Third World Quarterly,
vol. 26, nº 1, marzo 2005,
Londres (Reino Unido)

Los ataques del 11-S parecieron cimentar un consenso sobre la definición
de terrorismo. Durante la guerra fría, el término se utilizaba
como arma arrojadiza en la batalla entre el Este y el Oeste, pero con el afianzamiento
de Al Qaeda en la conciencia pública mundial apareció una definición
de los terroristas como extremistas religiosos sin Estado o separatistas étnicos.
Este acuerdo podría ser el resultado de la inmediatez de la amenaza
más que del conocimiento de la dirección por la que viene el
fenómeno, pero al menos existía una sensación de que sabíamos
lo que era.

Tal vez la etiqueta de
terrorista impida que los estadounidenses entiendan qué es Hezbolá,
pero no está claro que su comprensión mejorase si no se
aplicara

La unanimidad, sin embargo, duró poco. La guerra global de Estados
Unidos contra el terrorismo renovó el debate sobre si la terminología
determina la percepción que se tiene de los adversarios y, como consecuencia,
también las políticas. La tendencia a emplear etiquetas para
identificar a los enemigos y a utilizar la retórica para justificar
cualquier comportamiento e inspirar apoyo se agrava en épocas de conflicto.
Así, reaparece la preocupación en torno a que el calificativo "terrorismo" se
utilice para vilipendiar a los oponentes, legitimar la represión y avivar
desavenencias.

Estas inquietudes centran un número especial de la revista británica
Third World Quaterly sobre ‘La política de los nombres’,
un ambicioso proyecto que vincula estudios sobre los conflictos de Nicaragua,
Sri Lanka, Asia central, Rusia, Argelia, Israel y los territorios palestinos,
además de Hezbolá y Al Qaeda. El argumento central es que los
fuertes etiquetan mal a los débiles, normalmente utilizando el estereotipo
negativo de "terrorista" u "organización terrorista",
distorsionando el significado de estos movimientos. De hecho, desde el punto
de vista de este volumen, ninguna categoría general es aceptable; todas
enmascaran las realidades locales.

¿El lenguaje construye los intereses o es sólo una manera de
justificarlos? El cliché "terrorista" tal vez impida que
los estadounidenses entiendan lo que es Hezbolá, pero no está claro
que su comprensión mejorase si no se aplicase el término. Estas
denominaciones peyorativas, ¿hasta qué punto son fijas? En Sri
Lanka, calificar de terroristas a los Tigres de Liberación de la Tierra
Tamil (LTTE) puede que haya dificultado la tarea del Ejecutivo de negociar
un acuerdo. Pero los gobiernos tienen la posibilidad de cambiar las etiquetas
cuando conviene a sus intereses. Tal vez éstas sean más maleables
de lo que estos estudios consideran. Además, ¿deshumanizar al
enemigo intensifica la violencia? Entrevistas con francotiradores del Ejército
israelí demuestran que para matar no es necesario deshumanizar a nadie.

Es importante recordar que la parte débil también utiliza fórmulas
negativas y ofrece versiones opuestas de la historia. Por ejemplo, si aceptamos
la afirmación de Mona Harb, de la Universidad de Beirut, y de Reinoud
Leenders, de International Crisis Group, de que Hezbolá posee una comprensión
sofisticada de Occidente, ¿podemos entonces asumir que los débiles
tienen, de alguna manera, una menor tendencia a distorsionar la realidad? Parece
poco probable, sobre todo teniendo en cuenta la vehemencia y las exageraciones
de gran parte de la retórica antiestadounidense actual.

Es extraño que el volumen no se ocupe de manera coherente de cómo
la comunicación globalizada permite que los débiles transmitan
su historia a un público crítico de forma mucho más dramática
que nunca, aunque James Der Derian, de la Universidad de Brown (Estados Unidos),
sí lo plantea. Los flujos de información son incontrolables.
Otro problema es la dependencia de la jerga que algunos autores padecen de
vez en cuando: el lector echa de menos un lenguaje más sencillo, sobre
todo cuando el tema es el poder de las palabras.

El juego de los nombres.
Martha Crenshaw

Third World Quarterly,
vol. 26, nº 1, marzo 2005,
Londres (Reino Unido)

Los ataques del 11-S parecieron cimentar un consenso sobre la definición
de terrorismo. Durante la guerra fría, el término se utilizaba
como arma arrojadiza en la batalla entre el Este y el Oeste, pero con el afianzamiento
de Al Qaeda en la conciencia pública mundial apareció una definición
de los terroristas como extremistas religiosos sin Estado o separatistas étnicos.
Este acuerdo podría ser el resultado de la inmediatez de la amenaza
más que del conocimiento de la dirección por la que viene el
fenómeno, pero al menos existía una sensación de que sabíamos
lo que era.

Tal vez la etiqueta de
terrorista impida que los estadounidenses entiendan qué es Hezbolá,
pero no está claro que su comprensión mejorase si no se
aplicara

La unanimidad, sin embargo, duró poco. La guerra global de Estados
Unidos contra el terrorismo renovó el debate sobre si la terminología
determina la percepción que se tiene de los adversarios y, como consecuencia,
también las políticas. La tendencia a emplear etiquetas para
identificar a los enemigos y a utilizar la retórica para justificar
cualquier comportamiento e inspirar apoyo se agrava en épocas de conflicto.
Así, reaparece la preocupación en torno a que el calificativo "terrorismo" se
utilice para vilipendiar a los oponentes, legitimar la represión y avivar
desavenencias.

Estas inquietudes centran un número especial de la revista británica
Third World Quaterly sobre ‘La política de los nombres’,
un ambicioso proyecto que vincula estudios sobre los conflictos de Nicaragua,
Sri Lanka, Asia central, Rusia, Argelia, Israel y los territorios palestinos,
además de Hezbolá y Al Qaeda. El argumento central es que los
fuertes etiquetan mal a los débiles, normalmente utilizando el estereotipo
negativo de "terrorista" u "organización terrorista",
distorsionando el significado de estos movimientos. De hecho, desde el punto
de vista de este volumen, ninguna categoría general es aceptable; todas
enmascaran las realidades locales.

¿El lenguaje construye los intereses o es sólo una manera de
justificarlos? El cliché "terrorista" tal vez impida que
los estadounidenses entiendan lo que es Hezbolá, pero no está claro
que su comprensión mejorase si no se aplicase el término. Estas
denominaciones peyorativas, ¿hasta qué punto son fijas? En Sri
Lanka, calificar de terroristas a los Tigres de Liberación de la Tierra
Tamil (LTTE) puede que haya dificultado la tarea del Ejecutivo de negociar
un acuerdo. Pero los gobiernos tienen la posibilidad de cambiar las etiquetas
cuando conviene a sus intereses. Tal vez éstas sean más maleables
de lo que estos estudios consideran. Además, ¿deshumanizar al
enemigo intensifica la violencia? Entrevistas con francotiradores del Ejército
israelí demuestran que para matar no es necesario deshumanizar a nadie.

Es importante recordar que la parte débil también utiliza fórmulas
negativas y ofrece versiones opuestas de la historia. Por ejemplo, si aceptamos
la afirmación de Mona Harb, de la Universidad de Beirut, y de Reinoud
Leenders, de International Crisis Group, de que Hezbolá posee una comprensión
sofisticada de Occidente, ¿podemos entonces asumir que los débiles
tienen, de alguna manera, una menor tendencia a distorsionar la realidad? Parece
poco probable, sobre todo teniendo en cuenta la vehemencia y las exageraciones
de gran parte de la retórica antiestadounidense actual.

Es extraño que el volumen no se ocupe de manera coherente de cómo
la comunicación globalizada permite que los débiles transmitan
su historia a un público crítico de forma mucho más dramática
que nunca, aunque James Der Derian, de la Universidad de Brown (Estados Unidos),
sí lo plantea. Los flujos de información son incontrolables.
Otro problema es la dependencia de la jerga que algunos autores padecen de
vez en cuando: el lector echa de menos un lenguaje más sencillo, sobre
todo cuando el tema es el poder de las palabras.

Martha Crenshaw es catedrática de
Administración Pública en la Universidad Wesleyan (Connecticut,
EE UU).