El mundo comienza a reaccionar contra el matrimonio infantil después de años de relativa pasividad.

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Se estima que una de cada tres mujeres en los países en desarrollo se vieron obligadas a contraer matrimonio siendo menores de edad. Alrededor de 14 millones de chicas que aún no han cumplido los 18 son obligadas a casarse cada año, sobre todo en el África Subsahariana y el Subcontinente indio. En países como Níger o Malí, el matrimonio infantil es casi la norma. En otros muchos está firmemente incrustado en la tradición y es, por lo general, ignorado por las autoridades, o simplemente eclipsado por otras cuestiones de apariencia más urgente. Sin embargo, las abultadas cifras ocultan trastornos que van mucho más allá de las meras implicaciones éticas y morales de este tipo de arreglos matrimoniales.

Al margen de los números, cada vez hay más evidencias de que esta práctica lastra las vidas de las contrayentes menores y, de forma más amplia, el desarrollo de los países en los que viven. La lista de ocurrencias desagradables que acechan a las esposas menores de edad es larga: los embarazos no deseados se disparan, tienen muchas más posibilidades de no sobrevivir al parto, es más probable que sus hijos no superen el primer año de vida y obstaculiza gravemente el acceso de estas jóvenes a la educación y al empleo. El impacto negativo del matrimonio infantil sobre las jóvenes esposas se hace eco en la retórica internacional del desarrollo ya que, mientras persista de manera tan extendida esta práctica, algunos de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, como la educación universal, la igualdad de género o la salud infantil, sencillamente no podrán cumplirse.

A su vez, estos matrimonios tan tempranos impiden a las chicas obtener habilidades que les permitan trabajar y apoyar financieramente a las familias, perpetuando así su pobreza; cuando esa situación se multiplica por millones de familias, el resultado es que el desarrollo económico del país se ve gravemente menoscabado. Una mejor educación conduce a una mayor participación de la mujer en el mundo profesional, lo que redunda en beneficio de la economía nacional; por el contrario, el matrimonio infantil lleva exactamente a la situación opuesta. Esta conexión, sin embargo, no siempre acaba de entenderse, lo que ha inhibido acciones más tempranas y ha contribuido a que los esfuerzos internacionales de envergadura para mitigar el matrimonio infantil prácticamente acaben de despegar.

Lakshmi Sundaram, coordinadora global de Girls not Brides, una alianza de organizaciones que luchan contra el matrimonio infantil, cree que este despertar tardío se debe a que los problemas específicos de las chicas adolescentes no han formado parte de los Objetivos de Desarrollo del Milenio a lo largo de los últimos quince años. “Sí, hemos logrado progresos significativos en la reducción de la pobreza global, pero en nuestros intentos por proporcionar a los niños una educación primaria de calidad, mejorar la salud materal o promover la igualdad de género, no se ha prestado atención a los desafíos a los que se enfrentan las chicas durante la adolescencia”, asegura. La única excepción a esa pasividad ha estado durante años encarnada en organizaciones de la sociedad civil que trabajaban de forma aislada y con poco dinero.

La tibieza internacional frente al matrimonio infantil ha empezado a quedar atrás. La primera gran iniciativa en este sentido tomó forma el pasado septiembre cuando, en un hecho sin precedentes, más de cien países respaldaron una resolución en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para acabar con esta práctica. Se abrió así la puerta a que la eliminación del matrimonio infantil forme parte de la agenda de desarrollo que la ONU está elaborando para el periodo posterior a 2015. Pero, al contrario que otros fenómenos insertos en el dominio tradicional de la ayuda al desarrollo, la erradicación del matrimonio infantil comienza su andadura en la alta esfera internacional partiendo prácticamente desde cero.

Según Sundaram, establecer la eliminación de este fenómeno como uno de los objetivos claros de esta agenda internacional incentivará a los Gobiernos a invertir en programas que exploren alternativas viables al matrimonio infantil. Esta viabilidad es fundamental, ya que la prevalencia del problema se debe no sólo a una tradición que lo permite y lo da por bueno, sino también a que el matrimonio infantil es una institución clave en el modelo económico de ciertas comunidades que dependen de la venta de sus hijas para sobrevivir y que ven a las muchachas como un lastre financiero del que es preciso desprenderse para no acumular más gastos. Es un hecho que horripila, pero que da la medida de la pobreza que generalmente sirve de contexto a estos matrimonios infantiles. “Cuando las chicas y sus familias tengan acceso a alternativas viables, comenzaremos a vislumbrar el final del matrimonio infantil”, recalca la coordinadora de Girls not Brides. La viabilidad requiere capacitación, y por eso es necesario que las autoridades ayuden a que las adolescentes completen la educación secundaria y puedan acceder posteriormente a un empleo, adoptando leyes que las protejan de la violencia de género y propagando una cultura de valorización de las chicas que ayude a equipararlas a los varones.

No todo es pasividad en los Gobiernos de los países más afectados por esta práctica. Incentivados por ese primer gran paso internacional para abordar el problema, algunas autoridades nacionales comienzan también a dar muestras de tomárselo más en serio. Un ejemplo es el de Yemen, donde la ministra de Derechos Humanos se ha propuesto diseñar una ley para acabar con el matrimonio infantil, y donde los líderes que diseñan la futura Constitución del país albergan ambiciones parecidas. Sin embargo, las iniciativas en la esfera legal de los Estados son aún escasas, y no siempre podrán resultar efectivas en sí mismas. Sundaram advierte de que las leyes, por sí solas, no solucionarán este problema, sino que hay que implementarlas y combinarlas con las mencionadas medidas de viabilidad.

Por el momento, el matrimonio infantil prevalece en los países de África y el Subcontinente indio y comienza a exportarse y a ser relativamente visible en países ricos como Australia. Allí, algunos cargos públicos lo consideran ya un problema significativo, después de una serie de arrestos en Sydney en relación con el matrimonio de una niña libanesa de 12 años. Aun siendo anecdótica en términos cuantitativos, esta exportación del problema al mundo rico demuestra la pujanza del fenómeno y su adaptabilidad a múltiples contextos. Pero el núcleo de la batalla está en aquellos países en los que el matrimonio infantil se admite como un pilar de la tradición y como un lacerante medio de subsistencia.

A pesar de su estreno en la gran agenda global, el camino hacia la mitigación del matrimonio infantil es largo. Las comunidades en las que este fenómeno es preponderante están a años luz de las prescripciones de la sociedad civil internacional, mientras que las autoridades nacionales no suelen ver la lucha contra esta práctica, del todo asimilada por la tradición, como una prioridad. La comunidad internacional tendrá dificultades para imponer la prohibición del matrimonio infantil, ya que ello requiere verdaderas transformaciones en las comunidades a las que se dirigen estas intenciones tan nobles como ajenas.