El 12 de septiembre de 2001, Jean-Marie Colombani, director de Le
Monde
, escribió unas
palabras que se hicieron célebres: "Hoy todos somos americanos".
Han pasado tres años y parece que todos somos antiamericanos. La hostilidad
hacia EE UU es más profunda y está más extendida que en
cualquier otro momento de los últimos 50 años. Se suele decir
que los europeos occidentales se oponen a la política exterior de Washington
porque la paz y la prosperidad les han ablandado. Pero existen niveles casi
idénticos de antiamericanismo en Turquía, India y Pakistán,
que no son países ricos, posmodernos ni pacifistas. Con las excepciones
de Israel y el Reino Unido, ningún país tiene ahora una mayoría
proamericana duradera.

En esta era posideológica, el antiamericanismo llena el vacío
dejado por sistemas de creencias obsoletos. En la política internacional
actual se ha convertido en una poderosa tendencia, tal vez la más peligrosa.
La hegemonía estadounidense tiene sus inconvenientes, pero un mundo
que reaccione de forma instintiva contra EE UU será menos pacífico
y cooperador, menos próspero, abierto y estable. Como es natural, la
ola de antiamericanismo es, en parte, resultado de la política e, igualmente
importante, del estilo de la Administración actual de George W. Bush.
El apoyo a EE UU ha descendido mucho desde que él llegó al poder.
Por ejemplo, en 2000, el 75% de los indonesios se declaraban proamericanos.
Hoy, más del 80% es hostil respecto al tío Sam. Cuando se pregunta
a ciudadanos de otros países por qué les desagrada Estados Unidos,
citan siempre a Bush y su política. Pero la extensión y la intensidad
del fenómeno sugieren que va más allá del presidente.
Al fin y al cabo, el término "hiperpotencia" lo acuñó un
ministro francés de Exteriores para hablar de los EE UU de Bill Clinton,
no de Bush.

"El antiamericanismo está convirtiéndose,
para muchos, en la forma de reflexionar sobre el mundo
y situarse en él. Es una mentalidad que va más allá de
la política y abarca los ámbitos económico y cultural"

La ascensión del antiamericanismo debe también algo a la geometría
del poder. EE UU es más poderoso que ningún otro país
en la historia, y la concentración de poder suele significar problemas.
Otros países tienden a unirse para servir de contrapeso a la superpotencia
reinante. A lo largo de la historia, los países se han unido tradicionalmente
para derrotar a las potencias hegemónicas, desde los Habsburgo hasta
Hitler, pasando por Napoleón y el káiser Guillermo. Durante más
de cincuenta años, Washington empleó sus habilidades diplomáticas
para eludir esta ley de la historia, aparentemente inmutable. Sus gobiernos
solían utilizar el poder de forma benigna colaborando en organizaciones
internacionales, apoyando un sistema comercial libre que ayudara a otros a
crecer desde el punto de vista económico y suministrando ayuda exterior
a países necesitados. Para demostrar que no representaba una amenaza,
mostraba siempre gran respeto, incluso deferencia, a países mucho más
débiles. La Administración Bush, al reafirmar groseramente el
poder de EE UU y despreciar las instituciones y alianzas internacionales, ha
echado el telón sobre décadas de diplomacia y ha revelado que
las limitaciones de Estados Unidos se las impone él mismo; en realidad,
podría actuar por su cuenta y riesgo. Como es lógico, al resto
del planeta le molesta este desequilibrio.

Ahora bien, también es muy importante, como fuerza que impulsa el antiamericanismo
mundial, la existencia de un vacío ideológico. Francis Fukuyama
tenía razón al advertir que la caída de la Unión
Soviética significaba el final del gran debate ideológico sobre
cómo organizar la vida económica y política. El choque
entre socialismo y capitalismo generó debates políticos e inspiró las
prioridades de los partidos en todo el mundo durante más de un siglo.
La victoria del capitalismo dejó al mundo sin un sistema de ideas críticas
respecto a la realidad global actual.

Ilustración sobre el El antiamericanismo

La ideología del descontento siempre encuentra mercado; permite que
los marginales se relacionen con el entorno global. Normalmente, esas convicciones
se forman como reacción a la realidad mundial dominante. Por ejemplo,
el ascenso del capitalismo y la democracia en los 200 últimos años
produjo ideologías opuestas en la izquierda (comunismo, socialismo)
y la derecha (hipernacionalismo, fascismo). Hoy, la realidad dominante es el
poder de EE UU, que se está ejerciendo de forma especialmente agresiva.
El antiamericanismo está con- virtiéndose, para muchos, en la
forma de reflexionar sobre el mundo y situarse en él. Es una mentalidad
que va más allá de la política y abarca los ámbitos
económico y cultural. Así, en las últimas elecciones celebradas
en Brasil, Alemania, Pakistán, Kuwait y España, Estados Unidos
se convirtió en tema de campaña. En esos sitios, la resistencia
ante el poder estadounidense consiguió votos. En muchos países,
el nacionalismo se define, en parte, como antiamericanismo. ¿Podemos
plantar cara a la superpotencia?

Se ha escrito mucho sobre qué es lo que EE UU puede hacer para detener
e invertir estas tendencias. Pero, por un instante, situémonos en otra
perspectiva. Pensemos en un mundo en el que éste no fuera el líder
mundial. Sin llegar a la imaginativa e inteligente situación de caos
que el historiador británico Niall Ferguson ha perfilado en esta revista
(‘Si
EE UU no mandara’, agosto/septiembre, 2004), la cosa estaría fea.
Existen numerosos asuntos en los que Washington es el encargado fundamental
de organizar los bienes colectivos. Alguien tiene que preocuparse por el terrorismo
y la proliferación de armas nucleares y biológicas. Otros países
pueden irritarse ante determinadas políticas de los estadounidenses,
pero ¿seguro que otro país estaría dispuesto a intimidar,
amenazar, engatusar y sobornar a países como Libia para que renuncien
al terror y desmantelen sus programas de armas de destrucción masiva?
En asuntos como el terrorismo, el comercio, el sida, la proliferación
nuclear, la reforma de la ONU y la ayuda exterior, el liderazgo de Estados
Unidos es indispensable.

La tentación de avanzar de forma autónoma será grande,
sobre todo, para Europa, el otro único agente con los recursos y la
tradición que le permiten desempeñar un papel mundial. Pero,
si Europa define su papel en contraste con Washington –más generoso,
más amable, o lo que sea–, ¿logrará un mundo más
estable? Los objetivos de estadounidenses y europeos, en casi todo, son muy
parecidos. Ambos desean un mundo pacífico y sin terrorismo, con libre
comercio, libertad creciente y códigos de conducta civilizados. Una
Europa que se trace su propio rumbo sólo para destacar sus diferencias
con EE UU amenaza con fragmentar los esfuerzos mundiales en cuanto al comercio,
la proliferación o sobre Oriente Medio. Europa está demasiado
desunida para lograr sus objetivos sin contar con Washington; lo único
que puede garantizar es que los planes de éste no salgan adelante.

El resultado será un mundo que vaya tirando, con el riesgo constante
de que los problemas desatendidos estallen de forma catastrófica. En
vez de una situación en la que todos ganen, será una situación
en la que todos salgan perdiendo: Europa, Estados Unidos y el planeta.

El antiamericanismo. Fareed Zakaria

El 12 de septiembre de 2001, Jean-Marie Colombani, director de Le
Monde
, escribió unas
palabras que se hicieron célebres: "Hoy todos somos americanos".
Han pasado tres años y parece que todos somos antiamericanos. La hostilidad
hacia EE UU es más profunda y está más extendida que en
cualquier otro momento de los últimos 50 años. Se suele decir
que los europeos occidentales se oponen a la política exterior de Washington
porque la paz y la prosperidad les han ablandado. Pero existen niveles casi
idénticos de antiamericanismo en Turquía, India y Pakistán,
que no son países ricos, posmodernos ni pacifistas. Con las excepciones
de Israel y el Reino Unido, ningún país tiene ahora una mayoría
proamericana duradera.

En esta era posideológica, el antiamericanismo llena el vacío
dejado por sistemas de creencias obsoletos. En la política internacional
actual se ha convertido en una poderosa tendencia, tal vez la más peligrosa.
La hegemonía estadounidense tiene sus inconvenientes, pero un mundo
que reaccione de forma instintiva contra EE UU será menos pacífico
y cooperador, menos próspero, abierto y estable. Como es natural, la
ola de antiamericanismo es, en parte, resultado de la política e, igualmente
importante, del estilo de la Administración actual de George W. Bush.
El apoyo a EE UU ha descendido mucho desde que él llegó al poder.
Por ejemplo, en 2000, el 75% de los indonesios se declaraban proamericanos.
Hoy, más del 80% es hostil respecto al tío Sam. Cuando se pregunta
a ciudadanos de otros países por qué les desagrada Estados Unidos,
citan siempre a Bush y su política. Pero la extensión y la intensidad
del fenómeno sugieren que va más allá del presidente.
Al fin y al cabo, el término "hiperpotencia" lo acuñó un
ministro francés de Exteriores para hablar de los EE UU de Bill Clinton,
no de Bush.

"El antiamericanismo está convirtiéndose,
para muchos, en la forma de reflexionar sobre el mundo
y situarse en él. Es una mentalidad que va más allá de
la política y abarca los ámbitos económico y cultural"

La ascensión del antiamericanismo debe también algo a la geometría
del poder. EE UU es más poderoso que ningún otro país
en la historia, y la concentración de poder suele significar problemas.
Otros países tienden a unirse para servir de contrapeso a la superpotencia
reinante. A lo largo de la historia, los países se han unido tradicionalmente
para derrotar a las potencias hegemónicas, desde los Habsburgo hasta
Hitler, pasando por Napoleón y el káiser Guillermo. Durante más
de cincuenta años, Washington empleó sus habilidades diplomáticas
para eludir esta ley de la historia, aparentemente inmutable. Sus gobiernos
solían utilizar el poder de forma benigna colaborando en organizaciones
internacionales, apoyando un sistema comercial libre que ayudara a otros a
crecer desde el punto de vista económico y suministrando ayuda exterior
a países necesitados. Para demostrar que no representaba una amenaza,
mostraba siempre gran respeto, incluso deferencia, a países mucho más
débiles. La Administración Bush, al reafirmar groseramente el
poder de EE UU y despreciar las instituciones y alianzas internacionales, ha
echado el telón sobre décadas de diplomacia y ha revelado que
las limitaciones de Estados Unidos se las impone él mismo; en realidad,
podría actuar por su cuenta y riesgo. Como es lógico, al resto
del planeta le molesta este desequilibrio.

Ahora bien, también es muy importante, como fuerza que impulsa el antiamericanismo
mundial, la existencia de un vacío ideológico. Francis Fukuyama
tenía razón al advertir que la caída de la Unión
Soviética significaba el final del gran debate ideológico sobre
cómo organizar la vida económica y política. El choque
entre socialismo y capitalismo generó debates políticos e inspiró las
prioridades de los partidos en todo el mundo durante más de un siglo.
La victoria del capitalismo dejó al mundo sin un sistema de ideas críticas
respecto a la realidad global actual.

Ilustración sobre el El antiamericanismo

La ideología del descontento siempre encuentra mercado; permite que
los marginales se relacionen con el entorno global. Normalmente, esas convicciones
se forman como reacción a la realidad mundial dominante. Por ejemplo,
el ascenso del capitalismo y la democracia en los 200 últimos años
produjo ideologías opuestas en la izquierda (comunismo, socialismo)
y la derecha (hipernacionalismo, fascismo). Hoy, la realidad dominante es el
poder de EE UU, que se está ejerciendo de forma especialmente agresiva.
El antiamericanismo está con- virtiéndose, para muchos, en la
forma de reflexionar sobre el mundo y situarse en él. Es una mentalidad
que va más allá de la política y abarca los ámbitos
económico y cultural. Así, en las últimas elecciones celebradas
en Brasil, Alemania, Pakistán, Kuwait y España, Estados Unidos
se convirtió en tema de campaña. En esos sitios, la resistencia
ante el poder estadounidense consiguió votos. En muchos países,
el nacionalismo se define, en parte, como antiamericanismo. ¿Podemos
plantar cara a la superpotencia?

Se ha escrito mucho sobre qué es lo que EE UU puede hacer para detener
e invertir estas tendencias. Pero, por un instante, situémonos en otra
perspectiva. Pensemos en un mundo en el que éste no fuera el líder
mundial. Sin llegar a la imaginativa e inteligente situación de caos
que el historiador británico Niall Ferguson ha perfilado en esta revista
(‘Si
EE UU no mandara’, agosto/septiembre, 2004), la cosa estaría fea.
Existen numerosos asuntos en los que Washington es el encargado fundamental
de organizar los bienes colectivos. Alguien tiene que preocuparse por el terrorismo
y la proliferación de armas nucleares y biológicas. Otros países
pueden irritarse ante determinadas políticas de los estadounidenses,
pero ¿seguro que otro país estaría dispuesto a intimidar,
amenazar, engatusar y sobornar a países como Libia para que renuncien
al terror y desmantelen sus programas de armas de destrucción masiva?
En asuntos como el terrorismo, el comercio, el sida, la proliferación
nuclear, la reforma de la ONU y la ayuda exterior, el liderazgo de Estados
Unidos es indispensable.

La tentación de avanzar de forma autónoma será grande,
sobre todo, para Europa, el otro único agente con los recursos y la
tradición que le permiten desempeñar un papel mundial. Pero,
si Europa define su papel en contraste con Washington –más generoso,
más amable, o lo que sea–, ¿logrará un mundo más
estable? Los objetivos de estadounidenses y europeos, en casi todo, son muy
parecidos. Ambos desean un mundo pacífico y sin terrorismo, con libre
comercio, libertad creciente y códigos de conducta civilizados. Una
Europa que se trace su propio rumbo sólo para destacar sus diferencias
con EE UU amenaza con fragmentar los esfuerzos mundiales en cuanto al comercio,
la proliferación o sobre Oriente Medio. Europa está demasiado
desunida para lograr sus objetivos sin contar con Washington; lo único
que puede garantizar es que los planes de éste no salgan adelante.

El resultado será un mundo que vaya tirando, con el riesgo constante
de que los problemas desatendidos estallen de forma catastrófica. En
vez de una situación en la que todos ganen, será una situación
en la que todos salgan perdiendo: Europa, Estados Unidos y el planeta.

Fareed Zakaria es director de la
edición internacional de Newsweek y autor de El futuro de la libertad
(Taurus, Madrid, 2003).