Dos soldados en la ciudad de Monterrey, México, después de que tres taxistas fueran asesinados. Julio Cesar Aguilar/AFP/Getty Images
Dos soldados en la ciudad de Monterrey, México, después de que tres taxistas fueran asesinados. Julio Cesar Aguilar/AFP/Getty Images

América Latina es una muestra de cómo los países con estructuras estatales débiles son los que ofrecen mayor y mejor cobertura a las actividades criminales organizadas. Los Estados fallidos son malos para los negocios, aunque estos sean ilegales.

Desde que se acepta de manera generalizada, desde hace algunos años, que los Estados fallidos son el marco más propicio para el desarrollo de nuevas amenazas que afectan a la seguridad internacional, toda la atención se ha centrado en ellos, las potencias, los organismos y las agencias de cooperación internacional han mostrado auténtica preocupación sobre estos Estados. No menos la academia enzarzada, en los últimos años, en una inagotable discusión en torno a su definición.

Supuestamente estos Estados reúnen las condiciones idóneas para ser refugio y campo de operaciones de terroristas internacionales y de delincuentes vinculados al crimen organizado. Sin embargo, esta afirmación no siempre coincide con la realidad. En otras palabras no siempre hay Estados fallidos, allí donde el crimen organizado tiene una particular implantación. Este aspecto es particularmente visible en el caso latinoamericano, donde esta amenaza se ha convertido en un poderoso actor, capaz de influir incluso en las decisiones de algunos gobiernos de la región.

Sin embargo si atendemos a la localización de los Estados fallidos, éstos se encuentran mayoritariamente en África, y no en América Latina. Concretamente en este caso únicamente hay un país considerado fallido, Haití, y a bastante distancia se encontraría América Latina, cuyos Estados no figuran en los primeros lugares de los índices, a excepción de la isla caribeña.

Ahondando en ello, si tenemos en cuenta los criterios empleados para clasificar a un Estado como fallido, ciertamente América Latina no es África. Máxime si consideramos los avances experimentados por la región en los últimos años. Los datos relacionados con el crecimiento económico, la estabilidad política y los logros en cuestiones sociales no hacen más que corroborar los motivos por los que buena parte de la región no se encuentra en los primeros lugares de estos índices. Sin embargo, la inexistencia de Estados fallidos y los datos positivos que disfruta el área latinoamericana en la actualidad no han impedido que sea una de las regiones con importantes problemas de seguridad. Hasta el punto de que mientras que es prácticamente improbable un conflicto interestatal y América Latina es considerada como una región de paz, al mismo tiempo, afronta uno de los mayores índices mundiales de violencia. En este caso, aunque también hay que tener muy presente la diversidad regional, lo cierto es que, en mayor o menor medida, la violencia es un problema generalizado y en particular para países como México o Colombia, Venezuela o subregiones como Centroamérica. Pero incluso Brasil, pese a ser líder regional y aspirante a convertirse en potencia internacional, padece el azote de esta violencia criminal.

El motivo se encuentra en la implantación del crimen organizado, la existencia de maras o pandillas juveniles, vinculadas o no al crimen organizado, y al mismo crecimiento de la delincuencia común. De todas las actividades ilícitas que desarrollan estos grupos criminales el narcotráfico es el negocio más importante. La región produce, distribuye y comienza a consumir también droga. El desarrollo de estas actividades delictivas, en buen parte monopolizadas por el crimen organizado, han incidido en los niveles de violencia y en consecuencia en la seguridad pública.

 

Estados débiles: campo abonado para la criminalidad

Si nos preguntamos por qué, la respuesta nos conduce necesariamente a cuestionar, al menos para todos los casos, el supuesto de que los Estados fallidos son un campo abonado para las nuevas amenazas. El crimen organizado necesita de una serie de condiciones para progresar y no parece que un país fallido las proporcione. La extrema debilidad del Estado y la situación de anomia y caos que generan no son precisamente el mejor espacio posible para el desarrollo de negocios, aunque éstos sean ilegales. Se precisa de un Estado capaz de asegurar estabilidad, una sociedad mínimamente ordenada y de un sistema de seguridad y justicia que, si no garantiza la seguridad a todos los ciudadanos, si sea capaz de proteger a las redes criminales. Un Estado fallido no puede garantizar la protección ni de ciudadanos ni de criminales.

Un Estado débil proporciona una de las condiciones imprescindibles para el progreso del crimen organizado: la existencia de vínculos de protección con la autoridad política. Nadie más que los criminales necesitan protección y nadie tiene más posibilidades de otorgarla que un agente estatal. De la posibilidad de proporcionar dicha protección depende el éxito de las actividades delictivas. Sin ésta no hay posibilidad de explicar el éxito de las mismas y la particular implantación social de las redes criminales, en determinadas sociedades. Mediante esta vinculación y complicidad con representantes del Estado se persigue protegerse eficazmente frente a la actuación del mismo mundo criminal, de otros competidores y de otros agentes externos potencialmente nocivos para la continuidad y la expansión de sus actividades.

Las relaciones clientelares y la corrupción son las principales herramientas para asegurar dicha protección, que no siempre se establecen de manera voluntaria, sino a través de la coacción o la violencia, otro aspecto característico del crimen organizado. Cuando se cumplen estas condiciones y mediante la corrupción se logra la impunidad, sin duda el mejor protector es el Estado. Esta es la ventaja que el Estado débil garantiza al crimen organizado, y que el fallido no es capaz de proporcionar. Aquel es un Estado con suficiente entidad para hacer funcionar sus instituciones, pero dichas instituciones, en la medida que existe una corrupción sistémica, pueden proporcionar complicidad y protección a las redes criminales.

 

Las ventajas del orden formal e informal

La idoneidad del Estado débil, por ende, no radica tanto en su posibilidad de ignorarlo, y desarrollarse al margen del mismo, sino a su costa. La clave radica en lograr que dicho Estado e instituciones se encuentren a su servicio. De acuerdo a estas características, el objetivo del crimen organizado es obtener el máximo beneficio de esta debilidad. Por tanto, no se trata de acabar con estas instituciones sino de asegurar su complicidad. El espacio donde se logra esta particular relación es un espacio informal, que es el ámbito que debilita al Estado. Sin embargo, la existencia de este espacio no implica suponer la inexistencia de toda regulación social, como en un Estado fallido, en realidad esta debilidad estatal lo que genera es un grado concreto de anomía, en el cual convive un conjunto de normas de opuesta naturaleza.

Por un lado, existe un orden formal, donde la ley y la normativa estatal regulan las relaciones y por otra parte, cuando el Estado no llega, hay un orden informal donde son las relaciones personales y no la legalidad quienes regulan la convivencia. En otras palabras, no hay un único orden normativo y su coexistencia consiste en que, según las circunstancias y los ámbitos, tendrá lugar un acatamiento del orden legal bastante generalizado del orden jurídico; pero en otras ocasiones el conflicto o cualquier otra circunstancia, derivada de la vida social, se resolverá al margen de la ley, de acuerdo al orden informal. Una ambivalencia que es producto de la incapacidad del Estado de poder garantizar permanentemente a todos los ciudadanos y en todo el territorio la aplicación del orden legal. De hecho, el orden informal, no sólo es causa de esta debilidad, sino también consecuencia, ya que si existe, en parte es para cubrir los espacios que el Estado no regula. Esta dualidad de órdenes es precisamente lo que hace del Estado débil un escenario ideal para el crimen organizado. El orden informal proporciona la posibilidad de obtener protección y complicidad estatal, característica esencial para la existencia de la criminalidad, y el orden formal garantiza un mínimo de orden, estabilidad igualmente imprescindible para la realización de actividades ilegales.

Además de espacios sin Estado, son igualmente necesarios el Estado y el orden formal para el desarrollo de su actividad ilegal. Pues precisa de un sistema financiero e instituciones económicas, cuyo funcionamiento este garantizado, por el Estado, si bien con la suficiente informalidad y marginalidad económica y financiera para poder desarrollar el negocio en dicho sistema formal. Ambos requisitos se dan en América Latina, donde el Estado es capaz de respaldar el funcionamiento del sistema económico y financiero, pero no es suficientemente fuerte como para establecer controles fiscales y mecanismos de control de las finanzas y de la economía. Esta dualidad explica la idoneidad para el desarrollo de actividades ilícitas, en todas sus fases como la producción, la distribución de bienes y servicios y las finanzas. No parece difícil entender la inserción del crimen organizado, incluso de manera determinante en algunas economías del país.

Pero si el soborno y la informalidad en el ámbito económico, tanto en instituciones privadas como públicas, es trascendental para el progreso de negocios ilegales, no es menos necesario el control directo e indirecto de las estructuras particularmente encargadas de la seguridad pública. También en este área la mayoría de los Estados latinoamericanos muestran particulares signos de debilidad, especialmente en los ámbitos de la aplicación de la ley y del control de la corrupción. La misma deficiencia se aprecia en la eficacia de las estructuras estatales dedicadas a procurar e impartir justicia o en el sistema penitenciario. Instituciones todas ellas imprescindibles para lograr la impunidad y protección necesaria para el crimen organizado.

De acuerdo a la particular cobertura que un Estado débil proporciona al crimen organizado, todo apunta a que la manera más eficaz de combatir a esta criminalidad es el de disminuir los espacios de informalidad, mediante la aplicación de la legalidad, no sólo a los criminales, sino muy particularmente a las autoridades estatales corruptas que negocian el cumplimiento de la ley. Sólo así será posible reducir los espacios de impunidad y, por tanto, las ventajas que los Estados débiles proporcionan al crimen organizado.