Por qué la clave para ganar en Afganistán es la paz entre Islamabad y Nueva Delhi.

 

El presidente estadounidense, Barack Obama, intentó con todas sus fuerzas evitar decir esa palabra que empieza por P –Pakistán– en su reciente viaje a India. No mencionó este país ni una sola vez durante sus breves comentarios en conmemoración de los atentados de Bombay de 2008, para disgusto de los expertos indios. Anduvo con pies de plomo en lo que respecta a este tema durante un encuentro, con formato de preguntas y respuestas, que mantuvo con estudiantes. Y en su discurso ante el Parlamento de India dos días más tarde recibió escasos aplausos cuando desafío a los legisladores del país a apoyar a un Pakistán “que es estable, próspero y democrático”.

Por mucho que todos los comentaristas indios puedan sentir que Estados Unidos está totalmente predispuesto favorablemente hacia su vecino del noroeste, están pasando por alto un hecho clave: a medida que el desenlace en Afganistán se aproxima, las relaciones entre Washington e Islamabad han descendido a sus peores niveles desde 2001. En el corazón de esta crisis hay años de abandono y deriva por parte de EE UU -y la determinación del Ejército paquistaní de resistir a la presión estadounidense destinada a poner fin a sus lazos con los talibanes afganos.

Durante casi una década, no ha habido avances en el propósito estadounidense de mejorar las relaciones entre Nueva Delhi e Islamabad, o en sus intentos para persuadir al Ejército paquistaní de que trate a todos los grupos terroristas como si fueran igualmente culpables. La dirección de los Servicios de Inteligencia (ISI) del Ejército todavía permite a los grupos terroristas afganos y de Asia Central operar desde suelo paquistaní y se niega a poner freno a las organizaciones terroristas antiindias que operan desde la provincia de Punjab, incluyendo a Lashkar e Taiba, que lanzó los ataques de Bombay en 2008. Las Fuerzas Armadas paquistaníes admiten que no ha perseguido a Al Qaeda en Pakistán desde 2006.

 

NARINDER NANU/AFP/Getty Images

 

Este dañino abandono ha permitido a los militantes extranjeros radicalizar a las tribus pastunes de Pakistán, que ahora han unido fuerzas con los grupos militantes de Punjab -con el propósito de derrocar al Estado paquistaní. No obstante, los estrategas del país todavía creen que pueden aplastar a los militantes que se desarrollan en su territorio a la vez que mantienen a los talibanes afganos como una fuerza que usar desde la distancia para un acuerdo final en Afganistán.

Si eso suena ilusorio, lo mismo sucede con el fracaso estadounidense a la hora de abordar la crisis con sinceridad. Durante siete largos años, el presidente George W. Bush trató al ex líder paquistaní Pervez Musharraf como un aliado y un héroe, cuando lo que se necesitaba era una política mucho más calibrada y realista. Estados Unidos también negó las demandas públicas paquistaníes de democracia.

El sucesor de Bush reconoce totalmente el problema, pero tiene todavía que dirigir a Pakistán en una dirección más razonable. El libro de Bob Woodward Obama’s Wars demuestra cómo, desde muy pronto, el presidente estadounidense vio un “cáncer” en Pakistán que estaba llevando al fracaso de EE UU en Afganistán. Pero sus asesores estaban enfrentados entre sí sobre qué hacer al respecto. Tras dos años de presidencia de Obama, las ideas de Washington sobre Pakistán siguen siendo tan confusas como antes, a pesar de los miles de millones de dólares en nuevas ayudas y una nueva determinación para reconocer los problemas más abiertamente.

El mayor error de Estados Unidos es no reconocer la casi fatal obsesión de Islamabad con India. El general Ashfaq Parvez Kayani, jefe del Estado Mayor de Pakistán, y sus comandantes están más ocupados con la supuesta expansión india en la región que cualquiera de sus predecesores. Kayani ha expresado frecuentemente su filosofía “indiocéntrica” en materia de seguridad. Se ha negado a lanzar una ofensiva en Waziristán del Norte, donde residen la mayoría de los líderes talibanes afganos, bajo la excusa de no querer mermar la fuerza del Ejército paquistaní en el frente indio. Señalar hacia la amenaza que supone el país vecino es conveniente para Kayani: le permite explicar por qué no puede hacer más en la frontera afgana y le ayuda a conservar la lealtad de los oficiales de baja -y media- graduación, que están cada vez más enojados por verse obligados a luchar la guerra de Estados Unidos. Pero sus temores sobre India están además profundamente arraigados en la mentalidad de las Fuerzas Armadas paquistaníes, lo que exigirá que se produzcan importantes avances por parte de Nueva Delhi antes de que ésta pueda cambiar.

Ha estallado una nueva rivalidad indiopaquistaní: la batalla por la influencia en el panorama posterior a la retirada de EE UU de Afganistán

Antes de ser elegido, Obama sugirió que intentaría resolver la rivalidad indiopaquistaní, y la disputa en Cachemira que la alimenta, declarando en la revista Time que era una de las “tareas cruciales” de su presidencia. No hace falta decir que eso no ha sucedido -y no mencionó la palabra que empieza por “C” ni una sola vez durante su discurso en el Parlamento. Mientras EE UU permanecía callado sobre Cachemira, ha estallado una nueva rivalidad indiopaquistaní: la batalla por la influencia en el panorama posterior a la retirada de Estados Unidos, que se ha manifestado ya en los ataques terroristas dirigidos a diplomáticos indios y a los obreros de las carreteras en Afganistán y, según asegura Pakistán, en los disturbios en Baluchistán patrocinados por Nueva Delhi.

Obama no puede permitirse seguir ignorando esta enemistad mortal. Alguna declaración pública rotunda, no únicamente cautelosos mensajes privados o retórica estándar sobre la mejora de las relaciones entre estos dos vecinos, podría servir como llamada de atención. No puede haber paz en Afganistán a menos que Nueva Delhi e Islamabad se sienten a hablar sobre un enfoque común tanto hacia la cuestión de Kabul como a la de Cachemira, en vez de negociar librando una guerra mediante intermediarios.

El verdadero cambio real en la región sólo podrá producirse, sin embargo, cuando Estados Unidos ofrezca su pleno apoyo a las negociaciones entre el Gobierno afgano y los talibanes. Facilitar simplemente las conversaciones no es suficiente –sólo Estados Unidos tiene el poder para hacer cumplir un acuerdo– pero los generales estadounidenses se resisten a una mayor implicación. Hay que debilitar primero a los talibanes, argumentan los generales. El peligro es que esta estrategia, incluso si funcionara, haría emerger una cúpula talibán mucho más implacable y radicalizada con vínculos más estrechos con Al Qaeda, haciendo las negociaciones prácticamente imposibles.

Pakistán intentará dominar cualquier futuro acuerdo. Sin embargo, en el transcurso de lo que es muy probable que sean largos y penosos debates, Islamabad se verá sometido a una enorme presión para suavizar sus demandas -lo cual, dada la debilidad del Estado paquistaní, y si se uniera a un planteamiento más realista por parte del Ejército y a un mayor diálogo con India, es muy probable que haga.

El problema es el Pentágono. Si los generales de Obama se salen con la suya -y en un inquietante paralelismo con cómo funcionan las cosas en Islamabad, cada vez llevan más la voz cantante en la relación- la guerra en Afganistán podría prolongarse indefinidamente. Pakistán se mantendrá en sus trece, al igual que lo harán otras potencias de la región. Los ataques talibanes se multiplicarán, y el Ejército estadounidense y la CIA intensificarán sus acciones a lo largo (y quizá incluso al otro lado) de la frontera paquistaní. Nos encontramos en la encrucijada entre una paz más amplia en la región o un caos cada vez mayor. La decisión es de Obama.

 

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