“Por qué permanecerá el legado de mi antiguo compañero de celda”.

 

Si 2010 resulta ser el principio del fin de la República Islámica de Irán, bien podría deberse al fallecimiento de uno de los fundadores del régimen, un hombre al que conocí hace tres décadas en la infame prisión de Evin, en Teherán. En 1977 yo era un joven rebelde de 27 años arrestado por ser “perjudicial para la seguridad de la nación”. En aquellos días, casi todos los detractores del régimen del sha eran encarcelados bajo esta acusación. Los bloques de ladrillo en forma de “L” de la cárcel de Evin estaban atestados de opositores, sobre todo marxistas, izquierdistas y estudiantes universitarios.

El presidio acogía también a un puñado de los futuros líderes de la Revolución islámica más famosos, incluidos Alí Akbar Hachemi Rafsanyani, quien sería luego presidente, y el futuro gran ayatolá Hussein Alí Montazeri.

Era un momento relativamente bueno para estar en Evin, porque el sha intentaba aplacar a sus enemigos más acérrimos siguiendo las directrices de Jimmy Carter sobre derechos humanos. En lugar de tener sólo una hora al día de aire fresco en una pequeña zona al aire libre, disfrutábamos de acceso libre al patio. Se nos permitía jugar al voleibol alrededor de los precarios postes y la deshilachada cuerda que habíamos tejido a modo de red. Recuerdo que Rafsanyani era un jugador de voleibol entusiasta pero torpe.

A pesar de estos cambios, nos sorprendió que los guardias permitieran a los clérigos celebrar una oración pública para celebrar el fin del ramadán aquel noviembre, la primera vez en años que se autorizó en la Evin. Para prepararse para el ritual, los clérigos reclusos se organizaron en filas en el patio de la cárcel, con Rafsanyani y Montazeri al frente. Y entonces, el modesto y considerado Montazeri, vestido con su túnica y sus pantalones blancos habituales, los últimos siempre curiosamente remetidos en los calcetines, avanzó hacia delante para dirigir la oración. En ese momento comprendí de verdad el papel central que desempeñaba incluso entre los augustos clérigos de la revolución que nos acompañaban en aquella prisión.

Transcurridos más de treinta años del ascenso de Montazeri a las alturas de la República Islámica y de su brusca caída, la muerte del ayatolá, a finales de 2009, inspiró a cientos de miles de manifestantes, muchos ataviados con el verde del movimiento opositor actual, para inundar las calles, gritando eslóganes como: “Oh, Montazeri, seguiremos tu senda incluso si el dictador nos dispara a todos”. Una semana más tarde, las movilizaciones del día sagrado de la ashura revivieron el movimiento de protesta, que sacó a la calle el mayor número de manifestantes –muchos de los cuales ni siquiera habían nacido cuando el ayatolá cumplía condena en Evin– desde que empezaron los disturbios causados por el robo de las elecciones presidenciales el pasado junio.

¿Cómo se convirtió, a su muerte, la tranquila piedra angular de la Revolución islámica en un mártir para las fuerzas que quieren reformarla o, si es necesario, derrocarla? Para quienes lo conocimos en Evin, el camino de Montazeri no es sorprendente. Durante toda su vida, fue el mismo hombre sencillo, honesto y auténtico que fue en la cárcel. Esa misma honestidad que luego lo convertiría en enemigo de la cada vez más corrupta República Islámica.

Entre rejas, Montazeri hablaba de forma sencilla, y sus maneras eran llanas. Procedía de una pequeña ciudad lejos de Teherán, y hasta sus últimos días no hizo ningún esfuerzo por maquillar su acento rural. A diferencia de la mayoría de los clérigos de Evin, que se negaban a hablar con los presos de izquierdas, él hablaba con todo aquel a quien consideraba interesante. Cada día salía de su celda y se dirigía al patio, donde caminaba de un lado a otro durante horas. Siempre buscaba un acompañante, y a veces ése era yo. Intercambiábamos conocimientos: yo le ayudaba con el inglés (había intentado aprender por su cuenta con una traducción del Corán); a cambio, él respondía con paciencia a mis preguntas sobre teología e historia chiíes.

Era un intelectual de corazón. Pero también estaba muy metido en política. Durante gran parte de los 60 y 70 del pasado siglo, mientras el ayatolá Ruholá Jomeini estuvo exiliado en Irak y más tarde en Francia, Montazeri fue su principal representante y gestor económico en Irán. Con casi 60 años cuando le conocí, ya había estado encarcelado en incontables ocasiones, la última por negarse a dar los nombres de los benefactores de Jomeini, ni siquiera bajo tortura.

Poco más de un año después de la oración en el patio, los revolucionarios de las calles destronaron al sha. Se promulgó un nuevo régimen, los prisioneros políticos que quedaban en las cárceles fueron liberados, y Montazeri se convirtió en el hombre más poderoso del país después de Jomeini. Como sucesor designado de Jomeini, Montazeri nombraba a muchos de los funcionarios clave, y eligió así a los continuadores de la revolución: el futuro presidente y líder supremo Alí Jamenei, por ejemplo, a quien sacó casi de la oscuridad cuando lo nombró uno de los cuatro directores de la oración de los viernes en Teherán. Pero Montazeri no tenía la brutalidad ni la astucia suficiente para sobrevivir en el deporte de contacto de la política posrevolucionaria. Desde el principio, sus compañeros más jóvenes y ambiciosos, como Rafsanyani y Jamenei, lo vieron como un obstáculo. Cuanto más insistía él en los valores morales con los que se habían comprometido los líderes de la Revolución antes de acceder al poder, más se burlaban de él Jamenei y sus colegas por sus simples modales y más intentaban emponzoñar su relación con Jomeini.

Montazeri demostró cómo las palabras de un individuo entregado se transforman en un movimiento de masas

La crisis final llegó cuando Jomeini ejecutó a Mehdi Hashemi, miembro del equipo de Montazeri y hermano de su cuñado, por sacar a la luz lo que se acabó por conocer en Washington como el “Irán-Contra”. Más o menos en la misma época, Montazeri se enteró de que, por orden de Jomeini, se había dado muerte a casi 4.000 prisioneros que cumplían condena por sentencias anteriores. Los aliados de Montazeri le avisaron de que no dijera ni una palabra y que esperara hasta ser líder supremo para impulsar los cambios. Pero él no pudo esperar, furioso y desilusionado como estaba. En cartas a Jomeini, denunció los abusos criminales perpetrados por el régimen. “Esto no es por lo que luchamos”, le escribió.

Las misivas expusieron a Montazeri a más ataques. No pasó mucho tiempo antes de que sus enemigos lo defenestraran de sus cargos, su casa fuera saqueada por vándalos y se le pusiera bajo arresto domiciliario. Un gran ayatolá con miles de fieles seguidores era una figura demasiado prominente como para asesinarlo, y los clérigos mayores se negaron a quitarle el título de ayatolá. Así que permaneció bajo arresto domiciliario hasta 2003. El resto de su vida estuvo bajo una estricta vigilancia. Es una triste ironía que volviera a vivir el aislamiento que sufrió en Evin, pero esta vez sus verdugos eran sus antiguos compañeros de celda.

Pero el arresto domiciliario le otorgó una paradójica libertad, una que había deseado durante años: la de dejar la política y retirarse a sus libros y a sus estudios. Montazeri empezó a sentirse dolorosamente culpable por su papel en la consagración del velayat-e faqih, la doctrina religiosa que concedió al líder supremo el poder absoluto sobre las leyes iraníes. Más de una vez pidió perdón por haber cargado al país con un régimen despótico.

Ni el remordimiento ni las amenazas pudieron impedir que le dijera la verdad al régimen, y su retiro forzoso nunca se convirtió en una abdicación de su responsabilidad moral. Montazeri siguió denunciando a los clérigos autócratas que le sucedieron, sobre todo a su antiguo protegido, Jamenei. Condenó los resultados electorales del verano pasado y negó la legalidad del Gobierno de Ahmadineyad e, incluso, su legitimidad musulmana.

Su legado no es sólo una imagen de coraje, sino también un conjunto de ideas rompedoras para la milenaria historia del chiísmo. Fue el primer ayatolá chií, por ejemplo, que declaró que los seguidores de la fe bahai debían disfrutar de los mismos derechos. Calificó las armas nucleares no sólo como inmorales sino también como contrarias al islam. Más de una vez dijo que en un Estado islámico todo el poder debe emanar del pueblo. Demostró cómo las palabras de un individuo entregado pueden transformarse en un movimiento de masas con millones de seguidores y cómo un hombre en su momento ridiculizado y dado de lado por los rumores envenenados de sus enemigos puede convertirse en el símbolo perdurable de un movimiento democrático que está intentando introducir por fin a Irán en el mundo moderno.