¿Está la mayor democracia del mundo preparada para saltar a primer plano, o será el eterno actor secundario en el escenario global?

 

“India será la próxima gran potencia mundial”

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No tan deprisa. La espectacular apertura de la rígida economía india, las mejoras sustanciales en las relaciones entre Estados Unidos e India y el crecimiento económico rápido y sostenido durante más de un decenio han llevado a la mayoría de los analistas y responsables políticos a la conclusión de que el país asiático será una de las grandes potencias globales del siglo XXI. En 2010, durante una visita a India, el presidente estadounidense, Barack Obama, dijo: “India no es solo una potencia en ascenso; India ya ha ascendido”.

No cabe duda de que ha habido motivos para tanto optimismo. Hasta la reciente crisis global, la economía india era la segunda en crecer más deprisa, con un ritmo del 9,8% en octubre de 2009. La pobreza descendió 5 puntos porcentuales entre 2004 y 2009, según un Sondeo nacional indio de amplia aceptación. Las empresas del país se han globalizado. En 2006, el magnate indio del acero Lakshmi Mittal adquirió la firma francesa Arcelor y creó así la mayor compañía minera y de acero del mundo. En 2008, el conglomerado indio Tata compró las legendarias marcas británicas Jaguar y Land Rover a Ford. Y, a pesar de que ahora se cierne cierta incertidumbre sobre el clima inversor en el país, las empresas más importantes del mundo siguen apostando por él. A finales de junio, Coca Cola, que había abandonado India a principios de los 70, decidió invertir 5.000 millones de dólares (unos 4.000 millones de euros) de aquí a 2020. Y la empresa sueca Ikea ha anunciado que va a invertir casi 2.000 millones de dólares en los próximos años.

En política exterior, India ha demostrado que tiene cada vez más aspiraciones  -y aptitudes- globales. Es el quinto mayor participante en la reconstrucción de Afganistán tras la desolación de la guerra, y su ámbito de actuación va mucho más allá de los países vecinos. En la cumbre reciente del G-20 en Los Cabos, México, el primer ministro, Manmohan Singh, prometió 20.000 millones de dólares para una dotación destinada a reforzar la capacidad de préstamo del FMI.

Por desgracia, la fascinación por el creciente peso económico de India y sus aperturas en política exterior pasa por alto sus limitaciones institucionales, las numerosas peculiaridades de su cultura política y los importantes retos económicos y sociales que tiene por delante. Por mencionar un ejemplo, al menos el 30% de la producción agraria india se estropea porque no existe una cadena de suministro de segura. Los inversores extranjeros podrían aliviar, quizá incluso resolver, ese problema. Pero, gracias a la intransigencia de un pequeño número de partidos políticos y grupos de intereses, India se niega a abrir sus mercados a los extranjeros. Hasta que el país no sea capaz de resolver problemas de base como este, su grandeza seguirá siendo puramente retórica, sin hechos que la respalden.

 

“Su crecimiento es inevitable”

No. Cuando India empezó a liberalizar su economía tras la crisis financiera de 1991, muchos analistas llegaron a la conclusión de que el país estaba en la rampa hacia el crecimiento. El volumen del mercado, su abundancia de talento emprendedor y su sistema legal parecían anunciar grandes éxitos económicos.

Pero estas valoraciones tan optimistas no tenían en cuenta unos problemas fundamentales. Muchos políticos indios seguían unidos a un modelo anacrónico de crecimiento impulsado por los Estados. Poderosos grupos con intereses en el orden económico existente –desde agricultores dotados de cuantiosos subsidios hasta sindicatos industriales muy arraigados– se oponían a las reformas. Y el ascenso de la política de coalición, con todas sus incertidumbres, hacía muy difícil una acción de gobierno coherente. Al final, estos factores se han unido y han creado una tormenta perfecta.

En el último trimestre, la economía india no creció más que el 5,3%, su peor comportamiento en casi una década. En abril, el crecimiento industrial fue de solo el 0,1%. Muchos responsables políticos indios atribuyen esta caída a la crisis fiscal europea y la desaceleración económica mundial. Pero los verdaderos problemas de la economía de India son autóctonos.

Los políticos indios, de todas las ideologías, han apoyado un gasto insostenible en un esfuerzo para aplacar a la población, cada vez más politizada y dispuesta a la movilización. En muchas partes de India, los agricultores pagan poco o nada por la electricidad, pero las autoridades se niegan a cuestionar sus subsidios. Y, con tal de  evitar el malestar estudiantil, han permitido que las universidades estén al borde del precipicio, porque las matrículas no sirven para cubrir ni una fracción de los costes de funcionamiento. El resultado de esta furia por complacer a todo el mundo es un déficit fiscal de alrededor del 6% del PIB.

Las autoridades tampoco han reformado el gigantesco sector público del país. Por ejemplo, Air India, de propiedad estatal, necesita inyecciones de dinero constantes, pero el Gobierno se niega a privatizar la compañía para no enojar a los sindicatos. Por otra parte, los empresarios tienen las manos atadas por regímenes legales que se han quedado anticuados y un proceso normativo idiosincrásico. Unas leyes de adquisición de tierras obsoletas han impedido que se pusieran en marcha numerosos proyectos industriales, y varios giros políticos caprichosos han impedido dificultado las cosas para campos en expansión como el de las telecomunicaciones.

Además, algunos analistas dicen ahora que la falta de marcos legales y normativos transparentes ha facilitado nuevos panoramas de corrupción. La ausencia de un régimen legal definido permitió una subasta ad hoc del espectro 2G de telefonía móvil en 2008.  La subasta fraudulenta pudo costar al Tesoro hasta 40.000 millones de dólares, según un observatorio independiente del Gobierno. Y está surgiendo un nuevo escándalo consistente en que, al parecer, en 2004, se vendieron vetas de carbón de propiedad estatal a precios muy por debajo de los de mercado. Como es natural, la combinación del fantasma de la incertidumbre legal y la corrupción rampante ha enfriado las inversiones extranjeras. Y todo eso hace que el futuro de India no esté nada asegurado.

 

“India puede ayudar a contener a China”

 

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No parece. Las autoridades de Estados Unidos han confiado en que, debido a sus históricas disputas con Pekín, Nueva Delhi se uniera a Washington para formar un contrapeso. Pero, aunque India tiene contenciosos importantes con China, mira con gran escepticismo el “giro estratégico” de Estados Unidos hacia Asia y la posibilidad de desempeñar un papel en una estrategia estadounidense de contención. Muchos dirigentes indios temen que si unieran sus fuerzas a las de EE UU no harían más que provocar la ira de China, y su obsesión por la independencia estratégica, que tiene raíces profundas en la cultura política del no alineamiento, refuerza el rechazo a hacer causa común con Washington.

Sin embargo, fue la resistencia de India a alinearse con Occidente la que la dejó prácticamente indefensa cuando China atacó en 1962. Varios años antes había estallado una disputa fronteriza porque China reclamaba un territorio que India consideraba suyo. Pese a ello, el primer ministro Jawaharlal Nehru había reducido el gasto de defensa porque creía que desviaba fondos muy necesarios para el desarrollo económico y se contradecía con su firme compromiso de no alineamiento. Cuando el curtido Ejército Popular de Liberación atacó, las fuerzas indias estaban muy poco preparadas. Se envió a toda prisa al frente a soldados sin la ropa, las armas ni la formación adecuadas, y muchos murieron de congelación y enfermedades relacionadas con las grandes alturas incluso antes de tener una oportunidad de luchar. La disputa fronteriza nunca se ha resuelto. Es más, durante los últimos años, China ha ampliado sus reivindicaciones territoriales hasta incluir todo el Estado nororiental de Arunachal Pradesh.

Las diferencias entre China e India también se extienden a otros ámbitos. Pekín se niega categóricamente a aceptar la legitimidad del programa de armas nucleares de India (que se puso en marcha como respuesta al de China) e intentó echar por tierra el acuerdo nuclear civil de 2008 entre India y Estados Unidos. Además, aparte de su alianza histórica con Pakistán, China está desarrollando relaciones con otros países más pequeños del sur de Asia y alentando de forma sutil el sentimiento antiindio en ellos. Por ejemplo, como Nueva Delhi no ha conseguido resolver varios desacuerdos históricos con Bangladesh,  el Imperio del Centro se apresurado a intervenir para mejorar las infraestructuras de dicho país.

En el mundo, China e India han empezado a competir por contratos prolongados de petróleo y gas natural, y da la impresión de que Nueva Delhi está perdiendo. Hace unos años, el Gobierno angoleño rescindió un acuerdo con India para desarrollar unos yacimientos marinos de crudo cuando China le ofreció una línea de crédito de 200 millones de dólares. En los últimos tiempos, Pekín hizo una dura advertencia al brazo exterior de la compañía india Oil and Natural Gas Corporation para que no iniciaran prospecciones de hidrocarburos ante las costas de Vietnam. No parece que estas tensiones vayan a relajarse a corto plazo, sobre todo porque India sigue dependiendo enormemente de los recursos energéticos extranjeros.

A pesar de estos conflictos, las autoridades indias se resisten a estrechar las relaciones con Washington. Además de que les preocupe perder su libertad de actuación, los responsables indios temen que la política estadounidense cambie con cada elección. EE UU  puede estar hoy en pleno giro hacia Asia, pero, si cambia de opinión en el futuro y trata de complacer a Pekín, dejará a India tirada y sujeta a las intimidaciones chinas. De modo que, por ahora, India se guarda las espaldas.

 

“Las tensiones con Pakistán se han relajado”

La verdad es que no. En los últimos meses, ha habido un tímido deshielo en las relaciones entre los dos países, pero permanecen muy distanciados en la cuestión fundamental que empaña su relación desde la independencia: el estatus en disputa del Estado de Jammur y Cachemira. Esa rivalidad se intensificará cuando Estados Unidos y la Fuerza Internacional de Ayuda para la Seguridad de la OTAN se retiren de Afganistán. La obsesión del aparato militar paquistaní con la “profundidad estratégica” contra India no se ha calmado, ni tampoco su compromiso de instaurar un régimen complaciente en Afganistán a partir de 2014. Y es de suponer que las autoridades indias, que han hecho grandes inversiones económicas, estratégicas y diplomáticas en Afganistán, no querrán ceder terreno, por temor a que surja un régimen neotalibán.

Por consiguiente, lo más probable es que las relaciones se enfríen en un futuro próximo. Y la vuelta a las crisis periódicas que salpicaron los 80 y 90 será un costoso motivo de distracción. La movilización militar de India contra Pakistán tras el atentado terrorista de diciembre de 2001 en el Parlamento indio costó al país alrededor de 1.000 millones de dólares. Mientras las tensiones no se relajen, Nueva Delhi tendrá que permanecer vigilante en su frontera occidental, aumentar su gasto militar y centrar sus energías diplomáticas en mantener la paz. Permanecerá ligada a su vecino y seguirá sin hacer realidad sus aspiraciones de traspasar la política regional.

 

“India será un buen ciudadano global”

Tal vez. Algunos estudiosos afirman que los Estados tienen más probabilidades de aceptar normas internacionales de comportamiento a medida que se vuelven más poderosos e intervienen más en los asuntos mundiales. Pero las pruebas son ambiguas, y es probable que India marche a su propio ritmo. En algunos ámbitos tendrá un papel útil; en otros seguirá tan recalcitrante como siempre.

Por ejemplo, será razonablemente abierta en las cuestiones de la no proliferación ahora que es, a efectos prácticos, una potencia con armas nucleares. Si China y Pakistán están dispuestos a aceptar límites a la producción de plutonio y uranio muy enriquecido, es posible que Nueva Delhi apoye un Tratado para la reducción del material fisible. En cambio, sería ingenuo contar con India en los debates sobre el cambio climático global. Las autoridades indias alegan, con cierta razón, que el mundo industrial avanzado es responsable de la mayor parte del cambio climático antropogénico. Y al mismo tiempo, aseguran que el país no puede permitirse el lujo de supeditar el crecimiento económico a la reducción del carbono. Como dijo en 2009 el entonces ministro de Medio Ambiente, Jairam Ramesh: “En Estados Unidos y el mundo desarrollado, las emisiones se deben al modo de vida. En [India], las emisiones se deben al desarrollo”. Además, la democracia más grande del mundo asegura que sus emisiones per cápita seguirán siendo muy inferiores a las de los países industrializados avanzados durante varias décadas todavía. Puede que sea un argumento endeble, pero en India tiene mucha fuerza política.

Tampoco va a ceder India mucho terreno en las negociaciones mundiales de comercio mientras no se tengan en cuenta sus preocupaciones sobre los subsidios agrarios en los países industriales avanzados y los sectores de servicios. Dado su tamaño, tiene mucho peso en este ámbito, y sus negociadores pueden ser inflexibles. Aunque India alcance la posición internacional que desea, es posible que no siempre actúe en concordancia con las potencias occidentales.

 

“India tendrá una sólida capacidad de proyección de poder”

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No. No cabe duda de que India está llevando a cabo una drástica expansión de su capacidad naval y aérea. Y, al contrario de lo que se suele pensar, estos planes de expansión no suponen una carga económica importante porque, según cálculos recientes del Banco Mundial, el gasto militar indio representa menos del 3% de su PIB. Incluso aunque tenga menor crecimiento económico durante los próximos años, debería ser capaz de dotarse de un armamento más que suficiente.

El problema reside más bien en su proceso de adquisición de armas, engorroso, lento y, hasta hace poco, plagado de corrupción. Lo irónico es que el intento de mejorar esa situación ha generado complejos procedimientos legales y burocráticos que retrasan aún más lo que ya era de una lentitud  insoportable. Por ejemplo, la decisión de sustituir los viejos aviones de combate por un nuevo aparato multifunción ha ocupado la mayor parte del último decenio, pese a que ya se ha escogido el nuevo avión. La extraordinaria complejidad y lentitud del proceso no es buen augurio sobre la capacidad de India de adquirir y desplegar con rapidez la capacidad militar que le va a hacer falta si aspira a proyectar poder en toda la región.

Tampoco han prosperado los esfuerzos autóctonos de adquirir esa capacidad militar. Por ejemplo, en 1990, ante el hecho cada vez más evidente de que su flota de MiG-21 estaba obsoleta, India empezó a trabajar para construir un avión ligero de combate, después de muchas deliberaciones. El primer prototipo voló en 2001, pero se tardaron 10 años más en dar los primeros pasos para construir un solo escuadrón para las Fuerzas Aéreas Indias. Además, el motor del aparato es estadounidense, sus sistemas de radar se construyeron con ayuda israelí y parte de su munición es de origen ruso. Si India desea verdaderamente ser una potencia militar regional, tendrá que intensificar sus esfuerzos o simplificar radicalmente su proceso de adquisiciones militares en el extranjero.

 

“Las tensiones entre hindúes y musulmanes son historia”

Por desgracia, no. Tras la derrota del Partido Bharatiya Janata (BJP) en 2004, muchos intelectuales laicos indios se alegraron. Creían sinceramente que la oscura sombra del nacionalismo étnico estaba retrocediendo y que el país iba a poder renovar sus tradiciones cívicas y pluralistas. Pero ese optimismo, aunque comprensible, fue prematuro.

La derecha hindú, que estuvo en alza en los 90, se encuentra hoy sin rumbo y sin líderes. Pero todavía tiene que abandonar su ideología supremacista, su número de afiliados no ha disminuido y algunos miembros del BJP, el partido del sectarismo hindú, creen que Narendra Modi, un personaje muy polémico, conocido por sus sentimientos antimusulmanes, podría ser primer ministro. Los electores indios quizá le consideren demasiado controvertido, pero el mero hecho de que su partido le considere un posible candidato al máximo cargo electo del país indica que su peligrosa ideología está viva y coleando.

Más aún, hay pequeños grupos de musulmanes que también están cada vez más radicalizados, por la intransigencia de la derecha hindú y por los cantos de sirena del islamismo de Oriente Medio. Varios de esos radicales están vinculados a organizaciones islamistas internacionales y paquistaníes, y a algunos incluso se les ha relacionado con actos violentos cometidos en suelo indio. Por desgracia, aparte de hacer sonar la alarma sobre los peligros de estos grupos internos, las autoridades indias no han tomado medidas concretas para impedir su ascenso. A su vez, esa falta de acción ante este peligro tan real alimenta la acusación del MJP de que los partidos laicos en India se muestran complacientes con el extremismo de las minorías.

Por supuesto, las consecuencias a largo plazo de este tipo de conflicto étnico y religioso podrían ser terribles. Los brotes continuos y persistentes de violencia entre hindúes y musulmanes enfriarán todavía más las inversiones extranjeras, absorberán las energías de los responsables políticos indios y perjudicarán la imagen de India como Estado laico y democrático.

Indudablemente, la India de hoy está muy lejos de ese país sumido en la pobreza, militarmente débil, socialmente facturado y diplomáticamente aislado de la Guerra Fría. No obstante, a no ser que su Gobierno pueda solucionar problemas que van desde la corrupción al estancamiento burocrático, pasando por la disfunción política, su esperanza de ser una potencia global del siglo XXII será solo un deseo no una realidad.