Ha llegado el momento de limar algunas asperezas transatlánticas.

 

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Diferencias: Barack Obama, Angela Merkel y Nicolás Sarkozy en la Cumbre de Praga (abril de 2009).

La idea de que Estados Unidos no puede gobernar el mundo por sí solo, de que ha llegado el momento de que los estadounidenses tengan una concepción intercontinental, no es precisamente revolucionaria. El 4 de julio de 1962, el presidente de EE UU John F. Kennedy describió lo obsoleto que era el concepto de la hegemonía estadounidense: “Si actuamos solos, por nuestra cuenta, no podemos instaurar la justicia en todo el mundo; no podemos garantizar la tranquilidad interna ni proporcionar una defensa común, ni promover el bienestar general, ni acceder a las bendiciones de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad”. Estados Unidos, pensaba Kennedy, debía buscar un socio en ese empeño. Y ese compañero era Europa.

Cuarenta y siete años después, el presidente Barack Obama parece dispuesto a resucitar los principios del discurso de Kennedy y a adoptar un punto de vista sobre las relaciones transatlánticas mucho más conciliador que su predecesor republicano. En su discurso durante la cumbre de la OTAN en abril, Obama lamentó que Estados Unidos no hubiera “sabido apreciar el destacado papel de Europa en el mundo”, y reconoció que “ha habido ocasiones en las que EE UU se ha mostrado arrogante y displicente, incluso despreciativo”. Prometió una estrategia más cooperadora y multilateral en la que su país “escuche y aprenda de nuestros amigos y aliados”. Los jefes de Estado europeos respondieron en el mismo tono, dispuestos a sumarse a la ola del cambio encabezada por Obama. La confianza depositada en la política exterior del nuevo presidente estadounidense se disparó, igual que las expectativas de una relación más integrada y plena entre EE UU y la UE.

Pero da la impresión de que ese sentimiento está desvaneciéndose y la relación se está tiñendo de cierta frialdad inesperada. Ya en la cumbre del G-20 en Londres, también en abril, aparecieron divergencias entre Estados Unidos y Europa. Washington quería que las negociaciones hicieran hincapié en medidas conjuntas de estímulo económico. La UE -en especial Alemania, con la mayor economía del Continente, así como Francia e Italia- subrayó la necesidad de más regulación financiera. Además, la canciller Angela Merkel destacó que su país necesitaba exportar más y, al mismo tiempo, mantener unos presupuestos equilibrados; unas ideas de las que Washington discrepaba, por considerar que dos elementos importantes para restablecer el equilibrio económico global eran un mayor consumo interno europeo y un gran paquete de estímulos fiscales.

El cambio climático es otro tema preocupante. Ya es demasiado tarde para que el Congreso de EE UU apruebe una ley sobre este asunto antes de la cumbre que se celebrará en Copenhague en diciembre. Además, cualquier medida relacionada con el clima que nazca de la legislatura estadounidense será casi seguro menos sustancial de lo que esperaban en general los europeos (y muchos ciudadanos de EE UU). Eso está provocando la desilusión al otro lado del Atlántico, puesto que a Europa le gustaría sincronizar su programa de intercambio de derechos de emisión con el nuevo plan de Washington.

Las diferencias a propósito de Afganistán en las últimas semanas también explican parte de la inquietante situación. A pesar de las duras declaraciones de personajes como el responsable de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, la mayoría de los países europeos desea reducir su participación y apoyar una guerra a menor escala y menos comprometida en el país centroasiático. Washington ve que Europa se muestra reacia a suministrar más recursos a la lucha contra los talibanes, mientras que en las capitales europeas existe la preocupación de que la estrategia de la Administración Obama está cada vez menos clara.

Es normal que los países tengan discrepancias, incluso los más firmes aliados, pero el enfriamiento de la relación entre Estados Unidos y la UE nace, más que de una cuestión de discrepancias estratégicas, de un sentimiento creciente de que no se cumplen las promesas. El gobierno de Obama se ha deshecho de la sombra unilateralista de George W. Bush, pero no ha alcanzado la ambiciosa retórica que caracterizó a la mayoría de las Administraciones anteriores, entre otras las de los presidentes J. F. Kennedy, Hill Clinton y George H. W. Bush.

Estados Unidos debe cumplir su promesa de dialogar con su socio europeo

En su discurso de 1962, Kennedy reclamó una “Declaración de interdependencia” con Europa. El Gobierno de George H. W. Bush elaboró la “Declaración transatlántica”. El presidente Bill Clinton lanzó la “Nueva agenda transatlántica” y el “Plan conjunto Estados Unidos-Unión Europea”. Sin embargo, la Administración Obama no ha creado aún nada parecido. Por el contrario, da la impresión de que EE UU, desde una perspectiva enmarcada en un perfil pragmático y nada sentimental, ve una colección de 27 países con los que puede y debe llegar a acuerdos, pero no se ha adaptado a los métodos para compartir unos objetivos de largo alcance.

Mientras que Rusia se ha beneficiado del “reinicio” de Obama y los chinos cuentan hoy con un diálogo “estratégico” además del económico, resulta difícil averiguar si existe una nueva estrategia estadounidense respecto a la UE. Y, dado que la ausencia de una política común europea complica la coordinación transatlántica, los grandes Estados unitarios como China, India, Brasil e incluso Rusia se apresuran a llenar el vacío de liderazgo en varios problemas acuciantes, desde Irán hasta la economía global, pese a que su actuación no siempre favorece los intereses de EE UU y Europa. Por ejemplo, en la delicada tarea de alejar a Irán de un futuro nuclear, la cooperación de Europa será importante, pero China y Rusia, con su influencia mundial y su poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, también son actores fundamentales.

Ahora que están a punto de encajar las piezas que faltan del Tratado de Lisboa y poco después se decidirá la identidad del primer presidente de la UE, es el momento oportuno para que la Unión Europea asuma un papel más importante en el escenario global y para que Obama, sometido a un creciente escrutinio mundial, trate a su nuevo interlocutor europeo como un verdadero socio en la agenda multilateralista de política exterior. Sea quien sea el presidente de la UE tendrá que ser alguien de prestigio internacional y una persona capaz de elaborar posturas comunes de la Unión en política exterior. A su vez, Estados Unidos debe cumplir su promesa de dialogar con su socio europeo.

No conviene esperar más. La cumbre EE UU y la UE que se celebra esta semana en Washington ofrece la ocasión perfecta para que el gobierno de Obama intensifique su retórica sobre la importancia de la relación entre los dos y haga realidad, por fin, el plan de Kennedy de dialogar con “una Europa fuerte y unida… con la que Estados Unidos pueda tratar en plano de igualdad a la hora de afrontar las importantes y complicadas tareas de construir y defender una comunidad de naciones libres”.

 

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