PensarfutbolHidra de mil cabezas, el deporte se caracteriza por la flexible naturaleza que le permite adaptarse a los vertiginosos cambios de la sociedad contemporánea. Nacido a mediados del siglo XX en los colleges que educaban a los cachorros de la aristocracia británica, su expansión se efectúa en dos direcciones. Una es geográfica: en el mismo sentido que las ambiciones imperiales del Reino Unido, la potencia que difunde el fútbol, el rugby y el cricket por el mundo. El otro movimiento es de carácter social. Los nuevos juegos atraviesan las rígidas estructuras sociales y desembocan en las ciudades industriales, donde son abrazados por la clase obrera, cuyas primeras conquistas sociales –la tarde de ocio de los sábados– requieren un entretenimiento eficaz y colectivo. El fútbol, por ejemplo.

Casi un siglo y medio después, el deporte se ha convertido en una gigantesca maquinaria que no ha abandonado esos dos principios básicos. Es expansivo por naturaleza y popular por definición. Su vocación universal no sólo fue interpretada por los británicos durante el periodo de su hegemonía en el mundo. La idea del movimiento olímpico, proyectada a finales del siglo xix por el francés Pierre de Coubertin, anticipa una visión global del planeta. Quienes sitúan el fenómeno de la globalización en las postrimerías del siglo XX olvidan la transformación que se produjo con la creación de las leyes de libre comercio, la llegada de nuevos medios de comunicación –telégrafo, radio, teletipo–, las nuevas formas de movilidad –ferrocarriles, automóviles, aviones– y los nuevos materiales de construcción –el acero y el hormigón–, necesarios para dar rapidez, cuerpo y resistencia a una expansión que estableció las bases de un mundo altamente integrado.

En el viaje a la globalización actual siempre ha participado el deporte, pasajero intuitivo y pragmático que ha cumplido un papel muy superior al que le han atribuido los intelectuales, cuya posición ha sido mayoritariamente crítica o desdeñosa. No hay nada más contradictorio y decepcionante que el desinterés del intelectual por la realidad. Su trascendencia es enorme en numerosos ámbitos: económico, político, social y geográfico. No tiene sentido orillar un fenómeno que afecta tanto a tantos en este momento de la historia.

Los padres del deporte comprendieron perfectamente el nuevo marco mundial, aspecto que Estados Unidos tardó en asimilar, a pesar del papel hegemónico que cobró en el siglo XX. Su desarrollo como país fue paralelo a la fascinación que le produjeron los nuevos entretenimientos deportivos: béisbol, fútbol americano, hockey sobre hielo y baloncesto, los cuatro juegos básicos de Norteamérica. Sin embargo, su trascendencia se limitó al ámbito local o fronterizo. No existió una vocación universal. En ese sentido fueron los europeos quienes implantaron la red planetaria del deporte. Lo hicieron pronto. A caballo entre los siglos XIX y XX, se originaron los Juegos Olímpicos, las federaciones internacionales y los reglamentos que invalidaban cualquier interpretación localista en favor de un solo cuerpo doctrinario. Se sentaron, por tanto, las bases para un desarrollo universal.

Ha pasado un siglo hasta la consagración del deporte como una de las formas más acabadas de globalidad. ¿Qué ha sucedido? En primer lugar, la capacidad para transformarse sin perder su carácter atávico. En su nivel más primario, y por tanto más pasional, el aficionado se relaciona con el juego a través de una percepción tribal –el equipo, la pequeña comunidad, los colores, el nacionalismo–, condición que el deporte ha mantenido a pesar de su despegue hacia lo transnacional. Esta habilidad es uno de los rasgos más notables del deporte. El hincha se identifica ahora con los mismos valores que hace 70 años, cuando su equipo estaba integrado por jóvenes de la ciudad y los alrededores. Sin embargo, esos mismos equipos son ahora depositarios de jugadores de todas las etnias y procedencias. Este proceso ha sido reciente. Hasta principios de los años 80, el deporte todavía estaba presidido por una idea amateur y restrictiva. El profesionalismo estaba vetado en los Juegos Olímpicos. La abolición del amateurismo y el matrimonio del Comité Olímpico Internacional con las grandes corporaciones globales salvaron a los Juegos y los convirtieron en el impresionante acontecimiento actual. Donde el profesionalismo estaba bien instalado, caso del fútbol, sus viejas normativas torpedeaban cualquier política expansiva. En Europa no fue posible un mercado sin fronteras hasta la sentencia Bosman, en los 90, que transformó al fútbol en el elemento más gigantesco de la industria del ocio. Al fondo, el elemento que ha cambiado el deporte y nuestra sociedad: el vertiginoso desarrollo de las comunicaciones. La televisión, y su poder de penetración, es el vehículo perfecto para la difusión del producto deportivo, matrimonio que también se anticipa en la asombrosa relación que mantiene con Internet.