La euforia que vive Brasil, avalada por el desarrollo económico de los últimos años y su mayor relevancia internacional, contrasta con el reciente anuncio de que el crecimiento en 2011 solo fue del 2,7%, la sobrevaloración de su divisa y los impedimentos para hacer negocios en el país. La amenaza de una nueva crisis planea sobre el gigante latinoamericano.

 

Brasil
Vanderlei Almeida/AFP/Getty Images

 

Cuando la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, entre en la Casa Blanca, llevará consigo una cosa que seguro que provoca la envidia de su homólogo estadounidense, Barack Obama: nada menos que un 77% de índice de aprobación. Encantado con su posición dentro de los BRIC, el favorito de los inversores internacionales, en plenos preparativos para albergar la Copa del Mundo de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016, Brasil está envuelto en una descarga nacional de adrenalina comparable –aunque quizá sea un estereotipo– a la que sienten los bailarines cuando desfilan entre vítores en el Sambódromo de Río de Janeiro.

La euforia se vio en la edición más reciente del Foro Económico Mundial en Davos, donde los contribuyentes brasileños sufragaron la fiesta oficial de la noche del sábado. Davos, a menudo, incluye sesiones dedicadas a países concretos, y este año volvió a dedicar una a Brasil.  La principal conclusión fue, da la impresión, que las autoridades no deben dejar que la economía se recaliente. Un veterano corresponsal que participaba en la discusión observó: “Los brasileños están encantados consigo mismos. Es como si hubieran resuelto todos los problemas”. Su voz tenía un deje, o algo más, de ironía, tal vez porque, en su tiempo, informó sobre el milagro brasileño de los 60 y 70. Con un crecimiento medio anual de dos cifras durante cinco años seguidos, aquel milagro generó un exceso de endeudamiento y desembocó en una década perdida de hiperinflación y estancamiento tras la crisis de la deuda latinoamericana de 1982.

Con unas políticas macroeconómicas sensatas en materia fiscal y de bienestar social desde que venciera la hiperinflación a mediados de los 90, Brasil ha tenido un crecimiento constante, si no espectacular. Ha logrado capear el temporal de la crisis mundial actual y ha empezado a reducir, por fin, su legendaria brecha de pobreza, gracias a la aparición, por primera vez, de una clase media verdaderamente significativa: con 95 millones de personas, constituye más de la mitad de la población. Quizá ha llegado el momento de enterrar el viejo chiste: “Brasil es el país del futuro… y siempre lo será”. Quizá ha llegado el momento de que el escritor austriaco Stefan Zweig, conocido entre los brasileños sobre todo por su libro de 1941 Brasil, país de futuro, reciba los elogios que se merece por haber sido profeta.

Así que los brasileños están encantados consigo mismos. Y no son los únicos. Los gringos viajan a Brasil como los aquejados de la fiebre del oro de 1949 corrían a California. El número de residentes extranjeros aumentó más de un 50% el año pasado, de poco menos de un millón a alrededor de 1,5 millones, según un informe que aparece en The Washington Post. “Ahora, la gente nos vende Brasil a nosotros”, me dijo el primer presidente de la Comisión de Valores brasileña, Roberto Teixeira da Costa, durante una conversación reciente. Teixeira da Costa, hoy miembro de los consejos de administración de varias importantes empresas brasileñas, lo resumía así: “Como el resto del mundo está en una situación tan caótica, la gente cree que Brasil es la salvación. Antes éramos el problema. Ahora somos la solución”.

Todo el mundo cuenta con que Brasil, junto con los otros países BRIC, India y China, ayude a mantener la economía mundial a flote hasta que todos los demás arreglen sus problemas. El Banco Santander, el mayor prestamista de los bancos españoles, gana más dinero hoy en Brasil que en cualquiera de los demás países (alrededor de 40) en los que opera: la cuarta parte de sus ingresos procede del gigante latinoamericano. Hace poco, General Electric proyectó que sus ingresos aumentarán un 25% en América Latina de aquí a 2016 y que la región tendrá mejor comportamiento que Asia; los directivos predicen que Brasil, México y Perú estarán en cabeza. Las inversiones extranjeras directas (IED) en territorio brasileño han sentado un récord por segundo año consecutivo, 66.700 millones de dólares, frente a los 48.500 millones del año anterior.

Sin embargo, esta fiebre del oro parece estar deslumbrando tanto a políticos como inversores. Algunos brasileños astutos califican la psique de su país de bipolar. Todos conocen la cara buena: el carnaval, la samba, el fútbol y las playas. Pero pocos son conscientes del lado oscuro. Los brasileños aseguran que tienen su propia variedad de melancolía, definida en una palabra, saudade, que afirman que es intraducible. El compositor más venerado de Brasil, el difunto icono de la bossanova Tom Jobim, escribió una canción junto con su colega Vinicius de Moraes que se llamaba Felicidade y tenía este estribillo: “La tristeza nunca acaba/ la felicidad, sí”. Igual que el carnaval, continúa la letra de la canción: “Todo termina el miércoles (de Ceniza)”. En el caso de la economía brasileña, puede que el miércoles se haya visto cerca con el reciente anuncio de que el crecimiento en 2011 fue del 2,7%, un fuerte descenso respecto al 7,5% de 2010 y mucho menos que la mayoría de los demás mercados emergentes. De hecho, Banco Santander achacó los beneficios obtenidos durante el último trimestre de 2011, menores que los esperados, a los problemas en Gran Bretaña y Brasil.

Nouriel Roubini, el economista que se hizo famoso por predecir la caída del mercado inmobiliario en Estados Unidos y la posterior recesión mundial en 2008, visitó Brasil en febrero, precisamente durante la exultante época del carnaval. Salió todo menos eufórico: “Una valoración realista indica que Brasil podría decepcionarnos en muchos aspectos durante los próximos años a no ser que se emprendan importantes reformas estructurales”. Después de predecir un futuro poco optimista, añadió que “este posible descenso del crecimiento deja a Brasil vulnerable a sufrir ciclos de expansión y contracción porque pronto alcanzará su máximo límite de velocidad”.

Aunque existen otros factores que intervienen, como el desarrollo de la clase media, el reciente crecimiento de Brasil se ha debido en gran parte a su capacidad de vender minerales y productos agrarios a China. Entre 2000 y 2010, las exportaciones brasileñas a dicho país pasaron del 3% al 16%. El dinero que eso produce, junto con las IED y los capitales de cartera, está ejerciendo presión sobre la divisa brasileña, el real. Los tipos de interés, que se han mantenido altos para combatir la inflación en vez de hacer reformas fiscales y de la administración pública que habrían sido más complicadas desde el punto de vista político, atraen a los inversores extranjeros incluso a pesar de los controles de capitales. Los tipos de interés casi inexistentes en Estados Unidos y los problemas en la eurozona agudizan la situación, porque el dinero está abandonando las regiones que rinden poco para irse en busca de mejores oportunidades.

En respuesta a las demandas de la industria local, las autoridades han ido aplicando de forma gradual una serie de medidas proteccionistas

Como consecuencia, el real está sobrevalorado en un 35% en comparación con el dólar estadounidense, según el Big Mac Index de The Economist. Quizá Brasil está sufriendo ya la llamada enfermedad holandesa, porque, al estar sobrevalorada su moneda, sus exportaciones son más caras en el extranjero y sus importaciones son proporcionalmente más baratas para los consumidores brasileños. Esta situación puede derivar en una incipiente desindustrialización: la fabricación nacional de bienes de consumo descendió casi un 2% en 2011, mientras que las ventas se dispararon por el aumento de la demanda.

El Gobierno brasileño culpa de la apreciación del real a lo que el ministro de Finanzas, Guido Mantega, llama una “guerra de divisas”, una entrada de capital especulativo que busca obtener rendimientos en Brasil. Las autoridades han tomado algunas medidas concretas para cortar el flujo, como la modificación, en marzo, de un impuesto sobre los préstamos extranjeros, que extiende la aplicación de un impuesto del 6% ya existente a los vencimientos de hasta tres años, en lugar de dos años como era antes.

En respuesta a las demandas de la industria local, las autoridades han ido aplicando de forma gradual una serie de medidas proteccionistas que han molestado a muchos países, desde Japón hasta México. “Brasil sigue improvisando en sus políticas industriales y comerciales”, se lamentaba la columnista económica Míriam Leitão en el periódico de Río de Janeiro, O Globo. “En su intento de encontrar una forma de salir de la ligera caída en números rojos que ha sufrido la balanza comercial y un remedio para mejorar las cifras de la producción industrial en 2011, lo único que ha hecho el Gobierno es repetir una reacción instintiva: proteccionismo y favores a los grupos de presión e intereses especiales”.

Igual que sucedía en la película de Luis Buñuel El ángel exterminador, en la que los invitados a la cena no son capaces de irse a lo largo de la noche, pese a la falta de obstáculos físicos que se lo impidan, las soluciones a los problemas de Brasil parecen obvias pero no se ponen en práctica. Casi todos los economistas responsabilizan de la situación a lo que denominan el “Coste de Brasil”, un baturrillo de problemas que hacen que sea más caro hacer negocios allí que casi en cualquier otro país del mundo. Brasil ocupa el puesto 126 (de 183) en el índice de facilidad para hacer negocios que elabora el Banco Mundial, por detrás de Bangladesh, Uganda, Suazilandia y Bosnia-Herzegovina.

Su receta para cambiar suele incluir las siguientes medidas: simplificar la estructura impositiva, reformar la administración pública y la seguridad social para mejorar la eficacia y reducir el gasto, transformar las normas laborales para que sea más barato contratar e invertir en infraestructuras. Además, la reforma fiscal daría a las autoridades una herramienta más para luchar contra la inflación y quizá les permitiría bajar más rápido los tipos de interés y estimular la economía, al tiempo que les ayudaría a cortar la entrada de capital especulativo.

La agenda para disminuir el “Coste de Brasil” es ambiciosa, sin duda, pero el país no ha progresado prácticamente nada en ningún aspecto. Las infraestructuras parecerían esenciales en vísperas de la Copa del Mundo de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016, pero las inversiones se han retrasado tanto que han creado un caos diplomático. Un funcionario de la FIFA sugirió hace poco que los organizadores necesitaban “una patada en el trasero” porque iban muy retrasados con los preparativos. A los brasileños, que están eufóricos, no les hizo ninguna gracia.

A lo mejor es que Brasil está viviendo en una burbuja. Desde luego, eso puede ser lo que les pasa a sus políticas económicas. Aunque el predecesor de Roussef, Luiz Inácio Lula da Silva, era increíblemente popular, su mayor contribución a la política económica fue seguir el lema de los médicos: “lo primero, no hacer daño”. Como dijo O Globo en un número especial que le dedicó cuando dejó el cargo, “el presidente Lula termina sus ocho años de mandato con una popularidad jamás alcanzada por ningún otro presidente anterior de este país, a pesar de que deja un legado contradictorio. No hemos tenido avances ni mejoras en educación, sanidad, seguridad pública, servicios sanitarios básicos, infraestructuras ni reformas”. Según el sociólogo de Rutgers, Ted Goertzel, autor de sendas biografías de Lula y su antecesor, Fernando Henrique Cardoso, “Lula prefirió retirarse con unos índices de popularidad del 80% que utilizar esa popularidad para impulsar unas reformas polémicas”.

El mayor triunfo de Lula fue seguramente conseguir, como un Reagan cualquiera, que los brasileños se sintieran satisfechos de sí mismos y de su país, pero también convencer de eso mismo a los extranjeros, que es más de lo que Reagan logró jamás: de ahí que vayan a organizar la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos. Sin embargo, esa confianza se ha convertido en la arrogancia y la suficiencia que tanto molestó al veterano corresponsal en Davos y ha impedido que las autoridades comprendan la necesidad de abordar el “Coste de Brasil”. Durante su campaña para la presidencia, en septiembre de 2010, Rousseff regañó a un periodista de Reuters que le sugirió, en una entrevista, que quizá no fuera posible mantener un crecimiento del 7% sin hacer reformas. “¿Está creciendo Brasil (a ese ritmo) ahora?”, le preguntó ella en tono brusco. Sí, tuvo que reconocer el periodista. “Pues entonces, es posible”.

Es evidente que hoy, que crece a un 2,7%, no. Y, si Rousseff quiere recuperar el crecimiento de los años de Lula, tendrá que lidiar con los aliados políticos que ha escogido su Partido de los Trabajadores (PT), un partido de aglomeración y lleno de intereses especiales denominado partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), sin ideología política identificable. Técnicamente, el PMDB permite a la presidenta contar con una mayoría en el Congreso, pero, a la hora de la verdad, sus miembros suelen hacerse de rogar hasta que se les hacen concesiones personales.

El hecho de que nos interese lo que ocurre en la economía brasileña demuestra lo mucho que ha avanzado el país desde que abordó la hiperinflación hace casi 20 años. Pero la historia económica enseña que todo se desarrolla en ciclos. La pregunta es: ¿La próxima crisis de Brasil será larga y profunda, como la “década perdida” que sucedió al “milagro” de los años setenta, o corta y relativamente indolora, como cuando, en 2009, tuvo una recuperación inmediata de la crisis mundial de 2008? Sin reformas, parece más probable que ocurra lo primero.

Como los estadounidenses, los brasileños poseen un optimismo propio del Nuevo Mundo y mantienen el optimismo incluso en periodos de crecimiento mediocre. Sin embargo, salir del paso no es suficiente para un país que es el salvador o al menos un nuevo pilar de la economía mundial. Quizá el miércoles de Ceniza llegue antes de lo previsto.

 

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