Mientras todo Oriente Medio parece estar en llamas, el país más conservador de la región se ha embarcado, casi de modo inadvertido para los observadores extranjeros, en una histórica trayectoria reformista.

La semana pasada un alto cargo de uno de los Estados más ricos del mundo sugirió que la tercera parte de los puestos de la administración debería ser ocupada por mujeres.

¿Suiza? ¿Dinamarca? ¿Francia?

No. El país es Arabia Saudí, y el alto cargo, Sultan bin Abdulaziz, el príncipe heredero. En un Estado donde se han adoptado las lecturas más misóginas del Corán y cuya sociedad aún es profundamente patriarcal, estas declaraciones fueron revolucionarias.

Ante la reciente visita de su hermano mayor, el rey Abdalá bin Abdulaziz, a España, Polonia y Francia, puede no parecer obvio que Arabia Saudí esté sufriendo una transformación substancial, pero así es. Aunque las hazañas diplomáticas del reino -como su intento de contrarrestar la influencia iraní en el mundo árabe, el apoyo a la paz en Líbano o la iniciativa de paz que promovió en el seno de la Liga Árabe, por sólo mencionar algunos ejemplos- ocupen los titulares, es probable que los cambios en el ámbito interno tengan mayor alcance y sean más duraderos y trascendentales.

El monarca saudí está haciendo importantes avances en política nacional en un sentido sorprendentemente reformista, pero se trata de una tarea delicada. Son cinco los actores clave que determinarán su desenlace: la veintena de príncipes de rango superior (incluido el rey), los funcionariospúblicos, la clase empresarial, los príncipes más jóvenes y los dirigentes religiosos. Abdalá puede ganar este combate, pero no si está solo. Europa y Estados Unidos, si son capaces de ver a Riad como algo más que un lugar donde vender armas, comprar petróleo o combatir al terrorismo, pueden inclinar la balanza del poder hacia los elementos más reformistas y marginar a las fuerzas de la reacción religiosa. Es mucho lo que está en juego: el monarca se enfrenta no sólo a los recalcitrantes conservadores y a esa parte de su familia que se resiste al cambio, sino a la historia saudí.

La Arabia Saudí moderna arranca a mediados del siglo XVIII, cuando un
reformista islámico puritano, Mohamed ibn Abdulwahab, se alió con un príncipe
tribal árabe, Mohamed ibn Saud. Intercambiaron legitimidad religiosa por
poder político; una alianza que aún se mantiene. El problema es que el
islam de Ibn Abdulwahab seguía una definición estricta del Salaf
(las tradiciones y prácticas que emularon los compañeros del profeta Mahoma)
que las posteriores interpretaciones por parte de los dirigentes religiosos
del país han ido haciendo aún más estricta. Es, en consecuencia, muy antimoderna.
De hecho, cuando el difunto rey Faisal quiso introducir la televisión
a mediados de los 60, los líderes religiosos se mostraron reacios… hasta
que el monarca les mostró sobre la pantalla la imagen en blanco y negro
de un clérigo recitando versos del Corán.

Esta alianza de unos dirigentes religiosos antimodernos y una familia
en el poder con elementos modernizadores ha modelado a Arabia Saudí, en
términos generales para mal. A principios de los 80, el difunto rey Fahd,
temeroso de los efectos de la Revolución Islámica iraní y todavía bajo
el impacto del asalto a la Gran Mezquita de la Meca perpetrado por extremistas
saudíes, buscó cooptar a los salafistas más conservadores. Para
ello, les hizo una propuesta: aunque el monarca y el aparato del Estado
mantendrían el control del hardware -la defensa, las finanzas,
el petróleo y la política exterior- cedía el software -el sistema
educativo y los tribunales- a las fuerzas conservadoras.


HASSAN AMMAR/AFP

Una razón para sonreír: después de
años en las sombras, la mujer saudí finalmente ve reformas reales.

Durante las dos décadas posteriores, los salafistas se dedicaron a reprogramar la sociedad saudí: la policía religiosa patrullaba las calles, encarándose con quienes no rezaban o con las mujeres que dejaban ver en exceso su cabello; los profesores extremistas lanzaban invectivas antiamericanas, antisemitas y antichiíes; los tribunales religiosos reprimían los derechos de la mujer; las prósperas universidades crearon una generación de licenciados
en estudios islámicos con pocas salidas laborales; y el dinero fluyó a todos los rincones del mundo musulmán para apoyar el pensamiento salafista más radical. Al mismo tiempo, los clérigos intentaban impedir la entrada de influencias extranjeras capaces de corromper la moral del reino.

Arabia Saudí no era el Afganistán de los talibanes.
Había otras fuerzas sociales que lo impedían, sobre todo la administración pública, las prominentes familias de empresarios, los intelectuales urbanos
y unos pocos príncipes reformistas. Mientras, aquellas regiones del reino
más cosmopolitas, sobre todo Hijaz, al noroeste del país y donde se encuentra
la Meca, se resistieron a la invasión del conservadurismo social. Además,
las decenas de miles de miembros de las élites saudíes que estudiaban
en Estados Unidos en los 70 y 80 regresaron con ideas modernas sobre los
negocios y el desarrollo económico; y la televisión vía satélite, que
hizo su aparición a principios de los 90, trajo más influencias extranjeras
corruptas a millones de hogares.

Pero el poder adquirido por los salafistas en el reinado del
rey Fahd bastó para frenar el desarrollo del país y elevar el radicalismo
religioso a nuevas y peligrosas cotas. De ahí la importancia -y el potencial
revolucionario- del cambio tranquilo promovido por el monarca Abdalá.
Sus actos, los pequeños y los grandes, ya han marginado a los extremistas
frente a la administración del Estado y los empresarios, que, a cambio,
han usado sus esferas de influencia tradicionales -los negocios, el comercio
y las políticas gubernamentales- para promover los cambios sociales.

Los ministros aperturistas situados a la cabeza de las carteras de los
ministerios de Información y Trabajo han permitido un tibio renacimiento
de los medios de comunicación saudíes y han impulsado un mayor acceso
de la mujer al mercado laboral, todo un anatema para los salafistas.
Los funcionarios más ambiciosos se han comprometido a convertir el reino
en una de las 10 economías más competitivas del mundo. Para ingresar en
la OMC (lo que logró en diciembre de 2005), Arabia Saudí ha cambiado o
mejorado más de 50 leyes con vista a abrir la economía, y por lo tanto
su sociedad, a una mayor interacción con el mundo. El país aparece entre
los primeros puestos en los estudios del Banco Mundial sobre clima empresarial
y reformas del sector público en la región.

Quizá, lo que mejor ilustre esa visión de Abdalá sea la futura universidad,
dedicada en especial a la ciencia y la tecnología, que llevará su nombre.
También tendrá clases mixtas (otra pequeña revolución). Y no estará en
manos de los salafistas: se prepara un plan de estudios distinto
para evitar el boicot de los miembros del ministerio de Educación que
aún se resisten al cambio. Además, se está estableciendo un clima de diálogo:
el Centro Nacional de Diálogo Rey Abdulaziz, que recibe su nombre del
padre del monarca Abdalá, reúne a distintas figuras destacadas de la vida
pública -incluidos los chiíes, que suponen el 10-15% de la población del
reino y son despreciados por los salafistas– para debatir las
más candentes cuestiones de actualidad. Al tiempo, los avances tecnológicos
derriban las barreras sociales: los móviles con Bluetooth se
han convertido en un objeto fundamental para los jóvenes saudíes que quieren
conocer a personas del sexo opuesto. Y la policía religiosa, la temida
mutawa, ha sido refrenada.

Pero los salafistas no están fuera de combate. Los candidatos
islamistas fueron los grandes triunfadores de las elecciones municipales
del año pasado y algunos de los extremistas en posiciones dirigentes más
elevadas mantienen estrechos vínculos con la veintena de príncipes prominentes
que ocupan los puestos clave. Podrían liderar un llamamiento a revertir
la aparición de las mujeres en el mercado laboral susceptible de encontrar
eco en la sociedad saudí, dada su naturaleza patriarcal. También se han
resistido a Internet, las reformas educativas esenciales y el protagonismo
de algunos chiíes en los debates nacionales.

Aquí es donde Europa y Estados Unidos pueden intervenir: deberían respaldar
la nueva apertura económica de Arabia Saudí mediante inversiones estratégicas
y acuerdos comerciales destinados a reforzar la capacidad de fabricación
e industrial del país, con vistas a crear empleo para la creciente clase
media. Con ello, Washington y Bruselas estarían apoyando a la administración
pública y a los comerciantes, que están a favor de la modernización, y
contribuyendo a la marginación de los salafistas. Una economía
industrializada y en crecimiento alimentará un ciclo virtuoso capaz de
reforzar la reforma educativa a medida que los saudíes busquen formarse
para ser competitivos. La principal preocupación de muchos ciudadanos,
casi dos tercios de los cuales tienen menos de 30 años, es el paro. Una
nueva alianza de corte reformista entre la función pública, los empresarios
y el rey que sea capaz de crear nuevos empleos se vería legitimada por
el éxito.

La estrategia de creación de puestos de trabajo del monarca incluye el
establecimiento de seis grandes zonas económicas nuevas (básicamente áreas
de libre comercio) que ofrecerán la necesaria diversificación de una economía
aún dominada por el petróleo. Algo que también contribuirá a esa modernización
por la puerta de atrás que tiene lugar cuando las clases medias
crecen y las distintas economías se integran en la mundial. Estas zonas
quieren establecer joint ventures en investigación y alta tecnología
con Estados Unidos y la UE; se espera también que den lugar a un ambiente
más libre también en el ámbito social.

Una Arabia Saudí moderna y moderada podría ser el faro de un mundo islámico
desconcertado. Para la mayoría de los historiadores, el reino no ha hecho
más que “echar leña al petróleo” del mundo musulmán. Que ponga orden en
casa dándole poder a las fuerzas de la modernización es un primer paso
positivo, pero Europa y Estados Unidos deben darse cuenta del importante
papel que tienen que desempeñar en la redacción del próximo capítulo de
la historia del país.