La China de antes y la del futuro

¿Qué hechos de su historia pueden adelantar el futuro del coloso?. Jonathan Spence

 

Pese a su increíble ritmo de cambio, China sigue arrastrando los ecos de su pasado. Y, sin embargo, es difícil establecer cualquier relación directa entre aquél y su presente, ya que todos sus aspectos pueden cambiar de perspectiva dependiendo de por dónde nos adentremos en la dilatada cronología del coloso asiático. Lo que constituye la estabilidad política, por ejemplo, ha variado de forma radical a lo largo de tres milenios, y, en diferentes periodos, se ha definido en función de la grandeza de los líderes, el carácter pacífico de las sucesiones imperiales, la sofocación de las revueltas campesinas y la gestión de las incursiones extranjeras (religiosas, tecnológicas o militares). La valoración del crecimiento económico de China será radicalmente diferente dependiendo de si nos fijamos en la moneda y la banca, la formación de las ciudades, la creación de núcleos comerciales o los avances en los transportes y las comunicaciones. La actual fascinación por el dinamismo de la alta tecnología podría estar ligada a un igualmente amplio espectro de variables, concebidas para conferir a China un aura de preponderancia o de estancamiento. Rara vez ha sido tan débil China como cuando el mal equipado Ejército imperial luchó contra las fuerzas británicas durante las guerras del opio a mediados del siglo XIX. Y, sin embargo, la sofisticación de la metalurgia de la dinastía Song o el impresionante poder de las flotas de la dinastía Ming hicieron de ella un líder global en potencia mucho antes de que la competencia entre los Estados se midiese con esos baremos.

Pero, hoy día, las relaciones entre Estados se perciben en gran medida como una competición o una carrera, y pocos se han portado tan bien como China en la era moderna. En efecto, se discute y especula de forma incesante sobre el previsible ascenso de China. Hablar de este auge o ascenso supone hacer referencia a su resurgimiento. También puede implicar una recuperación con respecto a algún tipo de crisis o periodo de quietud. Pero también puede querer decir que se está produciendo un cambio a costa de otro. ¿Debe siempre una caída ir acompañada de un ascenso? Si esto es así, entonces es posible que surja un conflicto casi por definición. Estos interrogantes, en sí mismos difíciles de resolver, se complican aún más por cuanto un país tan extenso y complejo como China constituye al menos la mitad de la ecuación.

Un aspecto en que el pasado del gigante de Oriente sí puede servir de prólogo al presente puede encontrarse al observar cómo ha evolucionado su extensión territorial a lo largo del tiempo. Este enfoque puede explicar cómo China ha alcanzado su tamaño actual, y tal vez, aunque éste es un aspecto más polémico, avanzar cómo podría seguir cambiando.

Se puede seguir fácilmente el rastro a la China de hoy desde finales del siglo XVI y los años decadentes de la dinastía Ming. Un presagio de lo que estaba por llegar fue la primera guerra de Corea en 1592. Fue entonces cuando el comandante del Ejército japonés Hideyoshi, poseído de una ambición desmedida, mandó tropas terrestres y una poderosa flota a invadir Corea, con el objetivo de destruir el país y abrir una ruta para introducirse en China, el mayor de todos los premios. A pesar de la ineptitud y las facciones que se prodigaban en la corte Ming, los chinos respondieron enérgicamente enviando un poderoso ejército expedicionario para frenar el avance nipón y apoyar al rey coreano. Ordenaron a importantes flotas del sur de China navegar hacia el norte con refuerzos y provisiones e interceptar las rutas japonesas de suministro. Tras múltiples y costosos combates en tierra y mar y numerosas bajas civiles y militares, las fuerzas chino-coreanas se hicieron con la victoria y, a finales de 1598, los japoneses se retiraron.

También se fueron los chinos, y ese hecho marcaría de forma decisiva el futuro: Pekín no intentaría conquistar Corea, pero sí reaccionaría contra cualquier otra potencia que pretendiese interferir en la península coreana, aunque tuvieran que pagar un alto precio.

Esas intervenciones por parte de China se producirían en una segunda ocasión ante una nueva agresión japonesa en 1894, y otra vez más ante la supuesta amenaza de las tropas enviadas por Naciones Unidas para controlar la invasión norcoreana de Corea del Sur en 1950. Probablemente pocos se dan cuenta de que el papel diplomático actual de Pekín en las negociaciones multilaterales (entre las dos Coreas, Japón, China, Rusia y Estados Unidos) respecto a las armas nucleares de Corea del Norte posee una tradición histórica de más de cuatrocientos años.

El activismo musulmán y el nacionalismo tibetano son focos de tensión casi constantes en China, y Taiwan, uno de los puntos calientes potencialmente más peligrosos de Asia

Del mismo modo, gran número de los conflictos internos más complejos de China tienen su origen en conquistas logradas por sus gobernantes durante los siglos XVII y XVIII. A partir de 1644, la vasta región de Manchuria (al noreste) se convirtió en parte del concepto central del poder de Pekín. En 1683, el emperador Qing ordenó a las fuerzas navales de la provincia de Fujian que lucharan contra las fuerzas insurgentes de varias islas de la costa sureste del país. El ejército del emperador venció a los rebeldes en una enérgica campaña, y en su desarrollo, incorporó la fértil isla de Formosa (actual Taiwan) a la creciente órbita del Imperio Qing.

Asimismo, las tensiones en la frontera de China llevaron a la dinastía Qing a enviar tropas al Tíbet alrededor de 1720 y, posteriormente, a incorporar zonas fronterizas del norte y el este tibetanos a su estructura administrativa, proceso que se prolongó hasta bien entrada la década de 1750. También fue a mediados del siglo XVIII cuando tropas expedicionarias Quing penetraron en el corazón de las regiones del Altishahr (cuenca del Tarim) en Asia central, y en Kashgar, Urumqi e Ili, lo que supuso la ocupación china de las vastas regiones, mayoritariamente musulmanas, de lo que hoy se conoce como la provincia de Xinjiang.

Después de anexionarse esos territorios en los extremos del reino, Pekín se ha resistido siempre a perderlos. Incluso cuando cayó la dinastía Qing en 1912, el Gobierno republicano, pese a su fragilidad como entidad administrativa, procuró conservar el máximo de territorios del imperio. Tras su victoria en 1949, los comunistas hicieron lo mismo. En la actualidad, el activismo musulmán y el nacionalismo tibetano son focos de tensión casi constantes para el liderazgo de China. Por su parte, Taiwan, perdida primero ante los japoneses en 1895, y más tarde ante los nacionalistas chinos en 1949, es uno de los puntos calientes potencialmente más peligrosos de Asia.

Aunque las relaciones entre China y Estados Unidos puedan ser de vital importancia para ambos, desde la perspectiva de Pekín, la relación ha sido extremadamente breve. En realidad, ni siquiera hubo un
EE UU con quien China pudiese mantener relaciones hasta el final del reinado del emperador Qianlong, posiblemente uno de los más grandes líderes de la última dinastía china. Desde que se establecieran relaciones entre los dos países, los estadounidenses se han comportado algunas veces de manera admirable y otras han constituido una molestia, o peor, una amenaza.

Pero, de nuevo, todo depende de quién se sea o de hacia dónde se dirija la mirada. Se puede considerar benevolente a Estados Unidos por su desarrollo de los hospitales chinos y de la medicina moderna. Se le puede considerar destructivo por la difusión de propaganda religiosa sectaria por parte de evangelistas estadounidenses a personas como el líder de la rebelión Taiping de la década de 1850. O bien, se le puede considerar completamente ambiguo en la década de 1900, cuando los líderes estadounidenses instaron a los chinos a instaurar una forma de gobierno más republicana, lo que rápidamente derivó en caudillismo. A buen seguro, los chinos tienen en mente éstas y muchas otras imágenes cuando piensan en sus relaciones con Estados Unidos.

Estos son los recuerdos y las historias territoriales con que China tiene que hacer juegos malabares a la hora de embarcarse en sus nuevos e incontables desafíos y oportunidades: como defensor de una ideología revolucionaria en apariencia irrelevante, como nuevo tipo de motor regional, como corazón ambiguo de una diáspora global, como uno de los nuevos y más importantes competidores mundiales por las reducidas reservas de combustibles fósiles, y como el guardián actual de una cantidad sin precedentes de divisas y de inversiones extranjeras. A algunos de estos fenómenos también se les puede seguir la pista con la lupa del historiador, pero otros son, a mi entender, completamente nuevos. La razón de ello es en sí parte de la historia.

China quiere convencer al mundo de que es un gigante amable. Ashley Tellis

El gran tablero de Pekín

En 2003, los asesores del presidente chino Hu Jintao fraguaron una nueva teoría, denominada "ascenso pacífico" de China, según la cual -como contraposición al comportamiento belicoso de las grandes potencias emergentes del pasado- los lazos económicos entre Pekín y sus socios comerciales no sólo harían impensable la guerra, sino que, además, permitirían el progreso de todas las partes. El nombre de la teoría no sobrevivió a las luchas de poder dentro del Partido Comunista, pero la idea general se mantiene con nuevas y actualizadas formulaciones como "desarrollo pacífico" y "coexistencia pacífica". Independientemente de la etiqueta que acuerden en última instancia los burócratas chinos, una cosa está clara: China invierte mucho tiempo en preocuparse por lo que otros países piensan de ella. Y con razón: su crecimiento económico en los últimos 20 años ha generado una enorme riqueza nacional, pero también ha suscitado temor fuera de sus fronteras. Pekín sabe que EE UU y los países asiáticos le vigilan de cerca, preocupados de que pueda convertirse a la larga en una potencia hegemónica que amenace su seguridad. El gigante asiático es consciente de que necesita una nueva gran estrategia, que le permita continuar con su crecimiento, su modernización tecnológica y su fortalecimiento militar sin despertar una costosa rivalidad en otros países. La China que vemos hoy de un lado a otro en el escenario mundial está cortada por el patrón de esa nueva gran estrategia.

Pekín sabe que EE UU y los países de Asia le vigilan de cerca

Pekín comenzó limpiando su entorno. Ha procurado establecer relaciones amistosas con los principales Estados de su periferia: Rusia, Japón, India y los países del centro y del sureste asiático, socios que potencialmente podrían desempeñar un papel estabilizador ante una futura coalición antichina liderada por EE UU. Este enfoque de buena vecindad difiere enormemente de su comportamiento durante los 90. En lugar de reivindicar sus derechos en disputas territoriales y marítimas, como ocurriera durante aquella década, hoy Pekín está haciendo un esfuerzo especial para convencer a otros Estados de que tiene las mejores intenciones. Ha aceptado respetar códigos de conducta cuando los contenciosos territoriales tienen consecuencias económicas, como el del mar de la China meridional. Ha empezado a resolver conflictos fronterizos con vecinos importantes, como India, y a tomarse mucho más en serio sus obligaciones de no proliferación, e incluso está dedicando esfuerzos a hacer más estrictos los controles de las exportaciones de tecnologías de doble uso potencialmente peligrosas. También ha expresado su buena disposición para aparcar conflictos políticos que no pueden resolverse de manera inmediata, siempre que ninguna de las otras partes, como Taiwan, rompa el statu quo. En 1994, durante el pulso nuclear entre Washington y Pyongyang, el papel de Pekín fue bastante modesto. En la actualidad, es el motor impulsor de las complejas negociaciones multilaterales sobre el arsenal nuclear norcoreano, en las que participan las dos Coreas, Japón, China, Rusia y Estados Unidos.

Ninguna relación refleja mejor este cambio diplomático radical que la relación de Pekín con Washington. El primero intenta tranquilizar a Estados Unidos demostrándole que no tiene la intención ni la capacidad de desafiar su liderazgo en Asia, aunque pretenda promover un escenario regional en que la presencia política o militar estadounidense resulte finalmente innecesaria.

A tal efecto, Pekín ha utilizado la guerra contra el terror para tomar posición como socio de EE UU. Sin embargo, también ha pretendido evitar una potencial coalición liderada por Washington reforzando sus lazos económicos con aliados estadounidenses como Japón, Corea del Sur, Taiwan y Australia. Esos países pagarían un alto precio económico si apoyasen cualquier política antichina por parte de Washington en el futuro. Además, China ha explotado con habilidad toda manifestación de insatisfacción regional respecto a la obsesiva y autoritaria guerra contra el terrorismo de Estados Unidos, procurando presentarse como la alternativa amistosa y de no injerencia frente al poder estadounidense en la región. Incluso está proponiendo nuevos planes institucionales en los que pueda ejercer el papel de líder excluyendo a EE UU, como la Comunidad Económica del Sureste Asiático.

Pekín también ha procurado que su presencia se sienta fuera de Asia. La mayor parte de su actividad diplomática mundial ha sido impulsada por la necesidad de garantizar fuentes de energía estables para abastecer su inmensa máquina económica. En la actualidad, está enviando sistemáticamente misiones comerciales no sólo a Asia central y al golfo Pérsico, sino también a África y Latinoamérica. Y, como avisando de su desembarco definitivo como gran potencia en el escenario mundial, se ha convertido en un miembro mucho más fuerte en la ONU, la Organización Mundial de Comercio (OMC) y otros organismos internacionales. Y lo que es más interesante, se ha concienciado de la necesidad de promover su cultura en el extranjero, en parte porque reconoce los beneficios del poder blando, pero también porque cree que un verdadero reconocimiento de la rectitud confuciana será muy útil a la hora de mitigar sospechas sobre cómo Pekín podría ejercer su poder en el futuro.

Esta estrategia de poner el énfasis en el ascenso pacífico de palabra y de obra probablemente beneficiará a los intereses de China hasta que ésta se convierta en un auténtico rival para EE UU. En ese momento, Pekín se enfrentará a otra encrucijada estratégica. Sólo el tiempo dirá si una asertividad molesta o una adaptación más profunda representará el futuro de la orientación geopolítica de China. Pero Washington debería reconocer que si descuida sus relaciones con sus socios presentes o futuros, podría tener que enfrentarse a la ausencia de aliados precisamente cuando más los necesite. La gran estrategia actual de China se centra en hacer de ese escenario una realidad.

Desarrollo en cadena

Por qué el gran salto de China es bueno para los pobres del mundo. Homi Kharas

El monstruo económico chino ha obligado al resto del mundo a hacerle sitio. Los países ricos sólo tendrán que ajustar sus estrategias económicas. Pero ¿cómo está afectando el desarrollo de China a los países más pobres? Los gobiernos de Asia, América Latina y Europa central y del Este observan la máquina de exportación china y se preocupan por cómo mantener los puestos de trabajo en su propia industria nacional. Este miedo es comprensible, pero un análisis más detenido sugiere que el éxito de Pekín no va a suponer un perjuicio, sino una ayuda para la mayoría de los países en desarrollo. El poder de su economía -y la influencia de su ejemplo- hará avanzar la lucha contra la pobreza.

Hoy Pekín tiene el cerrojo de una gran parte del mercado de exportaciones en Norteamérica, Europa y otros lugares, unos mercados muy codiciados por los países pobres. Esto podría traer problemas a muchos, si no fuera por el hecho de que China se ha convertido, además, en uno de los mejores clientes del mundo subdesarrollado. El 45% de los 400.000 millones de dólares anuales (unos 300.000 millones de euros) que Pekín gasta en importaciones viene de los países en desarrollo, y el incremento en importaciones fue de 55.000 millones de dólares en 2003. De hecho, China mantiene un déficit comercial con el mundo en desarrollo. Su demanda de artículos de primera necesidad (producidos sobre todo en países pobres) es tan fuerte que ha impulsado la subida de los precios de alimentos básicos y materias primas industriales como el aluminio, el acero, el cobre, el algodón y el caucho. Para los millones de agricultores que dependen de lo que ingresan por estos productos, el alza global de precios ha llegado en el momento oportuno, invirtiendo una tendencia de décadas a la baja.

China se ha convertido también en el centro de un saludable ciclo de comercio regional que beneficia a los países en desarrollo de Asia. Es cierto que absorbe enormes cantidades de materias primas, pero cuatro quintas partes de lo que importa ahora son bienes industriales, incluyendo máquinas para oficinas, equipos de telefonía y maquinaria eléctrica. Los países vecinos alimentan el boom comercial exportando componentes y piezas para ser utilizadas por el gigante en el montaje final. Corea y Taiwan son quienes más se han beneficiado, pero Filipinas, Tailandia e Indonesia han visto aumentar alrededor de un 30% sus exportaciones a China. Se están desarrollando otras redes de producción regionales, sobre todo en los sectores del automóvil y del vestido, así que los beneficios de este comercio probablemente persistan incluso si uno de los sectores entra en crisis.

El impacto económico de China es poderoso. Pero también lo es su ejemplo. Se ha convertido en una muestra de lo que puede conseguir un mercado abierto. Debatir sobre cómo el comercio puede reducir la pobreza global resulta estimulante. China tiene un gran sector agrícola relativamente poco distorsionado por subsidios y aranceles que pueden encontrarse en EE UU o Europa. Sus credenciales de libre comercio no harán sino mejorar a medida que se someta a los compromisos cada vez más estrictos de la OMC. Las cuotas mundiales sobre los textiles y el vestido, por ejemplo, desaparecieron el 1 de enero de 2005. Si la liberalización económica le permitiera alcanzar un crecimiento del 9% durante varias décadas y sacar a 300 millones de personas de la pobreza en ese tiempo, seguro que otros países podrían conseguir ganancias importantes echando abajo sus propias barreras. Las típicas excusas para justificar los pobres resultados en desarrollo -un terreno de juego injusto y la explotación de los inversores extranjeros- pierden credibilidad cuando se enfrentan al caso chino. Y hay señales de que han aprendido la lección. El ejemplo de China constituyó probablemente un catalizador importante de las reformas y el súbito crecimiento de India en la última década. Los latinoamericanos empiezan a tomar nota: Chile y China estudian un acuerdo de libre comercio, y México y Brasil están enviando a Pekín misiones de comercio e inversión de alto nivel. A medida que China empiece a participar en acuerdos de libre comercio con sus vecinos, el sureste asiático se beneficiará aún más.

Durante el apogeo del comunismo, Pekín solía defender la causa del mundo subdesarrollado, al menos en su retórica. Ahora, como comerciante grande y próspero, ocupa una posición aún mejor para llenar de sentido su mensaje, dando forma a las reglas de la OMC y de otras instituciones internacionales para abordar los problemas del desarrollo. China ya participa activamente en el Grupo de los 20, un foro en el que los países ricos y los pobres de mayor tamaño pueden intercambiar impresiones. En muchas ocasiones, los intereses de China coinciden con los de otros países en desarrollo, muchos de los cuales buscan su apoyo. Pekín quiere, por ejemplo, promover un comercio global más libre en productos agrícolas, un asunto clave para los más pobres. También podría unirse al coro de países en desrrollo que demandan protección para sus sectores de servicios.

Claro que el ascenso de China también supone costes para algunos. Aquellos países pobres que dependen de sus importaciones de artículos de consumo se resienten del alza de los precios que provoca la demanda china. El gigante es un productor de ropa tan eficiente que es probable que domine los mercados textiles ahora que el sistema global de cuotas ha desaparecido. Ese escenario dañará a los trabajadores del sector en Bangladesh o Camboya, cuyos empleos y sueldos dependen de mercados protegidos. Industrias maquiladoras de Centroamérica que exportan a EE UU con acuerdos preferentes están abandonando el mercado por miedo a la inminente competencia con China. De igual manera, las ventajas que llegan a algunos de los países más pobres a través de acuerdos de acceso al mercado libre con EE UU y Europa disminuirán a medida que las barreras al comercio global caigan y productores eficaces como China empiecen a competir. Con todo, los beneficios del ascenso económico de China y de un sistema de comercio global más liberal y justo compensan las pérdidas.

Hace décadas, Japón, Alemania y Corea del Sur demostraron que puede lograrse el desarrollo económico con una estrategia basada en la exportación de artículos manufacturados. China ofrece otro ejemplo estimulante de cómo las economías abiertas pueden mostrar el camino hacia un crecimiento rápido. Para el mundo subdesarrollado, se trata de algo que emular, no algo a lo que temer.

¿Algo más?
Para profundizar en la historia del coloso asiático, consulte The Search for Modern China (Norton, Nueva York, 1990) y Chinese Roundabout: Essays in History and Culture (W. W. Norton, 1992, Nueva York), de Jonathan D. Spence. Michael H. Hunt analiza las raíces de la política exterior de la República Popular China en The Genesis of Chinese Communist Foreign Policy (Columbia University Press, Nueva York, 1996). Julio Arias examina el comportamiento de las nuevas multinacionales chinas en la actualidad y cómo están preparándose para desembarcar en Occidente en ‘Las empresas chinas saltan la Muralla’ (FP EDICIÓN ESPAÑOLA diciembre/enero, 2004). Nicholas R. Lardy estudia las debilidades de su sector financiero y la banca en China’s Unfinished Economic Revolution (Brookings Institution Press, 1998, Washington).

 

Sobre las relaciones entre el Partido Comunista Chino y la nueva clase de empresarios recomendamos leer Red Capitalists in China: The Party, Private Entrepreneurs, and Prospects for Political Change (Cambridge University Press, Nueva York, 2003), de Bruce J. Dickson. Dos visiones diferentes sobre las consecuencias del ascenso de China son el artículo de Aaron L. Friedberg ‘Ripe for Rivalry: Prospects for Peace in a Multipolar Asia’ (International Security, invierno 1993-1994) y el libro de Andrew J. Nathan y Robert S. Ross -con una visión muy optimista sobre las posibilidades de que China se integre en la comunidad internacional- The Great Wall and The Empty Fortress: China’s Search for Security (W. W. Norton, Nueva York, 1997). Además, las transcripciones de la conferencia del Carnegie Endowment for International Peace, China’s Peaceful Rise?, están disponibles en la página web www.ceip.org.

 

Jonathan Spence ocupa la cátedra Sterling de Historia en la Universidad de Yale (EE UU).

Ashley Tellis es investigador asociado en el Carnegie Endowment for International Peace, en Washington.

Homi Kharas es economista principal para Asia oriental y el Pacífico en el Banco Mundial.