La
sacralidad de la vida

Peter Singer Los
partidos políticos

Fernando Henrique Cardoso El euro
Christopher HitchensLa
pasividad japonesa

Shintaro Ishihara La monogamia

Jacques Attali

La
jerarquía religiosa

Harvey Cox

El Partido
Comunista Chino

Minxin Pei

Los
coches contaminantes

John Browne

El
dominio público

Lawrence Lessig

Las
consultas de los médicos

Craig Mundie

La monarquía
inglesa

Felipe Fernández-Armesto

La
guerra contra las drogas

Peter Schwartz

La
procreación natural

Lee Kuan Yew

La polio
Julie Gerberding

La soberanía

Richard Haass

El anonimato

Esther Dyson

Los subsidios
agrícolas

Enrique Iglesias

"Bueno”, dijo Jörg Haider con una sonrisa ligeramente desagradable, “¿le
gusta el nuevo dinero-esperanto?”. Entrevisté al líder
del Partido de la Libertad austriaco a principios de 2003, en un momento
en el que había aplaudido a Sadam Husein y mostrado su apoyo a
los terroristas suicidas en Israel y Palestina. Su comentario sarcástico
sobre el euro, recién introducido, me hizo querer creer todavía
más en la nueva moneda. Estaba haciendo un largo viaje como reportero
por Europa y me había emocionado utilizar en París, por
la noche, el mismo dinero que había usado para pagar a un taxista
en Berlín por la mañana. Me acordaba de que el acuerdo
franco-alemán sobre el carbón y el acero que había
constituido el núcleo del proyecto europeo se había elaborado
para hacer que la guerra en el Viejo Continente fuera “materialmente
imposible”. El día de Año Nuevo de 2002, de pronto,
se pudo emplear la misma moneda en Finlandia que en Grecia (que renunció a
la denominación monetaria más antigua del mundo: el dracma). ¿Por
qué iba a prestar atención a comentarios desdeñosos
sobre el tema, sobre todo si venían de un hombre que no estaba
totalmente conforme con el resultado de la Segunda Guerra Mundial?

Mis prejuicios internacionalistas no son una cosa por la que sienta
que debo pedir disculpas, ni siquiera ahora. Recuerdo cómo me
retorcí de vergüenza cuando Norman Lamont, ministro de Hacienda
del Gobierno de John Major, volvió de Bruselas con la fantástica
noticia de que había conquistado el derecho a conservar el rostro
de la Reina en cualquier versión británica de los billetes
de euro. Si los alemanes podían hacer el extraordinario sacrificio
de renunciar al marco, su gran triunfo de posguerra, ¿por qué había
que quejarse a propósito de la enseña de la Casa de Windsor?
Estaba deseando enseñar a mis hijos la vieja moneda británica,
igual que guardaba en una caja sentimental el viejo sistema de monedas
británico que agujereaba nuestros bolsillos antes de que pasáramos
al método decimal.


ILUSTRACIONES: NENAD JAKESEVIC
PARA FP

Y ahora, después de todo, no puedo acabar de creer que mis hijos,
o los hijos de mis hijos, vayan a usar el dinero-esperanto. La idea de
la moneda común parece haber retrocedido con tanta rapidez como
comenzó. La probabilidad de que haya más países
que adopten el euro se ha vuelto remota desde que franceses y holandeses
rechazaron la Constitución Europea este mismo año. Pero,
sobre todo, existe una aguda nostalgia del viejo dinero en Alemania y
otros países de la eurozona. Si se celebra un referéndum,
no me imagino al electorado británico votando a favor de abandonar
la libra, con o sin el rostro de la Reina, en ninguna circunstancia.
La periferia escandinava no parece ahora más fácil, sino
más difícil de convencer. En cuanto a los nuevos miembros
y los que aspiran a serlo, como Polonia y Turquía, uno se estremece
al pensar en la desilusión que se abrirá paso ahora que
hay que posponer tantas promesas audaces.

Este tropiezo económico se debe, en parte, a fracasos políticos
y burocráticos de diversas dimensiones. Habría merecido
la pena, por poner un ejemplo, enseñar con estilo el pasaporte
europeo en los puestos fronterizos. Pero una serie de torpes compromisos
lo redujeron a un librillo hortera encuadernado en una especie de granate:
un documento claramente diseñado por un comité. Y me gustaría
saber en qué siniestra reunión se decidió que las
siete primeras palabras del preámbulo a la Constitución
Europea tenían que decir: “Su majestad el Rey de los belgas…”.
Hasta que se incorporen Albania o Bielorrusia –cosa que parece
muy lejana–, Bélgica y su monarca son los primeros en el
abecedario europeo. Pero no es así como se hizo la Constitución
estadounidense, y ese énfasis no puede contribuir, en absoluto,
a obtener una unión más perfecta.

No me agrada ni pizca decir esto. No me gusta nada la alianza de partidos –desde
los xenófobos hasta los posestalinistas– que se formó para
derrotar la Constitución y ahora sueña con que se retroceda
en la moneda común. Sin embargo, no puedo deshacerme del recuerdo
de aquel gesto de desprecio en el rostro de Haider. Si el euro no va
a ser más que una moneda más entre muchas, perderá su
razón de ser fundamental. El esperanto pretendía sustituir
la Babel de idiomas rivales por una lengua universal, y lo único
que consiguió fue añadir una lengua más que era
un simple híbrido. Un euro que sólo sea moneda legal en
algunas partes de Europa no sólo realzará la incapacidad
del continente para limar las diferencias, sino que se convertirá, él
mismo, en una de esas diferencias.

 

El euro. Christopher Hitchens

La
sacralidad de la vida

Peter Singer Los
partidos políticos

Fernando Henrique Cardoso El
euro

Christopher HitchensLa
pasividad japonesa

Shintaro Ishihara La
monogamia

Jacques Attali

La
jerarquía religiosa

Harvey Cox

El
Partido Comunista Chino

Minxin Pei

Los
coches contaminantes

John Browne

El
dominio público

Lawrence Lessig

Las
consultas de los médicos

Craig Mundie

La
monarquía inglesa

Felipe Fernández-Armesto

La
guerra contra las drogas

Peter Schwartz

La
procreación natural

Lee Kuan Yew

La
polio

Julie Gerberding

La
soberanía

Richard Haass

El
anonimato

Esther Dyson

Los
subsidios agrícolas

Enrique Iglesias

"Bueno”, dijo Jörg Haider con una sonrisa ligeramente desagradable, “¿le
gusta el nuevo dinero-esperanto?”. Entrevisté al líder
del Partido de la Libertad austriaco a principios de 2003, en un momento
en el que había aplaudido a Sadam Husein y mostrado su apoyo a
los terroristas suicidas en Israel y Palestina. Su comentario sarcástico
sobre el euro, recién introducido, me hizo querer creer todavía
más en la nueva moneda. Estaba haciendo un largo viaje como reportero
por Europa y me había emocionado utilizar en París, por
la noche, el mismo dinero que había usado para pagar a un taxista
en Berlín por la mañana. Me acordaba de que el acuerdo
franco-alemán sobre el carbón y el acero que había
constituido el núcleo del proyecto europeo se había elaborado
para hacer que la guerra en el Viejo Continente fuera “materialmente
imposible”. El día de Año Nuevo de 2002, de pronto,
se pudo emplear la misma moneda en Finlandia que en Grecia (que renunció a
la denominación monetaria más antigua del mundo: el dracma). ¿Por
qué iba a prestar atención a comentarios desdeñosos
sobre el tema, sobre todo si venían de un hombre que no estaba
totalmente conforme con el resultado de la Segunda Guerra Mundial?

Mis prejuicios internacionalistas no son una cosa por la que sienta
que debo pedir disculpas, ni siquiera ahora. Recuerdo cómo me
retorcí de vergüenza cuando Norman Lamont, ministro de Hacienda
del Gobierno de John Major, volvió de Bruselas con la fantástica
noticia de que había conquistado el derecho a conservar el rostro
de la Reina en cualquier versión británica de los billetes
de euro. Si los alemanes podían hacer el extraordinario sacrificio
de renunciar al marco, su gran triunfo de posguerra, ¿por qué había
que quejarse a propósito de la enseña de la Casa de Windsor?
Estaba deseando enseñar a mis hijos la vieja moneda británica,
igual que guardaba en una caja sentimental el viejo sistema de monedas
británico que agujereaba nuestros bolsillos antes de que pasáramos
al método decimal.


ILUSTRACIONES: NENAD JAKESEVIC
PARA FP

Y ahora, después de todo, no puedo acabar de creer que mis hijos,
o los hijos de mis hijos, vayan a usar el dinero-esperanto. La idea de
la moneda común parece haber retrocedido con tanta rapidez como
comenzó. La probabilidad de que haya más países
que adopten el euro se ha vuelto remota desde que franceses y holandeses
rechazaron la Constitución Europea este mismo año. Pero,
sobre todo, existe una aguda nostalgia del viejo dinero en Alemania y
otros países de la eurozona. Si se celebra un referéndum,
no me imagino al electorado británico votando a favor de abandonar
la libra, con o sin el rostro de la Reina, en ninguna circunstancia.
La periferia escandinava no parece ahora más fácil, sino
más difícil de convencer. En cuanto a los nuevos miembros
y los que aspiran a serlo, como Polonia y Turquía, uno se estremece
al pensar en la desilusión que se abrirá paso ahora que
hay que posponer tantas promesas audaces.

Este tropiezo económico se debe, en parte, a fracasos políticos
y burocráticos de diversas dimensiones. Habría merecido
la pena, por poner un ejemplo, enseñar con estilo el pasaporte
europeo en los puestos fronterizos. Pero una serie de torpes compromisos
lo redujeron a un librillo hortera encuadernado en una especie de granate:
un documento claramente diseñado por un comité. Y me gustaría
saber en qué siniestra reunión se decidió que las
siete primeras palabras del preámbulo a la Constitución
Europea tenían que decir: “Su majestad el Rey de los belgas…”.
Hasta que se incorporen Albania o Bielorrusia –cosa que parece
muy lejana–, Bélgica y su monarca son los primeros en el
abecedario europeo. Pero no es así como se hizo la Constitución
estadounidense, y ese énfasis no puede contribuir, en absoluto,
a obtener una unión más perfecta.

No me agrada ni pizca decir esto. No me gusta nada la alianza de partidos –desde
los xenófobos hasta los posestalinistas– que se formó para
derrotar la Constitución y ahora sueña con que se retroceda
en la moneda común. Sin embargo, no puedo deshacerme del recuerdo
de aquel gesto de desprecio en el rostro de Haider. Si el euro no va
a ser más que una moneda más entre muchas, perderá su
razón de ser fundamental. El esperanto pretendía sustituir
la Babel de idiomas rivales por una lengua universal, y lo único
que consiguió fue añadir una lengua más que era
un simple híbrido. Un euro que sólo sea moneda legal en
algunas partes de Europa no sólo realzará la incapacidad
del continente para limar las diferencias, sino que se convertirá, él
mismo, en una de esas diferencias.

 

Christopher Hitchens es columnista
en
Vanity Fair y profesor invitado de Humanidades
en la New School University (Nueva York, EE UU). Su último libro es
Thomas Jefferson: Author
of America
(Harper Collins, Nueva York, 2005).