Mujeres iraníes hacen el signo de la victoria dentro de un coche al norte de Teherán. Atta Kenare/AFP/Getty Images
Mujeres iraníes hacen el signo de la victoria dentro de un coche al norte de Teherán. Atta Kenare/AFP/Getty Images

Los ciudadanos iraníes son los grandes ganadores del acuerdo nuclear alcanzado en Viena entre Teherán y Occidente, ya que abre una puerta al sueño del Irán libre y próspero que desean construir a base de empeño y paciencia.

Al llegar la noticia del acuerdo sobre la cuestión nuclear con Teherán, muchos iraníes, sobre todo jóvenes, han salido a la calle para celebrar y dar gracias, sobre todo al ministro de Asuntos Exteriores de Irán, JavadZarif, hoy sin duda, el hombre más popular del país.

Los que critican el acuerdo, desde el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, hasta los republicanos en el Congreso de Estados Unidos, afirman que el presidente estadounidense, Barack Obama, y los demás componentes del 5+1 “han hecho un regalo a los ayatolás”, cuyo régimen saldría así reforzado. Si fuera de este modo los iraníes que festejan el acuerdo serían o seguidores del régimen o sencillamente gente equivocada sobre el sentido real de este acontecimiento.

Es asombroso el nivel de desinformación que existe sobre Irán, a pesar de que se trata de un país que no es difícil visitar y cuyos habitantes no tienen problemas en hablar con los extranjeros. Todo esto he podido comprobarlo en estos días, cuando una persona normalmente bien informada me ha preguntado si los manifestantes habían sido movilizados por las autoridades de la República Islámica. Como si Irán fuera Corea del Norte y no un país caracterizado, a pesar de un régimen no democrático, por una sociedad bien informada, culta y capaz de expresarse por su cuenta.

Sí, las autoridades iraníes son capaces de organizar manifestaciones espontáneas, como aquellas que en tiempos de la presidencia de Mahmud Ahmadineyad juntaban unas cuantas decenas de activistas (transportados en autobuses) frente a las embajadas occidentales para protestar contra algún aspecto de su política frente a Teherán. Hoy en Irán, al contrario, las manifestaciones populares reflejan un clima auténtico de satisfacción y esperanza. Me lo confirman los correos que recibo desde el país por parte de muchos amigos –gente que por cierto no se caracteriza por su afición “a los ayatolás"-.

¿Por qué hay satisfacción? Porque Irán, como país antes que como régimen, ha sido admitido en la mesa de los grandes, ha sido tratado con respeto y, sobre todo, ha sido capaz de defender sus posiciones gracias a la gran calidad diplomática de sus representantes. Hay que entender que si algo une a los iraníes, estén a favor o contra del régimen, es una aspiración a ser reconocidos como dignos de respeto. El gran orgullo, cultural antes que nacional, de los iraníes ha sufrido profundamente desde 1979 a causa del desprecio y la demonización que a menudo ha ido más allá de la política y del régimen para extenderse a los ciudadanos y al país en su conjunto. Cuando el ex presidente estadounidense George W. Bush incluyó Irán en el eje del mal hasta los más enconados opositores al régimen se sintieron ofendidos.

Está claro que el sistema va a tratar de apropiarse de este profundo sentimiento de orgullo nacional para fortalecerse, pero hay dudas de que alcance su objetivo. En primer lugar, es evidente para todos que el máximo nivel de humillación fue alcanzado bajo la presidencia del fundamentalista-populista y mesiánico-religioso Ahmadineyad,  mientras que hoy Irán vuelve a ser reconocido como interlocutor problemático pero necesario en el momento en el cual la presidencia está en manos de Hasán Rohaní, un centrista abierto a la reforma. Esto significa que si el Estado quiere fortalecerse sobre la base de un consenso nacional sin precedentes tendrá que hacerlo aceptando el cambio (no un cambio de régimen, pero sí un cambio en el régimen) que la gran mayoría del país pide y espera. Un cambio que ni el reformismo del ex presidente iraní Mohamed Jatamí, auténtico pero políticamente ineficaz, ni la protesta de masas de 2009, reprimida por el régimen, han sido capaces de poner en marcha.

Pero ¿qué quiere decir “cambio” en las condiciones actuales del país? Antes que nada, debe esclarecerse lo que hoy es el sistema, tanto político como económico. Para empezar hay que apartar todas las simplificaciones, algunas a veces caricaturescas, como la idea de Irán como una dictadura teocrática y autocrática en la persona del líder supremo. En realidad, el país es un sistema extremadamente híbrido, en cuya cumbre existe una oligarquía más que una dictadura personal. El rahbar Alí Jameneí no tiene el mismo grado de poder, carisma y prestigio que el fundador de la República Islámica, el ayatolá Ruholá Jomeiní. El actual líder supremo es el que toma las decisiones, pero como parte de un conjunto de fuerzas muy complejo, que se miden y contraponen de manera real con éxitos a menudo imprevisibles. El objetivo principal del sistema es su propia supervivencia, por esta razón las fórmulas políticas pueden cambiar y han cambiado históricamente, como, por ejemplo, lo hicieron tras el fallecimiento de Jomeiní, diez años después de la revolución de 1979; la fase de la construcción de un Estado y una economía normales llevados a cabo por políticos postrevolucionarios como Akbar Hashemí Rafsanjaní; un reformismo moderado con Jatamí que fue parado por el líder supremo cuando se acercó demasiado a los límites de la conservación del sistema; el populismo de Ahmadineyad, que también terminó por ser congelado por Jameneí cuando se vieron con claridad los límites y los riesgos de una presidencia disfuncional desde el punto de vista de la economía y de las relaciones internacionales; ahora, el centrismo de Rohaní, eficaz en lo económico, competente en la diplomacia y capaz de juntar el apoyo de reformistas y conservadores moderados en una especie de Gobierno de coalición.

Pero lo más híbrido, lo más original del nezam (el sistema) es su ambigua relación con la democracia. Las elecciones existen en Irán y hasta 2009 se consideraban básicamente justas y sin grandes fraudes. Pero no son libres, en el sentido que los candidatos tienen que pasar previamente por el escrutinio de un órgano no elegido, el Consejo de Guardianes, atento a eliminar a los que tienen la reputación de no ser lo suficientemente religiosos o de poseer sospechosas simpatías hacia Occidente.

Si en 2009 millones de ciudadanos indignados salieron a la calle gritando “¿Dónde está mi voto?”, es justamente porque daban por descontado que su papeleta, aún dentro de los límites impuestos por el régimen, tenía un peso y un sentido.En las verdaderas dictaduras, donde normalmente hay la costumbre de llamar a la gente a expresar un voto plebiscitario y previsible, nadie pregunta dónde está su voto. Lo saben todos.

En las mismas calles se ha visto el enorme entusiasmo de los ciudadanos en los momentos de triunfo de Jatamí y de Rohaní. No es que los iraníes no sepan que la conservación del régimen termina siempre por primar, cuando es necesario por medio de una violenta represión, sobre el deseo de cambio, sino que  también están convencidos que la única alternativa es la reforma gradual, valiente pero también paciente. De ninguna manera les atrae la idea de cambios de régimen a través de una intervención externa (como los casos de Irak y Libia) o de insurrecciones populares como en Egipto. Escépticos desde el comienzo de la Primavera Árabe, saben que la meta de una mayor libertad se podrá solo alcanzar con una maratón y no con un sprint.

La gente corriente, por otra parte, no tiene solamente convicciones y objetivos político-ideológicos, sino que se preocupa de su vida diaria, de las condiciones concretas de la sociedad y de la economía. Aquí también hay que subrayar la naturaleza híbrida del sistema. Irán no es ni un país socialista ni uno capitalista. Mejor dicho, sí tiene capitalismo (y capitalistas) pero en presencia de un fuerte papel del Estado, que se expresa también bajo la forma de un capitalismo basado en el amiguismo. En síntesis, un sistema económico corporativo de tipo tan oligárquico como lo es el sistema político.

Los iraníes, quienes tienen un don natural para los negocios, no pueden hoy pensar en realizar sus proyectos y alcanzar sus objetivos sobre la base de una competencia real, saben que los que avanzan lo hacen porque son enchufados +del régimen. Esto funciona menudo a través de una corrupción poderosa y sistemática, que crea un resentimiento muy fuerte, independientemente de la orientación ideológica y hasta de la religión. En efecto, los iraníes, que comparten en su mayoría una fuerte espiritualidad, se han vuelto anticlericales, en la medida en que ven cómo el clero es parte de una oligarquía corrupta que no permite a las fuerzas productivas del país desarrollarse, crear y prosperar.

Los jóvenes que festejan el éxito de la negociación nuclear en las calles de Teherán quieren más bienestar, más apertura al mundo, un sistema económico eficiente y competitivo, menos trabas a su manera de vestirse y divertirse, pero sobre todo desean sentir que son ciudadanos de un país respetado y no paria.

Si el régimen cree que se va a consolidar con el acuerdo alcanzado va a llevarse una sorpresa. Nunca un sistema político no democrático se ha reforzado con el final del aislamiento. Esto lo saben los ciudadanos iraníes, que saben también que un cambio violento de régimen, y sobre todo un ataque estadounidense o israelí, sería una colosal tragedia humana y política. Siguen mayoritariamente esperando que algún día se pueda alcanzar la meta de un Irán libre y próspero. Pero saben que, como demuestran los trágicos ejemplos de Irak, Libia y Siria, esta meta no puede conseguirse con las armas, sino con coraje, determinación y paciencia, que no pasividad. Para los iraníes el acuerdo alcanzado en Viena no tiene solo una gran importancia a escala regional y global, sino que constituye una prometedora contribución a que estas aspiraciones no sean frustradas.