebas internacionales parecen indicar que la capacidad matemática media de los brasileños de 15 años está a la altura de la del 2% peor de los estudiantes daneses. En la provincia de Cabo Occidental de Suráfrica, en 2005, solo 2 de 1.000 estudiantes de sexto en escuelas predominantemente negras aprobaron un examen nacional de matemáticas.

El problema no es que los niños sean incapaces de aprender. Es cierto que algunos llegan al colegio cansados de una larga caminata, mal alimentados o debilitados por las enfermedades, y todo esto puede influir en las notas. Pero cualquier niño, por desfavorecido que sea, en un entorno apropiado, aprende mucho y muy deprisa. He aquí un ejemplo muy conocido: Sugata Mitra colocó un ordenador en el muro de una barriada pobre de Nueva Delhi y, al cabo de unos días, los niños estaban navegando por Internet y jugando en la página web de Disney, sin haber recibido ninguna enseñanza formal. Es decir, los niños de las chabolas indias pueden aprender a manejar un ordenador y a perder el tiempo en la Red con tanta rapidez como sus homólogos occidentales.

Si no se trata de que los niños no sean capaces de aprender, ¿será que los maestros no saben enseñar? Un estudio realizado en África meridional descubrió a muchos profesores de matemáticas de escuela primaria que sacaban peores notas que sus alumnos en las pruebas. Pero, en general, los maestros, en su mayoría, saben lo suficiente como para ayudar a sus estudiantes a aprender. De hecho, según Abhijit Banerjee y Esther Duflo, del Laboratorio de Acción contra la Pobreza en el MIT, los mismos profesores que, en un experimento llevado a cabo en India, habían obtenido resultados atroces después de un semestre de intentar educar en escuelas públicas, demostraron ser muy eficientes desempeñando una labor de alfabetización en campamentos de verano. Si se coloca a los maestros en el entorno apropiado, los niños aprenden.

Lo cual sugiere otra posibilidad: los profesores que trabajan en escuelas públicas tienen pocos incentivos para enseñar. Es más, el problema inicial quizá sea que no están lo suficientemente motivados para molestarse en acudir a clase, directamente. En un día corriente, por ejemplo, se ausenta el 16% de los maestros en Bangladesh y el 27% en Uganda. En las escuelas del Estado indio de Andhra Pradesh, la posibilidad de que el profesor esté en clase y enseñando durante la jornada escolar no es más que del 28%.

Además, aunque los educadores se molesten en ir a dar clase, se les suele animar a impartir un programa que hace prácticamente inevitable que, salvo los alumnos más preparados, todos fracasen. Y, por supuesto, en países como Tanzania y Bangladesh, tienen que trabajar con clases enormes y material horriblemente escaso. Y, tal vez lo peor, con muchos padres que son incapaces de enseñar a sus hijos los fundamentos o ayudarles con los deberes en casa, porque ellos no fueron a la escuela. Sin embargo, existen muchas pruebas de que, con los incentivos adecuados, los maestros de las escuelas públicas pueden ofrecer una educación de mejor calidad.

Los profesores que trabajan en escuelas públicas tienen pocos incentivos para enseñar. Es más, el problema inicial quizá sea que no están lo suficientemente motivados para molestarse en acudir a clase

Algunas de esas pruebas proceden de las escuelas privadas. En todos los países en vías de desarrollo hay colegios privados que ofrecen una educación a partir de 1,50 dólares al mes, indican Banerjee y Duflo. Muchas veces funcionan en casas de profesores y las dirigen jóvenes que han tenido una educación, pero que no quieren irse de su pueblo y no tienen muchas oportunidades de otro tipo. A pesar de la escasez de libros y material, y a pesar de que los maestros, con frecuencia, solo acabaron el bachillerato y no están cualificados como enseñantes, esas escuelas suelen obtener mejores resultados que las del sistema público. En Pakistán, cuando se hacen exámenes, los niños en escuelas privadas van 2,5 años por delante de sus homólogos en la escuela pública ya desde tercer curso. Y no es solo que a los colegios privados vayan niños más ricos; la repercusión que tiene en las notas el hecho de estar en una escuela de pago es casi 10 veces mayor que la de pertenecer a una familia rica en vez de a una pobre. Igualmente, en India, según varios estudios de ámbito nacional, el 47% de los alumnos de quinto curso de escuelas públicas no puede leer un libro de texto de segundo, cosa que ocurre solo con el 32% de los alumnos de quinto de colegios privados.

Esto parece sugerir que, en los países en vías de desarrollo, los esfuerzos para asegurar la asistencia y el trabajo de los maestros pueden ser rentables. Además, otro factor importante podría ser la introducción de programas suficientemente flexibles para poder adaptarlos al nivel de los alumnos. Imaginemos un sistema que de verdad recompense a los educadores si los niños muestran progresos en el aprendizaje de las competencias básicas a lo largo del curso. En cambio, el sistema que rige hoy en gran parte del mundo paga a los maestros en función de la veteranía y de que completen las lecciones del programa oficial, independientemente de que sea apropiado, o no, para el nivel que tenían sus alumnos al comenzar.

Otra estrategia posible es ayudar a los niños fuera del aula, algo similar al experimento del ordenador en el muro de la barriada india pero a una escala mucho mayor. Un ejemplo sería poner subtítulos en los programas de televisión, en el mismo idioma que se oiga en la pantalla. Este método ya se intentó en India, un país con una audiencia televisiva de 600 millones de espectadores. En 2002, los productores de Rangoli –un programa muy popular que emite canciones de musicales de Bollywood– empezaron a colocar subtítulos en los vídeos. Según un estudio, después de cinco años de escolarización y de subtítulos, el analfabetismo de los jóvenes espectadores que veían Rangoli en casa era la mitad que el de los que no veían el programa.

La buena noticia de los últimos 30 años es que se ha avanzado enormemente a la hora de garantizar que todos los niños –y en especial las niñas— vayan a la escuela. Una noticia todavía mejor para los próximos 30 es que conocemos hasta cierto punto las formas de asegurar que aprendan verdaderamente algo. Lo único que queda por hacer es estar dispuestos a afrontar los problemas políticos que supone recompensar a los maestros en función de los resultados y garantizar que tengan las herramientas necesarias para obtenerlos tanto dentro como fuera del aula. Debería ser lo más fácil, ¿no?

 

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